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Las dos fechas que abrazan la vida de Remedios en calle Larios están marcadas por el silencio y la tristeza, pero a sus 88 (casi 89), cultiva esa actitud impagable, de superviviente, donde pesa más la alegría que la pena. Así que empieza por el vaso medio lleno.
–«Hija, a mi calle siempre ha dado gloria verla. Y qué decirte de esta casa: mucha gente reunida, una fiesta...».
Remedios, Reme o Remeduchi como la llaman en familia, pide nombre completo para arrancar su historia: María de los Remedios Rodríguez Navarrete, nacida en Málaga el 28 de septiembre de 1931. «Pero ahora ya me puedes llamar como quieras», dice vestida de blanco y acomodada en la butaca granate de su sala de estar. Recibe con té y dulces y con la casa efectivamente llena; hoy para foto de domingo. «Aquí hemos vivido de todo, ha sido siempre el lugar de reunión... En Semana Santa me gusta contar a las personas que se meten en casa. ¡Una vez llegué a las 60!». Contemplando la escena, con hijos, nietos y hasta sobrinos repartidos entre esa estancia y el comedor, es fácil caer en el vínculo que el hogar de Remedios, tercera planta del portal 7 de calle Larios, comparte con la vía más elegante e importante de la ciudad: que, al final, es la casa de todos.
La imagen funciona también a la inversa, porque su vida ha corrido en paralelo a la evolución de esta calle y hoy luce orgullosa el título de ser, si no la que más, una de sus vecinas más antiguas. Llegó allí en el 37, siendo una niña –«tendría cinco o seis años»–, en plena Guerra Civil y desde la cercana calle Convalecientes, donde nacieron ella y sus dos hermanos: la mayor, Melchora, aún reside en la plaza de La Merced y Adolfo, el mediano, murió hace unos años. La contienda se había llevado por delante a su padre, Francisco, y aunque los recuerdos de aquellos años son, por fortuna, borrosos, sí es capaz de reproducir como si hubiera ocurrido ayer el momento aquél en que su madre, Carmen, les rompió el cascarón de la infancia con la noticia. «Nos sentó a los tres, pequeñitos, y nos dijo 'Han matado a vuestro padre'».
Viuda y con tres hijos, el abuelo materno de Remedios asumió el papel de cabeza de familia y abrió a su hija las puertas de aquella casa, en calle Larios: allí reconstruyeron las piezas –«recuerdo que nos llamaban los huerfanitos»– en compañía de sus dos tías solteras y en un hogar que en sus orígenes tenía más de 200 metros, 16 balcones y cinco habitaciones. Con el tiempo, esa casa enorme ha ido menguando a medida que iba evolucionando la familia, hasta ser hoy un refugio de tres miradores que sigue dando cobijo a todos y desde donde Remedios ha visto la vida pasar. Que las paredes se han hecho pequeñas, pero la memoria ha crecido en la dirección opuesta.
La suya no falla: cuatro hijos y quince nietos, es capaz de reproducir como las abuelas de antes todas y cada una de las fechas que son importantes para ellos. Cumpleaños, santos, aniversarios de boda y hasta primeras comuniones... También la pena esculpida de haber sobrevivido a una hija (Ana Rosa, «hoy haría años que se casó», recuerda) y a un nieto pequeño. Los tres que quedan están sentados junto a ella y salpican con mil anécdotas los recuerdos de su madre. La cita sabe a cena de Navidad en pleno septiembre. Joaquín (Ramírez Rodríguez) es el mayor: abogado, exsenador y presidente del PP en Málaga entre los años 2000 y 2008; Mari Carmen es profesora de Geografía e Historia en un instituto de Cártama y Pedro, el pequeño, fue entrenador del Unicaja y hermano mayor de la cofradía de Estudiantes durante casi una década. Es imposible estar en esa casa y no viajar directamente al Lunes Santo y al paso solemne de los titulares por la calle Larios. Si sonara el Gaudeamus Igitur, la escena sería redonda. «Aquí nos vestimos todos, hasta los amigos; es ya una tradición», celebra Pedro echando mano al álbum familiar. Muchas de las páginas están amarilleadas por el tiempo, pero Remedios conserva en su cabeza el todo color de los momentos más importantes.
Como el día de su boda, el 6 de enero de 1954. Con la ilusión de una niña en el día de Reyes salió del portal 7 de calle Larios camino del Sagrario, donde la esperaba Pedro Ramírez, al que conocía de-toda-la-vida «porque éramos parientes». Con él, profesor mercantil de profesión, comenzó a construir nueva familia en una casa del Camino de Antequera, pero con los niños aún pequeños volvieron al hogar de calle Larios. También a las rutinas sencillas y felices: «Nos encantaba ir al Mesón La Alegría (…), allí celebramos la primera comunión Joaquín y yo con un desayuno y mi padre solía ir a tomar el aperitivo», recuerda Mari Carmen. Su madre se va aún más atrás en el tiempo y recorre el trayecto que separaba su casa del colegio Las Esclavas, en Liborio García, donde estudió acompañada del grupo de amigas que aún conserva. «Fíjate que hemos seguido reuniéndonos; de hecho desde hace cuarenta años vamos todas las semanas al colegio a escuchar la charla de un sacerdote. Nos encanta, ¡hablamos por los codos!», dice con un brillo en la mirada que acaba en punzada porque cae en la cuenta de que la pandemia también ha terminado con esos encuentros reconstituyentes.
De aquellos años en el colegio de monjas conserva Remedios una caligrafía que ya quisiera la tribu de los modernos de teclado. Con ella ha escrito poesía, prosa y cuentos, pero también ha llenado las páginas blancas de un cuadernito que sostiene en su regazo para que no se le olvide ninguna anécdota.
No hace falta consultarlo porque de una brota la siguiente.
«Una de las cosas que más me gustaba de jovencita era pasear con mis amigas calle Larios arriba, calle Larios abajo... Y cuando nos cruzábamos con algún niño que nos hacía gracia, ¡uy, ese dolor de barriga!», dice anclando a su terreno sentimental las mariposas en el estómago. Se llena la sala de estar del sabor clásico del Círculo Mercantil o de las tiendas de toda la vida: la cristalería Morganti, la boutique Carlo's, la joyería de Aurelio Marcos, los cafés en Lepanto –que comparte esquina con su balcón– o la farmacia Mata, aún con latido centenario en el corazón de la calle... También de algunas veladas en el Hotel Miramar o de los viajes en tranvía al Balneario de los Baños del Carmen: «Al subirte comprabas la ida, la vuelta y la entrada al balneario. Eso sí que era organizar bien las cosas...», recuerda Remedios sobre este lugar emblemático que en aquellos años obligaba al baño en el mar por separado: a un lado las señoras y al otro, las familias (incluyendo a los caballeros). Impensable hoy, pero una revolución –por lo avanzado– en la Málaga de principios del siglo XX. De pequeñas 'revoluciones' también se habla cuando los hijos suman al itinerario sentimental de la madre el suyo propio. Joaquín rescata uno de sus establecimientos favoritos cuando comparte con sus hermanos que cerca de allí, en calle Salinas, abrió «la primera pizzería de Málaga. Años 50, se llamaba 'Alberti', nos encantaba...».
La charla de mesa camilla no se entendería sin esos detalles, pero tampoco sin el vínculo cálido que los Ramírez Rodríguez forjaron con otras familias conocidas de la ciudad. Hablan de ellas como si todos fueran parte de la misma. Al fin y al cabo, en la calle «nos conocíamos todos»: están muy presentes en el relato los Briales y los Ruiz del Portal, con los que compartían tercera planta de un edificio donde el ascensor tardó demasiado en llegar y donde hace unos años llegaron para quedarse los apartamentos turísticos...
En la proa del edificio, en casa de Remedios, el suelo de mármol y las maderas nobles le ganan la batalla al laminado sintético de los pisos de enfrente, y los muebles que la visten son los de siempre. «Los mismos de cuando me casé», dice con el orgullo íntimo de quien siente que ha logrado parar el reloj a través de esos detalles. Lo hace recorriendo despacio la casa y agarrada al brazo de uno de los suyos, pero más por un gesto espontáneo de sentirlo cerca que por necesidad. Sus problemas de rodilla sí la obligan a gastar bastón en la calle. «Pero no me gusta», contesta siempre que intentan convencerla –con razón– de que ese complemento le da un aire aún más elegante.
Su paseo se detiene a la altura de los dos balcones laterales –el tercero está en esas curvas fastuosas que definen los edificios en calle Larios– para contar que esa estancia fue, durante décadas, la consulta de su hermano Adolfo. «Era pediatra y aquí la pasaba». En una casa con una familia tan extensa podría haber resultado extraño, pero en ésta todo fluye de forma natural. De hecho, aquello salvó a Remedios cuando se quedó viuda, a los 47, y los hijos ya habían empezado a volar. «Dio la casualidad de que se jubiló su enfermera y me quedé yo con él, organizando la consulta. ¿Y sabes qué? Que tener niños cerca fue una alegría». En aquellos años también adquirieron la vivienda en propiedad, porque antes «casi todas las de aquí –dice– eran de alquiler».
También casi todas las personas que pasan por calle Larios paran en 'Casa Mira'. Y en esta casa se cumple a rajatabla la tradición. Hoy toca turrón y crema tostada para los clásicos y en los más jóvenes gana el 'kinder'. «Ponme crema tostada, que no la tomo desde hace un siglo». Suena bien la palabra siglo en boca de Remedios. La sigue degustando para entrar de lleno en los cambios de la calle y en diagnósticos muy precisos sobre lo que le gusta y lo que no: la peatonalización de Larios, en el año 2002, acabó por convencerla, «aunque a mí me gustaba mucho con coches»; y por más que se lo vendan no compra ni las luces de Navidad –«es un espectáculo exagerado que hace que retumben todos los cristales»– ni la feria del centro. De hecho, siempre se escapa a casa de uno de los hijos cuando llega el momento. «Pero aguanta poco, a ella lo que le gusta es esto, aquí se apaña muy bien sola», admite Mari Carmen, que hace cinco meses le abrió las puertas de la suya, en pleno estado de alarma, por seguridad. «Conmigo está más controlada porque al principio de la cuarentena nos dio un susto; pero, claro, ella lo que quiere es volver. Nunca ha estado tanto tiempo fuera de su casa». Aún así, Remedios va y viene para no cortar ese cordón umbilical que la alimenta.
–«¿Sabes una de las costumbres en la que nunca falla?», desvela Mari Carmen una vez que enfila calle abajo, ya liquidada la tarde. «Asomarse a su balcón, buscarte y despedirte con la mano. Ya verás, gírate un segundo».
El gesto es casi instintivo y la mirada va directa al tercero.
Allí está Remedios. En su balcón.
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