Por la pandemia llaman más personas que nunca. Carmen Orellana es la orientadora más veterana en Málaga. Aquí narra lo experimentado a lo largo de 40 años. Un viaje por la soledad y los miedos de los malagueños
Un vaso de agua en la mesa, unos auriculares con micrófono y un ordenador. Eso son las herramientas físicas que necesita Carmen Orellana (71) para afrontar su turno de trabajo. Lo demás, los intangibles que siempre aportan el valor añadido, los pone ella. Ya son 40 años que los lleva cultivando. No hay nadie en Málaga con más horas de vuelo en el Teléfono de la Esperanza. Aunque no es nueva Carmen siente que ahora la necesitan más que nunca. El coste de la pandemia está siendo muy alto para muchas personas que acusan la ausencia de relaciones sociales o tienen miedos existenciales. A algunos ya les cuesta hasta respirar por la cantidad de problemas que se van acumulando.
Carmen, que recuerda a ese tipo de suegras que uno siempre ha querido tener, toma asiento. Viste una blusa con estampado de leopardo. Gira la cabeza y entrecruza las manos. Luego lanza una sonrisa cariñosa que llega mal le pese a la mascarilla. Ahora se dispone a trazar un protocolo anónimo que va de días largos y noches vacías. Un testimonio que luego servirá para levantar acta sobre el estado actual de la sociedad malagueña porque aquí llaman personas de todo tipo. Las que simplemente quieren que alguien les escuche porque no tienen a nadie con quien hablar. Personas que demandan ayuda velada para salir de algún laberinto que plantea la vida. Y también las que han dejado cualquier tipo de esperanza atrás, con la consecuente conclusión de que lo mejor que pueden hacer es forzar el punto y final.
La voz de Carmen es firme como una jeringuilla que se introduce en la piel y al mismo tiempo es suave como una nube. Suave como el beso de una abuela a su nieto. La voz de Carmen es poderosa porque ha aprendido la lección más importante: escuchar mucho y hablar poco. El mayor tiempo es justo eso lo que hace. ¿Qué es lo primero que escucho si llamo al Teléfono de la Esperanza (952 26 15 00)? «Teléfono de la Esperanza, dígame. Si no hablan, que pasa muchas veces, repito: hola, dígame», ofrece una primera aproximación a un trabajo íntimo, cargado de matices y códigos que hay que saber interpretar.
Carmen no pregunta nunca por el motivo de la llamada o por cómo puede ayudar. El inicio de la conversación debe ser siempre lo más abierto posible, como un centrocampista que busca ensanchar el campo con un pase en diagonal. «La persona que llama decide cómo quiere empezar el diálogo», señala con tono didáctico.
Los motivos que fundamentan una llamada serían diversos y ofrecen un mosaico de todas las afecciones que interpelan a la salud mental: «Me siento solo». «Estoy desesperado». Otra frase que Carmen escucha a menudo: «Ya no sé cómo seguir». Los hay, detalla, que simplemente llaman para demostrarse a sí mismos que siguen vivos. «Cada vez que suena el teléfono hay un momento de suspense, nunca sé con lo que me voy a encontrar».
Carmen anda preocupada. Si el Teléfono de la Esperanza es un termómetro de la sociedad, la sociedad malagueña estaría bastante tocada. Desde el inicio de la pandemia se ha disparado el número de usuarios. En 2020 se registraron 13.074 llamadas. En 2019, por eso de establecer el contexto, no se superaron las 6.500. «Lo notamos mucho. Los márgenes, el tiempo muerto que había entre llamada y llamada, se han estrechado mucho». Cuando una persona cuelga enseguida le pondrían en circuito a otra.
Ahora pasa un poco como en la calle: el coronavirus siempre acaba saliendo de una manera u otra, aunque la llamada no sea a causa de la enfermedad. Si hay algo que ha aprendido en estos meses, subraya Carmen, es que las grandes crisis intensifican los problemas de muchas personas. Sacan a relucir a los que ya existían, pero que antes se lograban esconder como la ropa sucia en un piso de estudiantes.
–¿La gente tiene ahora más necesidades que antes?
–Muchos se sienten más solos de lo que ya estaban por la falta de relaciones sociales. Otros te hablan de miedos existenciales, de cómo han perdido su trabajo. También hay problemas de convivencia. Hay muchos problemas que antes eran latentes, pero que ahora se han hecho visibles o han empeorado.
El Teléfono de la Esperanza no es una orden secreta, pero sí hay varios mandamientos que nunca se deben incumplir. Uno es tan sagrado como el siguiente. El preservar el anonimato de la persona que llama y siempre anteponer el escuchar al hablar, los que más. También hay unos estatutos. «Dicen que el teléfono debe ser apolítico, aconfesional y anónimo. Eso fue lo que más me gustó al principio. Y la importancia que se le da a eso de escuchar. Es curioso. Tenemos solo una boca y dos oídos. Pero hablamos mucho más de lo que escuchamos. Creo que si aprendiéramos a escuchar un poco más nos iría mejor a todos. Escuchar es una virtud que se puede aprender y ejercitar», comenta Carmen. En la naturaleza del ser humano parece estar el afán de acaparar siempre más espacio del que se necesitaría para ser feliz.
En el Teléfono de la Esperanza no hay franjas de edades que valgan. Lo mismo llaman adolescentes porque sufren acoso escolar, que lo hacen porque sienten que no tienen ningún amigo. Un clásico son las personas mayores que no logran sobreponerse a la muerte de su pareja: «Los hombres sufren mucho, se sienten muy perdidos. Hay una generación entera que tiene una fuerte dependencia de la mujer. Donde la mujer le decía a su marido hasta el color de los calcetines que debía ponerse».
Carmen ignora a qué sabe la rutina. Cada llamada es como la puerta que da a un cuarto desconocido. Hay algunos trucos que se van interiorizando con los años. A veces le ayuda imaginarse a la otra persona aunque no la tenga delante. Entonces, su cabeza empieza a bosquejar un retrato robot de la persona que está al otro lado de la línea. A veces las conversaciones se asemejan a las que se pueden tener en la barra de un bar o en el banco de un parque. No hay un predominio por género. Las llamadas se reparten de manera más o menos equitativa entre mujeres y hombres. «No siempre una mujer prefiere hablar con una mujer», matiza.
La manera en la que Carmen se convirtió en orientadora dice muchas cosas. Hubo un momento en el que fue ella quien estaba atravesando un bache. Necesitaba ayuda. «Una amiga me preguntó si conocía el Teléfono de la Esperanza. No tenía ni idea, pero probé», recuerda. Aquella llamada acabaría cambiándole la vida.
¿Qué aptitudes hay que traer de fábrica si alguien está interesado en hacerse voluntario? «Yo diría que son tres: empatía, sentido común y que te importen los demás», contesta. No todo el que quiera vale. La mayoría nunca acaba descolgando un teléfono. Hay filtros importantes que se tienen que pasar. Psicólogos forman a los orientadores de manera continua. Saber cómo llevar una conversación, cómo se maneja una situación en la que alguien expresa intenciones de querer suicidarse o qué formulaciones es mejor evitar. El asesoramiento engloba todo eso. Algunos se darían cuenta, entonces, que no sirven. Escuchar todos los días el sufrimiento ajeno exige poner una barrera para que los problemas de otros no se conviertan en problemas propios.
– ¿Recuerda cómo fue el primer turno, la primera llamada?
– Claro. La primera llamada siempre se recuerda. Fue una chica. Por la voz diría que bastante joven. El motivo de la llamada fue porque un profesor suyo en el instituto la estaba acosando. Y ella no sabía muy bien qué hacer.
– ¿La llamada que más le impactó?
– Hay muchas. Pero recuerdo una mujer que llamó para decirme que se iba a quitar de en medio. Yo intenté mantenerla con vida, pero noté como su voz se iba apagando poco a poco. Luego se hizo silencio. Ella no colgó y la llamada se quedó retenida hasta que se reanudó la línea. Me pregunté si estaba dopada de medicamentos o si realmente se había ido. Esa incertidumbre se me ha quedado para siempre. Hoy día podemos llamar a la Policía si hay un riesgo manifiesto para la vida y ellos rastrean la llamada.
Para no erosionar el muro de protección que se levanta entre la persona que llama y el orientador hay reglas que no se deben romper. Cuando finaliza su turno, Carmen nunca comparte lo vivido con nadie. Ni tan siquiera con sus familiares más cercanos. En las conversaciones se exponen situaciones muy privadas que, sin la garantía del anonimato absoluto, no serían posibles. Los orientadores tampoco deberían dar consejos ni juzgar a las personas. ¿No es eso por lo que llama alguien que está atravesando una crisis, para que le den un consejo? A nadie, explica Carmen, le gustaría que le instruyan por el teléfono: «Tampoco se puede esperar de nosotros que tengamos una solución para todos los problemas».
No hay una duración establecida para las llamadas. La media podría estar en los 30 minutos. Depende de cada caso. Carmen ha tenido conversaciones que se han estirado hasta las dos horas. «Cuando detecto que se ha llegado a un bucle que ya no aporta nada, entonces sugiero que hay otras personas a las que también les gustaría ser atendidas».
– ¿No es muy difícil comprender a alguien si no se ve, sin la información que aportan los gestos?
– Fácil no es. No veo los movimientos de la cara, si las manos están tranquilas o nerviosas. Dependes de lo que escuchas.
Carmen ha desarrollado un sexto sentido para filtrar las emociones a través de la voz. Sabe cómo interpretar los golpes de los silencios. Detecta si alguien tiene miedo o si está eufórico: «Cuando han bebido me doy cuenta enseguida».
– Llevamos más de 70 minutos de conversación. ¿Cuándo es su próximo turno?
– El martes por la mañana.
Que sea una conversación beneficiosa para ambas partes.
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