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Confiesa que se ha acostado a las seis de la mañana por la presentación de un libro, un acto que en principio no tenía que ... alargarse: «Pero por la noche no tengo voluntad». Tecla Lumbreras, referente de la cultura en Málaga, peculiar e ingeniosa, arrastra las palabras cuando habla pero no las ideas, que le brotan desordenadas y divertidas. Acaba de ser renovada como parte del equipo de gobierno de José Ángel Narváez en la Universidad. Hace cuatro años, ya como vicerrectora de Cultura, tras una larga etapa docente, creó en Teatinos el Contenedor Cultural, un espacio para artistas e intelectuales consolidados pero también para raperos, skaters y músicos ambulantes, una heterogeneidad que resume su espíritu casi con tanta fidelidad como lo hace el eslogan inicial del proyecto: «No todo va a ser estudiar».
–¿Es usted la primera o la última hippie de Málaga?
–La verdad es que fui hippie antes que comunista. Luego entré en la facultad, todavía con Franco, cuando te jugabas el tipo. Hice muchos amigos, entre ellos José Miguel Hermoso, que fue mi pareja, y me afilié al Partido Comunista.
–¿Alguna vez le ocurrió algo?
–Alquilamos un local que teóricamente era una asociación cultural, aunque en realidad se organizaban reuniones clandestinas. Un día llegó la Policía. Como yo era de buena familia, el local estaba puesto a mi nombre. Me fui a casa de un amigo para que no me encontraran y pusieron una orden de búsqueda y captura. Mi padre me comió el coco para que fuese a la comisaría, aunque yo me resistía porque pensaba que me meterían en el talego. Llegué allí y dije que aquello era un local cultural. El inspector respondió: «Pero si sólo hay una cama y botellas de vino».
–Después emigró a París...
–Me fui con mi novio, que era guitarrista. En principio íbamos a estar quince días, pero nos quedamos dos años. Fue la mejor universidad que he tenido. Empezamos limpiando casas. Luego subimos de nivel y limpiábamos las oficinas de una productora de películas de serie B. Yo flipaba con los carteles. En la 'poubelle' (papelera) encontré un tubo de cartón. Lo cogí por si podía servirme. Cuando lo abrí, ya en casa, vi que tenía tres dibujos de Elmyr de Hory, el falsificador. Orson Welles hizo una película sobre él, 'Fraude'. Otra película, 'Los modernos', plantea el tema de la cantidad de museos que están llenos de falsificaciones.
–Usted siempre ha reivindicado la cultura lejos de los ambientes elitistas.
–En París vimos que había músicos en el metro. José Miguel probó un día y llegó con la funda de la guitarra llena de francos. Dejamos la limpieza, claro. Él tocaba y yo pasaba el platillo «pour la musique». Vivíamos en un piso en el barrio de Marais, al lado del Pompidou. Allí vi a Dalí, que inauguraba una exposición. Los trabajadores del centro se habían puesto en huelga y él se unió para repartir panfletos. También fui a un concierto de Xenakis, descubrí la danza contemporánea... Nunca he sido tan feliz.
–¿Conoció allí la libertad?
–Claro. Huíamos del franquismo. Recuerdo que, cruzando la frontera, en el autobús, dos chicos se dieron un morreo y gritaron: «¡Viva la liberté!». Era como descubrir Europa. Yo hice un cuadernillo. Lo voy a buscar...
(Busca en un altillo y muestra un cuaderno con dibujos, poemas, fotografías y frases anotadas a mano).
–«Aquel que ha contemplado la belleza está predestinado a la muerte».
–Fue algo que escuché en una película de Fellini y me impresionó.
–«Yo también soy una pequeña ramera».
–Entonces veníamos del amor libre, de mayo del 68. Con quince años tuve un novio muy celoso. Aquella relación fue un castigo pero también una lección para el resto de mi vida.
–¿Y cómo valora ahora esta involución en las relaciones entre adolescentes, cada vez más posesivos?
–No todos son iguales. Algunos practican el poliamor. Nosotros éramos también una minoría, aunque creyésemos que el mundo funcionaba así. Ahora creo que ocurre igual. En el Contenedor Cultural tengo a mucha gente joven, becarios que son la caña y con los que estoy encantada. Éste es su siglo, no el mío.
–Hace falta generosidad para reconocer eso.
–Yo lo tengo tan claro... El siglo XXI es de los jóvenes. Aprendo mucho más de ellos que ellos de mí. Cuando les hablo del siglo XX, me miran como si a mí me hablaran del XIX. Mis alumnos de este año han nacido en 2001, que para mí fue ayer.
–¿Qué es lo último que ha aprendido de ellos?
–Cuando trabajas mucho la noche, como yo, te encuentras con gente joven. Me encanta hablar con ellos, oírlos, y me jode que constantemente les digan que carecen de futuro. Ellos también tienen aspiraciones. Siempre les animo a no que no abandonen sus pasiones, aunque tengan que aceptar un trabajo de mierda hasta que puedan hacer lo que quieren. Yo empecé tocando en el metro y ahora soy vicerrectora de Cultura.
–¿Cree que les han amputado el futuro?
–Totalmente. ¿En nombre de quién? Controlan los medios digitales, las redes... Cuando voy con ellos a un bar o una discoteca, a la vez están con el móvil...
–Mirando Tinder, seguro.
–¡A mí me han hecho un Tinder! Lo uso por ver de qué va la película, pero no he llegado a tener citas. No sé por qué. Soy más de encontrarme con alguien de pronto...
–Hay gente que nace y muere mayor, como si la vida le pesara.
–Son ellos quienes tienen un problema. Yo no sé por qué habré salido así, quizá porque mis padres eran modernos para su época. Mi padre era del País Vasco y mi madre tenía ascendencia alemana. Eran muy creativos. Nunca me dijeron a qué hora debía volver a casa. Al principio pensé que no me querían, porque éramos nueve hermanos. Una vez se olvidaron al pequeño, hasta que hicieron recuento y se alarmaron.
–¿Cómo marca haber compartido juegos, ropa e infancia con otros ocho hermanos?
–Te da habilidades sociales para buscarte la vida y que los mayores no te esclavicen. Era como un campamento.
–¿Por qué volvió de París?
–Yo no quería, pero habíamos estudiado Filosofía y Letras y se suponía que nuestro futuro era preparar oposiciones para ser profesores de instituto. Fuimos a Madrid, pero la noche antes del examen nos dio el punto de que no conocíamos Salamanca, así que cogimos el coche y nos plantamos allí. Nos dieron las tantas. Un colega nos despertó, pero teníamos tanto sueño que nos quedamos en la cama.
–Por entonces no pensaba en el futuro.
–Nunca he pensado en el futuro. Mucha gente creerá que lo he planificado todo, pero juro que jamás he pensado más allá del ahora. El futuro se me olvida y por la noche no tengo voluntad. He ido como perdiéndome en el camino. No he seguido una línea recta, pero siempre he buscado mi pasión. Ahora me doy cuenta: cuando trabajaba en el Colegio de Arquitectos me llamaron para una sustitución en un colegio de Ronda. Por entonces yo tenía el pelo verde. Cuando llegué, los niños no paraban de mirarme la cabeza y susurraban cosas. Fue una sustitución de quince días. Luego me ofrecieron una prórroga, pero lo rechacé. Mis padres no daban crédito.
–La galería del Colegio de Arquitectos, de la que fue directora, funcionó como agua en medio del desierto cultural que entonces era Málaga.
–No había nada. Los artistas venían por la cara, en coche... Todo era por amor al arte. Luego, en los noventa, las administraciones se pusieron las pilas porque se dieron cuenta de que la cultura podía servirles para darse relumbrón, que nadie se metía con una exposición o un concierto. Siempre han usado la cultura como un florero.
–¿Qué le parece la red de museos, esta Málaga cultural de ahora?
–Creo que han convertido Málaga en un parque temático. Yo ya no bajo al centro: sólo hay riadas de turistas. Está muy bien lo de construir museos, pero si no creas un tejido cultural alrededor no sirve de nada. Ahora que llevo dos salas compruebo que no hay espacios para los creadores. No puedo atender tanta demanda para exponer. Hemos levantado grandes museos, pero no hay un ecosistema que lo rodee.
–Le voy a leer algo que dijo usted en 1993: «La burguesía malagueña es muy cateta y no ha dado el paso a la cultura». ¿Ha cambiado algo?
–No mucho. En esta ciudad siempre ha habido una burguesía casposa, nuevos ricos a quienes no les interesa la cultura. No hay una tradición coleccionista, por ejemplo, como sí ocurrió en el siglo XIX.
–Pero, por su condición portuaria, Málaga siempre ha sido una ciudad históricamente abierta, acogedora. ¿Tendría sentido ponerle puertas al turismo?
–Todas las ciudades portuarias son un poco putas. Málaga se abre a todo lo que viene de fuera. Yo distinguiría entre viajeros y turistas. El turismo actual es depredador y conduce a la gentrificación. Antes, mis alumnos vivían en el centro. Con los apartamentos turísticos ahora eso resulta imposible. La mayoría vive ya por el Cónsul y dentro de nada acabarán en Los Asperones. Ni siquiera pueden permitirse un piso en Teatinos, que fue concebido como barrio universitario. El turismo es un sector muy delicado, porque ocurre cualquier movida y desaparece. No puedes centrar la economía de toda una ciudad en eso. Es pan para hoy y hambre para mañana, aunque ahora parece que también están apostando por el sector tecnológico.
–Usted también trabajó en la Diputación. Por entonces la política no estaba tan denostada como ahora.
–Había conseguido una plaza en la facultad. Creo que fue la primera vez que mi madre estuvo realmente orgullosa de mí. Pero a los tres meses me llamó Montse Reyes, a quien no conocía, para proponerme dirigir el Área de Cultura. Yo ni siquiera militaba en el PSOE, pero no sé, siempre me han visto muy roja. Menos mal que ya no era tan joven y no dejé la Universidad del todo, sino que sólo renuncié al tiempo completo.
–¿Sufrió interferencias políticas?
–Hubo cosas, pero yo iba por libre. A Montse, de hecho, la echaron dos años después. Málaga siempre ha sido un poco madrastra, como decía Pepe Aguilera: no se porta bien con sus hijos, pero venera lo que viene de fuera. Fuimos varios años a Arco para promocionar a artistas locales, dedicamos una sala a artistas mujeres, otra a jóvenes... Éramos muy adelantados. Organizábamos ciclos de música, cine, telón abierto...
–Usted que siempre ha peleado por trabajar en libertad, ¿cómo lleva la corrección política?
–Fatal. Nunca he sido políticamente correcta. En los ochenta éramos más modernos que ahora. Hacíamos cosas que ahora serían impensables, o al menos muy complicadas de sacar adelante. En televisión había programas de entrevistas a los que iba gente que salía ciega o fumando porros. Ahora sería imposible, los lapidarían. Es una involución total, sobre todo en el mundo de la cultura, que se supone que debe ser vanguardista. Siempre me ha encantado relacionarme con creadores porque ven cosas que otros no vemos. Yo digo todo lo que pienso. Con la edad que tengo... ¡Si me echan, que me echen! No voy a cambiar ahora mi espíritu por mantenerme.
–¿Ha pedido más veces perdón o permiso?
–Soy una buena chica. Si tengo que pedir perdón, lo hago, pero me niego a pedir permiso. Al principio los funcionarios me regañaban por prestar demasiada atención a los becarios, pero es que la gente joven está haciendo cosas que son la caña. Apuesto por ellos, por su rollo alternativo y transgresor. Y los funcionarios han acabado apasionándose por ese trabajo. ¿Para quién voy a programar?, ¿para mí? No iría ni dios, sólo los colegas que no han muerto. Y no hay muchos.
–¿Cómo lleva la pérdida?
–He sufrido pérdidas importantes. José Miguel, con quien fui a París, se suicidó. Fue terrible. Estoy contando cosas que no sé si... Hubo un momento en que pensé irme, quitarme de en medio, pero decidí vivir. Fue como una lección: o me mato yo también o vivo. Y decidí vivir.
–Que no sobrevivir.
–Exacto. Vivir, no sobrevivir. También perdí a mi hermana y a mi última pareja, Alfonso, que fue como un regalo...
–En uno de sus artículos en SUR le dedicó un poema de Auden: «Para Alfonso, que iluminó mis días y mis noches dejándome en la oscuridad súbitamente».
–Fue un amor maduro. Ya nos habíamos dado cuenta de que la vida iba en serio, como decía Gil de Biedma. Cuando éramos jóvenes nos creíamos que todo iba a ser divertido. Hay gente que aprende y otra que no, que lo paga con la vida. Lo de Alfonso fue desgarrador: de pronto dejó de estar. Le dio un infarto y yo no estaba con él. Era bróker, estaba bien de salud. No tenía nada que ver con mi mundo, pero era encantador, divertido... Se acopló de puta madre al mundo de la cultura. Por la mañana estaba a su rollo y por la tarde me preguntaba: «Teclita, ¿esta tarde qué tenemos?». Se ganó a todos mis amigos, organizaba unas fiestas... Luego me di cuenta de que había sido un regalo que la vida me había dado y también me había quitado. Es una maravilla haber disfrutado diez años con él. En el tema del amor he tenido mala suerte, pero he tenido muy buenos amigos y he trabajado en lo que me apasiona. La cultura ha sido una tabla de salvación. Descubrí que había que pensar lo menos posible en el pasado.
–No entiendo por qué dice que ha tenido mala suerte en el amor. ¿Asocia el éxito de una pareja a su permanencia?
–Lleva razón. Pienso igual, pero me dejo llevar por lo que dicen otros. He tenido amores que han sido... la hostia. Con José Miguel pasé mi juventud. Luego tuve otra relación y conocí la pasión, que es como vivir a través del otro. Flipas con esa persona. Estoy hablando más de la cuenta... Está bien conocer la pasión, pero no hay que dejarse llevar por ella toda la vida, porque es un sinvivir. Lo mejor es que te quieran y te cuiden.
–¿Y cómo digirió la orfandad?
–Es duro, muy duro, pero como ya había perdido a una pareja y a mi hermana quizá me pareció más natural... Cuando murió mi hermana, se lo dijimos a mi madre y nunca he visto tanto dolor. Era un dolor físico, se agarraba el pecho, como si le hubieran quitado algo. «Le voy a seguir muy pronto», nos dijo. Y murió a los tres meses.
–¿Se quedó con ganas de decirle algo a sus padres?
–Eso es una putada. Te das cuenta de que conoces a los padres como padres, pero no como personas que han tenido historias, amores... Me hubiera gustado hablar más con ellos, pero por entonces las niñas no podíamos tener curiosidad.
–¿Qué hubiera sido de usted sin curiosidad?
–Hubiera sido una petarda. Las mujeres no podíamos ni abrir una cuenta en el banco. Imagino que mi madre lo llevaría regular, pero yo no tengo la sensación de haber sufrido situaciones machistas. Pertenecimos a una generación bastante putona, los hijos del mayo del 68.
–¿Los hombres siempre le han tratado de igual a igual?
–De pequeña me relacionaba con niños y nunca me sentí humillada ni puteada, aunque el sistema... No me casé porque no quise, y no tuve hijos porque tampoco quise. Hubiera tenido que renunciar a mi auténtica pasión. Una vez me hicieron la carta astral, que se llevaba mucho en la época hippie, y me dijeron que en otra vida había tenido muchos hijos. Quizá por eso siempre he tenido tan claro que no quería.
–Lou Reed murió mirando a los árboles y haciendo taichí. ¿Cómo le gustaría morir a usted?
–En el mar. Como Alfonsina (Storni, la poeta), metiéndome poco a poco en el agua hasta desaparecer. Estoy a favor de la eutanasia. No me gustaría dar el coñazo a nadie. No quiero vivir dependiendo, aunque eso lo digo ahora. Amo mucho la vida y quizá luego me ocurre algo y me agarro a ella. Siempre pienso que acabaré en una residencia. Querría montar un hotelito con amigos en la costa y hacer un casting para elegir a enfermeros buenorros.
–¿Cree en las cuotas?
–Son necesarias porque desgraciadamente no hay paridad. No es una cuestión personal. Me encantan los tíos y trabajo estupendamente con ellos, pero hemos estado décadas puteadas. Muchas tías no han podido desarrollar su creatividad. Por lo menos que haya igualdad. Mis amigas me decían de joven que era medio tío. A los tíos os cuesta hacer dos cosas al mismo tiempo: andar y masticar chicle. Las tías hemos sido educadas para llevar la casa, el trabajo, a los hijos... Tienen una capacidad envidiable. Yo no, pero ellas sí.
–¿Quién le ha impresionado más, de todas las personas a las que ha conocido?
–Ahora no sabría decirle, pero he comprobado que la gente más brillante es también la más cercana y sencilla. Los mediocres son los peores: nunca están contentos.
–¿No cree que hay una élite cultural en Málaga con cierto aire de superioridad?
–Seguramente. Yo no practico la superioridad. Cuando trabajaba en la Diputación, a veces estaba hablando con un artista, aunque fuese un colgado, y llegaba algún alcalde o el presidente de la Diputación, y todos esperaban que yo los recibiese. Pero jamás interrumpí una conversación porque hubiese llegado alguien con un cargo. En mi ingenuidad pensaba que la gente con poder es consciente de alguna manera de que quienes los adulan lo hacen porque están buscando algo, pero he llegado a la conclusión de que no son conscientes; se creen que son la hostia, que valen un huevo.
–¿El poder idiotiza?
–No a todo el mundo. Hay muchos currantes que creen en lo que hacen y no son corruptos. No me gusta el descrédito de la política por sistema. Puede llevar a que de pronto salga el listo de turno, un Hitler, y arrase. Tampoco me gusta que nos asusten. El miedo y el descrédito de la política forman una combinación peligrosa. Cuando alguien tiene miedo es capaz de todo.
–Nos hacen tener miedo hasta del más frágil: quien llega casi desnudo, en patera.
–Sí, y nos olvidamos del mogollón de emigrantes españoles que ha habido, entre ellos yo. Entonces no había Erasmus, u Orgasmus. Tener miedo al diferente es una catetada.
–¿La Universidad necesita una sacudida de modernidad?
–Humildemente, creo que desde la cultura estamos cambiando el rollo académico. Siempre ha sido mi objetivo prioritario: crear público joven que consuma cultura. Al principio no les interesa, les parece algo aburrido, porque lo asocian a la alta cultura, a la élite. Pero yo sé que es divertido, que se liga, que se enriquecen... Hemos hecho cosas vanguardistas, como las fiestas de fin de año y San Valentín, traer a Puto Chino Maricón, poner a Amy Winehouse de Virgen, la Última Cena con Ramón Paredes de Cristo... Imagino que al rector le han llegado comentarios puteándome, porque si me los envían a mí... Pero nunca me ha dicho nada.
–¿Nunca le han tirado de las orejas? Me cuesta creerlo...
–Se lo juro. Solamente una vez, cuando cambiamos el ocho de marzo por el xoxo de marzo, me dijo: «Tecla, tía, te has pasado». Pero siempre me dice: «Si ladran, es que cabalgamos». Si queremos estar en el mundo real, en la sociedad, no podemos refugiarnos en el academicismo.
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