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Un voluntario de Cruz Roja entrega a un subsahariano un bocadillo para el desayuno. : Salvador Salas

Tiro de Pichón: el último operativo

Los inmigrantes dejan el pabellón y Cruz Roja gestiona su traslado a otras ciudades

Jueves, 28 de junio 2018, 00:25

Jan tiene 21 años y un teléfono móvil del que no se separa desde el sábado pasado. Busca entre sus vídeos y le da al 'play'. «Mira», dice para enmarcar la historia que está a punto de contar. Las imágenes muestran su rostro desencajado por el calor y la angustia mientras avanza por el Monte Gurugú, en Marruecos, el refugio que acoge a miles de migrantes que, como él, esperan dar el salto a la tierra prometida. Apenas se entiende lo que dice, aunque se adivina la súplica, porque Jan lleva a hombros a su sobrina de dos años. El cuerpecito de la niña reposa desfallecido sobre el de su tío, que sigue pegado a ese móvil porque desde que llegó al Puerto de Málaga, en la patera con la niña, no ha vuelto a saber nada de ella. Los técnicos de la Cruz Roja que lo han atendido en estos días en el polideportivo de Tiro de Pichón tratan de tranquilizarlo: la pequeña fue llevada directamente a una familia de acogida y «parece que está bien» –le dicen–, pero Jan ya ha cumplido en el pabellón con las 72 horas de custodia policial y ahora, como hombre libre, tiene que tomar una decisión sobre su futuro sin saber qué será de la niña. El llanto desconsolado de su sobrina durante las horas que duró aquel infierno en patera no deja de atormentarlo. «Quiero seguir hacia Francia, allí nos espera el padre de la niña», suspira Jan antes de introducir en su relato otro motivo –uno más– para la angustia: su hermana (la madre de la niña) y el pequeño de la familia, un bebé de diez meses, siguen tirados en Marruecos en medio del inhóspito monte a la espera de saltar a una patera.

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Los cuatro abandonaron su Guinea Conakry natal hace seis meses, y los horrores que cuenta Jan del viaje están a la altura de la tragedia que hoy vive esta familia partida en dos. «Es muy difícil, esto es muy difícil...», solloza el joven derrumbado en una silla mientras los compatriotas que han compartido techo con él en las últimas horas han comenzado a recoger sus pocas pertenencias y a ponerse manos a la obra para ayudar a la veintena de técnicos de Cruz Roja que los han atendido en los últimos días a despejar de camillas, mantas y cajas enormes de comida y agua el pabellón deportivo. El calor es insoportable, pero es su manera de agradecer la ayuda y también de sentirse útiles. Que no es poco.

Los hay de Guinea Conakry, como Jan; pero también de Mali, de Costa de Marfil, de Eritrea y de Ghana. Y todos forman parte del grupo de más de 200 migrantes que fueron rescatados el pasado sábado en el Puerto de Málaga mientras a ambos lados de ese pequeño trozo de infierno la ciudad se mojaba los pies en la playa para celebrar la noche de San Juan.

Vídeo. Pedro J. Quero

Desde allí, los varones adultos (la gran mayoría) fueron conducidos hasta las dependencias deportivas, donde quedaron bajo la tutela de la Policía Nacional. También de Cruz Roja, que primero proporcionó a los migrantes asistencia sanitaria y humanitaria y una vez pasado el plazo legal comenzó con la labor social: es la que se ha completado en las últimas horas tras la compleja organización de los traslados a otras ciudades de España, y que terminó, ayer por la tarde, con el desmantelamiento del operativo de Tiro de Pichón. Los técnicos han trabajado a destajo en la búsqueda de opciones para el reparto, bien atendiendo a las preferencias de los migrantes o bien a la existencia previa de una red familiar en otros puntos de España. Durante la mañana comenzaba la diáspora: a mediodía, un centenar de personas se montaban con sus billetes y una bolsa con comida en los primeros autocares; les siguieron otros cincuenta a lo largo de la tarde y unos 80, en fin, quedaron bajo la protección de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (Cear) en Málaga porque han pedido asilo.

«Tú tienes la pulsera blanca: no hay problema, llegarás a Bilbao», confirma una de las técnicos a un chico que no sabe en qué fila colocarse. Los de la blanca, como él, harán la ruta del interior (Madrid, Zaragoza, San Sebastián o Bilbao). Los de la rosa, la del Mediterráneo, con parada en Almería, Murcia, Valencia o Barcelona. Hasta la ciudad condal viaja Mohamed, de 25 años, que está solo y no sabe lo que va a encontrar allí. Seguramente no sea peor que lo que lleva a las espaldas, porque este joven universitario diplomado en Industria lleva cinco años de huida. «De ellos, más de un año en Marruecos esperando a saltar», admite. Luego vinieron las nueve horas en patera, de las que prefiere no hablar. Y ahora, la incertidumbre. «Me gustaría quedarme en España, aprender español e incorporarme al ejército», dice mientras mueve la cabeza en un 'no' rotundo cuando se le pregunta si no tiene miedo a que, en ese caso, tenga que sumarse a una guerra. Como si la batalla no fuera ya, de por sí, en su mochila. «No, no», insiste deslizando el dedo por la pantalla de su móvil y buscando un contacto que no encuentra. «¿Me puedes apuntar tu teléfono aquí? Es que no tengo a nadie en España. Por si algo falla (...)», ruega con un papelito blanco en la otra mano.

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Los traslados siguen dos rutas: la del Mediterráneo, hacia Barcelona; y la del interior, hacia el País Vasco

Los 'smartphones' se han convertido para ellos en un cordón umbilical imprescindible que los une a lo que dejan atrás y a lo que les espera en cualquier rincón de Europa. Algún conocido, quizás un familiar para los que tienen esa suerte. El martes, muchos de ellos celebraron como maná caído del cielo que Cruz Roja les facilitara una clave de wifi para que pudieran contactar con sus familias. «Hay gente que entiende como un lujo, y que incluso critica, cómo pueden llegar con sus móviles, como si ellos no tuvieran madres que esperan una llamada confirmando que no han muerto en el Estrecho», dice Rosa, técnico de la organización, entrando de lleno en esa reflexión políticamente incorrecta que más de uno comparte en privado cuando ve las imágenes en la televisión desde su confortable sofá. Resuelve también la duda que asalta a cualquiera que se pregunte cómo es posible que los móviles aguanten el trayecto en patera. Que no se mojen: «Los envuelven en preservativos, uno por arriba y otro por abajo», explica haciendo un gesto con las manos.

Aunque suene extraño, los profilácticos se los proporcionan las monjitas de un convento de Nador que ayudan así como pueden y que son capaces de predecir gracias a ese detalle cuándo habrá avalancha de pateras en el Estrecho. «Cuando hay mucha petición de condones para proteger los móviles es que los migrantes están ya listos para salir en cualquier momento». Pocas veces fallan. Y Rosa suma a la peculiar predicción del otro lado del Estrecho la suya propia y la de los profesionales de Cruz Roja que han desmontado el (pen)último operativo en Málaga: «El verano va a ser muy, muy intenso».

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