Miguel Guerrero, psicólogo clínico
«Un suicidio no siempre da señales de alarma; transmitir lo contrario genera mucha culpa»Miguel Guerrero, psicólogo clínico
«Un suicidio no siempre da señales de alarma; transmitir lo contrario genera mucha culpa»Cuando hace una década empezó a trabajar en las Urgencias del Hospital Costa del Sol se dio de bruces con una realidad inesperada: el goteo incesante de ingresos por intento de suicidio. Se preguntó entonces por qué no se atendían los riesgos y emprendió su ... particular cruzada para derribar los obstáculos que lo impedían. Así nació hace cinco años, gracias a un acuerdo entre el Hospital Clínico y el Costa del Sol, el proyecto Cicerón que, entre sus líneas estratégicas, cuenta con una unidad pionera en Andalucía que atiende a personas en riesgo suicida y a sus familiares.
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–Medio millar de usuarios, más de 600 horas acreditadas de formación a personal sanitario y tres estudios de investigación que han dado lugar a dos publicaciones científicas en revistas de alto impacto. ¿Está satisfecho con los resultados o se podía haber hecho más?
–Estoy satisfecho porque partíamos de casi nada. No había siquiera conciencia, en esta área de salud, en materia de prevención de suicidio. Por eso, todo lo que se ha ido consiguiendo ha sido exponencial. La principal barrera ha sido la pandemia y el confinamiento que llegó un mes después de inaugurarse la unidad. Ese contexto frenó posiblemente la inercia que llevábamos y, en ese sentido, tengo una espinita clavada por no tener más recursos para incrementar la dotación de personal que se dedique exclusivamente a esto.
–Cicerón nació para garantizar la atención psicológica durante la crisis suicida. ¿Cree que está cubierta la demanda asistencial o es claramente insuficiente?
–Hay que ponerse en perspectiva, porque justo ahora es cuando en el sistema de salud se están habilitando más recursos específicos para la prevención del suicidio. Lo que pasa es que partimos de una situación de inversión muy precaria. No obstante, es un error pensar que este asunto es solamente competencia de salud mental. No es así. Hay que tenerlo en cuenta por las expectativas de la ciudadanía, porque la prevención es mucho más amplia, es un problema social y un problema de salud pública que excede lo que es la salud mental.
–¿Y qué se le dice a unos padres cuyo hijo está en riesgo y no pueden costearse un especialista privado?
–Bueno, eso es una realidad a medias. En Andalucía hay un decreto que garantiza que desde que una persona solicita una atención en Atención Primaria hasta que lo ve el especialista no pueden pasar más de 60 días. De hecho no pasan, porque la salud mental pública tiene vías de acceso urgentes o no programadas para personas en riesgo. Y si hay un adolescente que ha realizado una tentativa de suicidio, hay una atención preferencial inmediata. Y luego hay otro compromiso, que tiene que ver con la intensividad. Ahí es cierto que tenemos más problemas. ¿Qué ocurre después? Si esas personas necesitan ser atendidas con mayor frecuencia y evidentemente la ratio de profesionales no da para poder sostenerlo, eso empieza a ser una barrera en la atención. Es decir, que el sistema está respondiendo a las situaciones de crisis, pero luego es verdad que tiene muchas dificultades para poner en marcha todas las estrategias de prevención y la intervención que sabemos que son eficaces. Y ahí, precisamente, entra Cicerón. Como esta unidad está restringida solamente para estos casos, aquí sí que podemos garantizar no solamente la accesibilidad, sino que además se atiendan con una frecuencia y una intensidad diferente a la que podrían tener en su centro de salud mental de referencia.
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–¿Hay un perfil definido en cuanto a edad, sexo, educación o clase social?
–No hay perfil como tal, pero como conocemos los factores de riesgo de la conducta suicida, sí podemos identificar determinadas poblaciones y colectivos que sí tienen más predisposición al riesgo de suicidio. No es tanto un perfil de una persona concreta, sino de colectivos. Así, como colectivos vulnerables, en función de las variables sociodemográficas, tenemos el género. Sabemos que el hombre presenta tres veces más frecuencia de suicidios consumados que la mujer, con una proporción de tres a uno. Sin embargo, en cuanto a intentos de suicidio es al contrario. Son mayoría en las mujeres. En cuanto a la edad, tenemos dos tramos de riesgo: los adolescentes y las personas mayores de 65 años. El riesgo de suicidio aumenta conforme se avanza en edad. Y luego, curiosamente, los hombres entre 40 y 55 años, que son la mayor parte de los que fallecen por suicidio en España, suele ser un perfil que está aquí infrarrepresentado. Eso nos llama mucho la atención porque en esta unidad no es un perfil que pida mucha ayuda al sistema sanitario.
Aunque el fallecimiento entre jóvenes entre 15 y 29 años representa menos del 8% del total de los suicidios, paradójicamente es la primera causa de muerte global en esa franja de edad. Por eso, para nosotros es también una población de riesgo. Pero hay otras poblaciones vulnerables: las personas que tienen trastornos mentales graves; las que tienen enfermedades crónicas o sufren dolor crónico; las que han vivido situaciones de violencia, de abuso, de maltrato, y las personas que se encuentran en exclusión social, sea por el motivo que sea.
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–¿Siempre va asociado a un problema de salud mental?
–No siempre. Padecer un trastorno mental es un factor de riesgo. ¿Esto qué significa? Pues que si una persona está sufriendo depresión, tiene mayor probabilidad de poder tener tanto ideas suicidas, como realizar intentos de suicidio o fallecer por suicidio. Pero la realidad es que la inmensa mayoría de las personas que tienen problemas emocionales o psicológicos no van a morir por suicidio. Es decir, no podemos confundir lo que es un factor de riesgo con un factor explicativo. ¿Por qué? Porque incluso en las personas que tienen problemas psicológicos existen otros muchos factores que influyen para que la persona pueda involucrarse en una conducta suicida. Es decir, el suicidio no podemos considerarlo un síntoma de una enfermedad o de un trastorno, sino que es una conducta humana, que es compleja, y en la que influyen muchos factores. Uno de ellos puede ser la salud mental, pero no exclusivamente. Por tanto, es un mito que hay que derribar: no podemos pensar que solamente las personas que tengan enfermedades mentales se van a suicidar. Empíricamente no es así; no es cierto.
–¿Qué hay detrás de la palabra suicidio?
–Independientemente de que cada persona tenga sus propias motivaciones y que cada suicidio sea diferente, a lo largo de la práctica clínica vas viendo que hay tres consideraciones. La primera es dolor. Un dolor que suele ser emocional, físico e, incluso, social (por la exclusión, discriminación, por el rechazo o por las pérdidas de oportunidades). Puede haber un dolor moral o un dolor espiritual. Un dolor que lleva consigo desesperanza. Es decir, que las personas piensan que ese dolor es interminable. Por tanto, sufrimiento, desesperanza y el tercero tiene que ver con la soledad. No tanto una soledad física, porque la mayoría de las personas aquí vienen con su allegados, pero sí con ese sentimiento de no sentirse integrado en su grupo. El suicidio no va tanto de morir, sino de sufrimiento, de las condiciones que hacen sufrir al ser humano.
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–¿Qué tipo de comportamientos pueden hacer saltar las alarmas?
–La primera idea que hay que tener en cuenta para evitar dañar a quienes puedan leer esta entrevista es que no siempre hay señales de alarma ante un suicidio. Transmitir lo contrario genera mucha culpa en la familia que piensa que debería haber detectado algo y que no se ha dado cuenta. Es verdad que la mayoría de las veces (un 80%) las personas que se suicidan han dejado alguna señal. Así, la señal verbal más clara y más directa es cuando dicen que se quieren suicidar. Y ante esa situación se suele minimizar o banalizar ese riesgo con la típica frase de 'no digas tonterías' o 'es una locura'. Esta situación, que ya es claramente de riesgo, habría que atenderla. Pero la mayoría de las veces que hay señales verbales son indirectas, del tipo 'la vida no tiene sentido', 'ya no puedo más', 'me siento una carga'.
Ese tipo de frases que son indirectas, pero que todo el mundo cuando las escucha sabe que la persona está en esa situación de peligro, son muy frecuentes. Tenemos que estar predispuestos a saber escucharlas. Luego, hay otra manera no verbal, pero vemos comportamientos que nos llaman la atención. Por ejemplo, uno que ocurre frecuentemente y no se le da importancia es buscar información en el ordenador o en el teléfono móvil sobre cómo suicidarse. También hay otros como dejar una nota de suicidio, de despedida, regalar pertenencias o la mascota. Hacer testamento, aislarse cada vez más, empezar a consumir alcohol, llevar a cabo conductas temerarias o manifestar algún síntoma de psicopatología. Las señales de alarma pueden indicarnos que la persona está sufriendo, pero no siempre tienen que derivar en un final dramático como el suicidio.
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–¿Está la sociedad preparada para detectar esas señales?
–Yo creo que no. A pesar de los avances, creo que falta mucho para una alfabetización real del suicidio, para que se sepan cuáles son estos factores de riesgo y no se arrastren mitos ni el estigma social que rodea la salud mental. Se delega la responsabilidad siempre en los sectores públicos y no se tiene esa percepción de que cualquier persona puede ser un agente de prevención del suicidio.
–¿Qué protocolos habría que aplicar en los centros educativos?
–Los centros educativos son enclaves estratégicos y en ellos hay que desplegar todas aquellas estrategias que sabemos que son de prevención del suicidio y de promoción de la salud mental. Es fundamental porque esa es la población más vulnerable. No podemos llegar tarde. Hay que acabar con las situaciones de acoso. Hay que construir aulas inclusivas donde no se discrimine a las personas diferentes. Hay que hacer aulas que sean sanas, que sean cohesivas, educando a los chicos para que aprendan a afrontar los problemas. Esa es la clave y la escuela es el sitio. Además, tienen que empezar a habilitar protocolos para detectar casos, disponer de las herramientas para poder abordarlos y poder coordinarse con los dispositivos de salud. Esa es la función también de los centros escolares. Detectar, intervenir y derivar, aunque más que derivar, me gusta coordinar.
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–¿Cómo se ayuda a recomponer a una familia rota por el dolor, la culpa o la sensación de fracaso?
–Esa figura a la que te refieres se conoce como 'superviviente' y a ese tipo de intervención se le llama posvención. Y es que la persona que fallece por suicidio no se lleva con ella el dolor y el sufrimiento que estaba viviendo, sino que se lo traspasa al entorno. Ese superviviente se enfrenta a un duelo que es muy traumático. Estamos más predispuestos a aceptar la muerte por un accidente o por una enfermedad, pero no por un suicidio. También, porque estas familias se enfrentan mucho más al estigma y al silencio. Se aíslan y ellas mismas se autoestigmatizan. Además, se encuentran con que hay pocos recursos para la posvención. De hecho en el sistema de salud no hay una respuesta a los supervivientes. Y estas tareas las están cumpliendo las asociaciones, como Alhelí o Papageno que están generando esos grupos de ayuda mutuas y de acompañamiento.
–¿La pandemia puede haber sido un periodo catalizador de un escenario que ya existía antes?
–En principio, pensamos que la pandemia y todo lo que ha traído consigo podía haber generado más problemas de salud mental. Pero otra teoría es la que usted menciona, pues ahora que estamos investigando más ese conocimiento ha actuado como una lente de aumento. Un problema, que posiblemente ya estuviéramos viviendo, lo que ha hecho ha sido acelerarlo. No sólo acelerarlo con más factores de riesgo, sino que la pandemia ha amenazado los factores de protección que teníamos.
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–¿Se ha perdido un tiempo valiosísimo durante los años en que se creyó que era mejor mirar para otro lado por el miedo al señalamiento público o al temido efecto contagio?
–Yo no me fijaría tanto en lo que hemos perdido, sino en lo que podemos no ganar ahora. Hay más conocimiento, más formación, más sensibilidad y más recursos, aunque sigan siendo insuficientes, pero ahora no podemos pararnos. Lo peor que nos puede ocurrir es que esto se ligue a una moda. Y que en los siguientes años, cuando se estabilice el fenómeno del suicidio o pasen ya las consecuencias de la crisis se vuelva otra vez al oscurantismo.
–Cuando uno está muerto en vida, ¿cómo se le trae de vuelta a este mundo?
–El primer paso para infundir esperanza en esa persona es precisamente mostrando compromiso de que voy a estar con ella hasta el final. Hay que acompañarla en todo ese dolor. Todo lo que yo pueda hacer para aliviar su sufrimiento y para evitar que se sienta solo o desconectado es preventivo del suicidio. Pero tiene que ser auténtico y tiene que ser sostenido en el tiempo. Y así es como se reconstruye nuevamente. Sabemos que cuando eso ocurre las personas no fallecen por suicidio. Lo que quieren es dejar de sufrir esas condiciones de vida que están viviendo y cuando eso pasa la gente quiere vivir. Las acompañamos para generar un espacio de seguridad y protección para que ellas mismas puedan darle un sentido a su vida.
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–¿Qué ejercicio mental realiza un especialista cuando pierde a un paciente por suicidio?
–Hablamos de supervivientes, pero también hay otro concepto que tiene que ver con segundas víctimas, que somos los profesionales. Evidentemente hay un impacto, pero hay tres cosas que son básicas: la cualificación: no porque estés más formado te va a doler menos, pero tenemos unas herramientas emocionales para poder también protegernos ante ese sufrimiento. El segundo pilar básico es el trabajo en equipo, donde si ocurre un suicidio de un paciente tú puedas hablar abiertamente sin tener miedo a sentirte señalado por tus compañeros. Y, en tercer lugar, tiene que ver con tu propia vida. Es necesario tener también una vida equilibrada, una vida sana para poder ayudar a los demás.
–Si el suicidio es la única muerte que se puede prevenir, ¿por qué España tiene cifras récord?
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