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Una joven camina por la calle Larios, tras el toque de queda, y no tiene que esquivar a nadie para avanzar.

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Una joven camina por la calle Larios, tras el toque de queda, y no tiene que esquivar a nadie para avanzar. Salvador Salas

Málaga tras el toque de queda: la ciudad sedada

Los trabajadores de Limasa, la farmacia de guardia, el repartidor de Glovo rezagado o la persona que duerme en la calle son los escasos signos vitales que quedan a partir de las 22.00. Un paseo por las horas más oscuras

Lunes, 7 de diciembre 2020, 01:01

Las largas sombras que deja la luz de las farolas resaltan la elegancia arquitectónica de los ornamentos de la Catedral de la Encarnación. Es como si una sonrisa alargada se deslizara por la imponente fachada de granito y piedra. A las fuerzas y esperanzas, si es que quedan a estas alturas, no les vendría mal un empujón divino. Sain Sorin, nacido en la ciudad rumana de Timisoara, está sentado en la primera fila de los escalones y se califica a sí mismo como un «vigilante». En estos momentos lo sería de una ciudad que anda a la espera de que alguien la resucite. Ese alguien no aparece.

Sain tiene poco pelo, algo de sobrepeso, viste una camiseta de manga corta, luce una mascarilla que protege poco y habla español con acento italiano. En su documento nacional pone que tiene 35 años. Podría pasar por alguien de 50.

Hace doce meses llegó a Málaga. «Mi padre falleció y decidí venir para trabajar en lo que sea». Hace doce meses que vive en la calle. Para montar su campamento, que se compone de un colchón y varias mantas roñosas, prefiere las sucursales bancarias. Hubo un tiempo, eso era antes de la pandemia, cuando lograba mantenerse a flote con las limosnas que le dejaban los turistas que venían a visitar la Catedral. «No hay problema», dice y levanta el pulgar. No tiene mucho que perder, precisa, pero desea que los extranjeros vuelvan pronto por una mera cuestión de supervivencia. Y no será el único.

La ausencia de grandes distracciones hace que la noche no sea el peor momento del día para pasear por Málaga. No hay un alma en la calle y apenas circulan coches a partir de las diez de la noche. El pasado 8 de noviembre, el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, anunció la imposición de un toque de queda. Una expresión que recuerda a contiendas bélicas y evoca hombres que visten con gabardina.

En 2020, en cierto modo, el toque de queda se ha convertido en un arma universal de efectividad incierta. Hay una guerra global ahí fuera y el enemigo es invisible. Moverse, utilizar los parques o pasear por la orilla de la playa vuelve a estar limitado. Las articulaciones, paralizadas aún del primer confinamiento, vuelven de alguna manera al estancamiento de marzo. Lejos queda el verano y la aparejada ilusión por recuperar una vida normal. Cada paso que se daba era más bien un pasito, es verdad. Pero ahora han vuelto los pasos. Pasos hacia atrás.

Es miércoles, otra semana con las últimas restricciones. El reloj ya obliga a permanecer en casa. La temperatura es agradable. No hace frío ni hace calor. Cualquier inglés que se preste desfilaría en bermudas. En la entrada de la calle Larios hay dos personas: José Luis Romero y Daniel Olmo. Cuando todo era normal, a estas horas, era una de las vías peatonales más transitadas de Europa. Si las luces de Navidad son como el maquillaje que tapa ciertas imperfecciones, Málaga sería la diva que se lo aplica frente al espejo a la espera del gran estreno. El problema es que esta vez las taquillas permanecen cerradas y aunque se abrieran no habría a quien venderle entradas. Y cuanto más avanza la noche, más resaltan las cicatrices que va dejando la pandemia.

José Luis es uno de los agentes de la Policía Local que patrulla la calle. Lleva 20 años de servicio en la ciudad, tiempo suficiente para haber visto muchas cosas. «Pero a esto no te acostumbras», dice. Parece serio. La única banda sonora de la noche la pone el altavoz fijado a su chaleco, que reproduce frases inconexas y pitidos que circulan a través de la emisora. Hay tanta soledad que parecen psicofonías moduladas. «Me siento raro cuando tengo que mandar a la gente a sus casas. No estamos en una dictadura, es chocante», repite.

La gente cumpliría a grandes rasgos. El viernes y el sábado, señala Daniel, reciben más avisos. Una fiesta clandestina en un piso. Dos, tres, diez. Quizá, alguna más. «Nosotros nos acercamos, pero prima la inviolabilidad de la vivienda», explica que muchas veces sienten que tienen las manos atadas. Mejor no desmoralizarse, asegura, aunque ya no ve persianas bajadas. Empieza a ver la ruina económica que hay detrás: «Yo soy funcionario, vale, pero mi mujer tenía una empresa para organizar eventos y lo ha tenido que dejar».

Málaga se había convertido en una ciudad de superlativos. Encontrar aparcamiento en días determinados y a horas determinadas: misión suicida. Vías de acceso y calles atrofiadas de coches, atestadas como un piso de estudiantes los jueves.

Ahora se puede ir desde la capital hasta Benalmádena en diez minutos. Es el viaje que separa a Rafael Olid de su trabajo. Tiene 42 años. Luce con el cabello moreno repeinado hacia atrás y el uniforme elegante de recepcionista en el Hotel Molina Lario. Acaba de llegar su relevo para el turno de noche y tiene tiempo para encenderse un cigarro. Se deja caer en la puerta y mira a su alrededor. «Trabajo 13 años aquí, es una locura lo que está pasando. El hotel tiene 103 habitaciones, siempre estaba lleno». Clientes ahora apenas hay. Alguno por viaje de trabajo, si acaso. Las noches en la recepción, explica Rafael, dan para reflexionar: «No viene nadie y tienes más tiempo para pensar».

Algo habría sacado en claro, aunque no quiere desenfundar: «Prefiero que se quede para mí». Que esta crisis sea el fin del turismo en Málaga le resulta inconcebible. Los clientes más fieles ya estarían reservando otra vez. «Para julio y agosto», matiza enseguida.

Salvador Salas
Imagen principal - Málaga tras el toque de queda: la ciudad sedada
Imagen secundaria 1 - Málaga tras el toque de queda: la ciudad sedada
Imagen secundaria 2 - Málaga tras el toque de queda: la ciudad sedada

La vida ahora está entre las cuatro paredes y necesita que la alimenten. Hay quienes se encargan de ello. Luis Torres atraviesa una desierta Plaza de la Marina, subido en una bicicleta del Decathlon. Los repartidores de Glovo, JustEat y Uber son el colectivo más presente en las calles. Las pulsaciones de la ciudad están por los suelos y las de Luis están por las nubes. Mira la pantalla del móvil que tiene atornillado al manillar: «Hoy ya llevo 70 kilómetros». Es el esfuerzo diario que requieren los «700 o 800 euros netos» que acabará cobrando al final de mes. Atravesar la ciudad, explica este joven venezolano de 21 años, ahora es más fácil. Hay una circunstancia que le preocupa más que el tráfico: las propinas van menguando cada vez más. «Lo puedo entender, hay gente que está perdiendo sus trabajos», dice con resignación.

El toque de queda en la calle se percibe de la misma manera que suena: chocante. El último toque de queda en Europa se remonta a la Segunda Guerra Mundial. Lejos quedan las imágenes de un centro alegre y festivo. Saturado, a veces. La Plaza de la Merced: vacía. Mitjana: vacía. La Plaza de la Constitución: vacía. El resto de las calles: igual. El panorama también es un anabolizante para agoreros. «Nos arruinan», reza un cartel en un edificio en la calle San Agustín.

Existe un paralelismo entre lo que ven los ojos y emite luego el cerebro. Es fácil intuir el drama personal que se esconde detrás de cada negocio cerrado. El empresario que teme la extinción. El trabajador que teme por el sustento de su familia. Hay tanto espacio que resulta asfixiante. Los próximos meses, quizá años, dictarán la sentencia y hay tres opciones cómo salir de esta: mal, muy mal o fibrilando.

«Nos jugamos la supervivencia», afirma Lorenzo González. «Licencia 599», remarca. Es uno de los dos taxistas que quedan en la Plaza de la Marina. Ya no son las once ni las doce, son casi las dos de la madrugada. Puede pasar, porque esas cosas pasan ahora, que acabe el día sin haber dado una carrera. Si no fuera por los 10.000 euros que ha recibido del ICO, afirma Lorenzo, ya habría «hincado el pico».

-¿Tan mal está la cosa?

-«Esto no lo debería ni decir, pero yo ya sé de compañeros que han dejado de pagar la luz y el agua».

La supervivencia de la que habla Lorenzo tiene para él forma de ampolla. Un todo o nada de casino. «El límite es el verano. Si para entonces no hay una vacuna y pueden volver los turistas con normalidad, aquí se va a pasar mucha hambre», sostiene. El taxi nunca habría dado para hacerse rico, pero daba para vivir. Ahora echas 15 horas al volante y estás al frente de un negocio de nula rentabilidad. Quitando las carreras a urgencias, los pocos clientes que afloran se repartirían en este orden: «Gente que viene de una fiesta clandestina y ha bebido, gente que viene de pillar droga y gente que viene de o ha quedado para tener sexo».

Los que antes tenían sexo de imprevisto, si eran responsables, pasaban antes por la ventanilla de la Farmacia Caffarena. Guía su voz a través de la mascarilla la farmacéutica Eva Venegas: «Esta tranquilidad no es normal». Preservativos ahora se venden menos. «Casi todo son antibióticos. Ten en cuenta que aquí vienen muchas personas con covid».

Sortear a alcoholizados empieza a sonarle a reliquia a otro grupo que permanece activo. Son Anabel, Fran, Miriam y Antonio. Están acostumbrados a las asambleas. Deciden de forma conjunta no dar los apellidos. Son operarios de Limpieza de Málaga, aunque aún lucen los colores de la extinta Limasa. «Ha bajado el volumen de basura, pero pesa mucho la soledad», señala Miriam. Le gustaría volver a lo que había antes, cuando el centro era como un cuadrilátero gigante que aceptaba a cualquier tipo de púgil nocturno. Ya ni se acuerda de cuando tenía que ponerse seria porque las bromas, como casi todo, tienen un límite. Miriam gira la cabeza y mira a su alrededor. No reconoce a su ciudad. «Pesa mucho la soledad», repite.

La misma soledad que transmite más tarde una joven que sale del Pasaje de Chinitas y enfila la calle Larios. La imagen que deja a su paso recuerda que Málaga está en un túnel del tiempo, pero al futuro le falta contorno.

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