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El tiempo parece suspendido en el Colegio García Lorca, cerrado desde marzo. El Centro de Arte Contemporáneo, a unos metros, lleva semanas abierto, como todos los bares y negocios cercanos. Dentro, los dibujos en las paredes, algunos apuntes emborronados en las pizarras y los libros ... aún amontonados en cada pupitre trasladan a otro tiempo. Pero no hay ruido de zapatillas subiendo las escaleras, conversaciones entre clases ni toques de campana. Un silencio conventual se ha apropiado de los lugares con más vida del mundo. Los niños continúan en casa. Allí llevan más de tres meses, confinados por un virus que apenas les afecta pero del que pueden ser transmisores feroces. Han soportado el confinamiento más severo de Europa, siguiendo su formación a través del ordenador y el teléfono móvil. Y eso en los casos más afortunados, porque la pandemia ha agravado la brecha digital, concepto que define la desigualdad generada entre los alumnos con más recursos y los que tienen más dificultades para acceder a los medios necesarios para la nueva educación telemática. Las administraciones, desbordadas por la crisis, dan un palo de ciego tras otro. Y los profesores avisan: el sistema, históricamente asfixiado por la falta de acuerdos e inversiones y el incumplimiento de la ratio, no aguantará otra embestida.
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El gran reto, ya con el inicio del próximo curso en el horizonte, consiste en encontrar una fórmula segura para que los niños regresen a las aulas. El aprendizaje 'online', coinciden los docentes consultados, «ha sido un parche» que no puede convertirse en un modelo estructural, al menos por ahora. Pese a los avances tecnológicos, el trasvase de la educación presencial a la enseñanza virtual, forzado por la situación, deja demasiados matices por el camino. «Ir a la escuela democratiza», resume Ángela Vázquez, directora del Instituto Costa del Sol: «Los niños no pueden estar aislados. Necesitan al grupo para conocerse y reafirmarse». En su centro, en Torremolinos, destino de muchos de los menores extranjeros que llegan solos a la provincia, la mayoría en patera, conviven decenas de nacionalidades: «La igualdad real de oportunidades sólo se garantiza mediante la educación presencial. Para muchos de nuestros alumnos venir al instituto es la única forma que tienen de sentirse parte de la sociedad. Y para los que viven de manera más o menos cómoda resulta fundamental conocer otras realidades».
Pero la brecha no sólo sangra por la herida digital y económica; también el carácter penaliza, lastrando el aprendizaje de los más tímidos. A menudo basta un gesto para detectar que un niño se ha quedado atrás. En las clases telemáticas, explica Santiago Ortiz, director del Colegio García Lorca, esa interacción se evapora: «Nuestro oficio es vocacional. Si se pierde el contacto, se pierde el objeto de la vocación. Del alumno que no se entera de la lección te das cuenta enseguida por la cara que pone, y muchas veces tienes que preguntarle 'Fulanito, ¿volvemos a explicarlo?' porque él no se atreve a levantar la mano. Con una pantalla por medio, en un sistema donde tienes que darle a un botón para silenciarlos o que hablen, eso también lo perdemos». En su colegio nunca ha habido portátiles suficientes: «La Junta instaló wifi hace uno o dos años, pero no tenemos ordenadores. ¿Que si hay brecha digital? Claro. Pero no sólo entre los alumnos, también entre los profesores».
Sin grandes ayudas ni indicaciones precisas del Gobierno central ni la Junta de Andalucía, la travesía educativa durante estos primeros meses de crisis ha dependido en buena parte de los recursos de los alumnos y la voluntad y las competencias tecnológicas de familias y maestros. «Este sistema ha tenido un coste cero para las administraciones. Nos mandaron a casa y ya está», recuerda Ortiz. Para los profesores preocupados por su alumnado, sin embargo, la educación telemática ha supuesto una fuente de estrés y frustraciones que ha exigido adoptar una nueva metodología en cuestión de días y desarrollar destrezas digitales de las que en muchos casos carecían. De los treinta y ocho docentes que trabajan en el García Lorca, dieciocho tienen más de cincuenta y cinco años y reducciones horarias. Muchos acumulan entre tres y cuatro décadas de experiencia. «Su espíritu de superación es inspirador», reconoce el director: «La escuela que conocieron fue la escuela de pizarra y tiza, pero han reaccionado rápido. Aprovecharon sus días libres para aprender a usar Google Classroom. Y el que no ha hecho más es porque no ha podido».
También Vázquez se muestra «orgullosa» de su claustro: «Han llamado a los niños con más problemas desde sus teléfonos personales. Han buscado portátiles para quienes no tenían, a veces dando los suyos si les sobraba alguno en casa». En su instituto, donde la prioridad desde el inicio de la pandemia ha sido «que los niños no se sientan solos», han recibido una veintena de tabletas de la Consejería de Educación y bonos canjeables por datos del Ayuntamiento de Torremolinos, una cobertura insuficiente para un centro cuyos equipos llevan más de diez años sin renovarse: «Los ordenadores que tenemos en el instituto son de 2007 y en muchos ni siquiera puedes descargarte las aplicaciones y plataformas con las que trabajamos». Por eso la dedicación de los docentes, con excepciones «como en todas las profesiones», ha sido constante: «Estamos agotados. Pero no es una queja. Era lo que teníamos que hacer. Toda la sociedad ha dado más del cien por cien para salir de ésta».
Pero las consecuencias de la crisis en materia educativa también tienen su lado positivo. El avance alcanzado en habilidades digitales estos meses hubiera tardado cinco años en circunstancias normales. Lo calcula Rosa Liarte, coordinadora TIC del Instituto Eduardo Janeiro, en Fuengirola: «La tecnología ha venido para quedarse. No hay escapatoria». Desde hace años cuelga sus clases en YouTube «porque así los alumnos pueden repetir la explicación tantas veces como necesiten», aunque defiende «la inteligencia colectiva y el proceso de sociabilidad» de la educación presencial, imprescindible especialmente en edades tempranas: «No se trabaja de la misma forma, pero al menos hemos podido seguir dando clase». Cada edad requiere soluciones diferentes, aunque durante el estado de alarma se haya aplicado una estrategia única. A partir de secundaria, cuando los alumnos disponen de más autonomía, Liarte propone un modelo mixto que permita mantener las medidas de seguridad: «Debería apostarse por una parte presencial y otra telemática. Me da miedo pensar en que haya treinta adolescentes metidos en una clase y que luego salgan al pasillo y se mezclen con otros treinta... Son jóvenes, es complicado que guarden las distancias de seguridad necesarias».
Los profesores coinciden en que los planes propuestos por el Ministerio de Educación y las comunidades autónomas carecen de los detalles necesarios y de un presupuesto que permita la formación presencial en un entorno seguro. Sin recursos humanos y materiales, de nada valen los discursos bienintencionados que prometen la vuelta a las aulas en septiembre. «Yo misma he entrado en una clase y he medido las distancias», admite la directora del Instituto Costa del Sol: «Y no me salen las cuentas. Separando un metro y medio a los alumnos no caben más de veinte. ¿Qué hago con los otros doce o catorce?». Las ratios actuales en la provincia de Málaga oscilan entre los veinticinco y treinta alumnos por clase, cifra que aumenta en el caso de la capital y los municipios costeros. Para cumplir la ratio máxima propuesta por la ministra Isabel Celaá, entre quince y veinte niños por aula, las administraciones deberían contratar a miles de docentes.
La reivindicación resulta histórica: la inversión es insuficiente. «Hace falta un pacto de Estado más que nunca», reclama Liarte en referencia a la ausencia de acuerdo político en torno a la educación, sometida a continuos cambios y parcheos de leyes. Vázquez coincide en que «todos los partidos quieren dejar su impronta ideológica, pero la educación debe estar en manos de profesionales», y lamenta que no se hayan practicado consultas masivas para tomar decisiones: «No incorporan nuestras sugerencias. Nunca nos han escuchado. Cuando oigo hablar de expertos me pregunto quiénes son, porque está claro que no piden opinión a quienes estamos a pie de aula. Es el problema de siempre: apostar o no. Con una educación de calidad, recogerás los frutos pero no será el año que viene. Necesitamos un modelo consensuado que nos dé una situación estable».
En una pizarra del Colegio García Lorca, un profesor ha escrito «Hambre de libros» como petición a los futuros alumnos. También es un guiño al poeta que da nombre al centro, que en su discurso durante la inauguración de una biblioteca dijo: «Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino medio pan y un libro». Tal vez algunos niños lean el mensaje antes de que se borre. La clase, si el coronavirus lo permite, volverá a abrirse en tres meses. Habrán pasado seis desde que un alumno pisó la escuela por última vez. Y el regreso aún está rodeado de incógnitas.
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