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Ñito Salas / Francis Silva
Donde La Palmilla cose su herida

Donde La Palmilla cose su herida

Cuatro madres y las profesoras de sus hijos cuentan cómo han superado el primer zarpazo de la crisis en el octavo barrio más pobre del país

Domingo, 5 de julio 2020, 00:24

Antes del confinamiento, una de las últimas noticias publicadas sobre Palma-Palmilla fue que una bala perdida, disparada durante un tiroteo, mató a un hombre de 74 años que estaba en su casa, ajeno a la reyerta. Los últimos indicadores urbanos del Instituto Nacional de Estadística sitúan al distrito malagueño como el octavo barrio más pobre del país, con menos de siete mil euros de renta media anual por habitante. Aquí, a unos minutos del centro, viven una realidad a la que la ciudad parece haber dado la espalda. «Lo que se aprende en este barrio no está en los libros», resume José Miguel Santos, director del colegio Misioneras Cruzadas, que recuerda que uno de cada tres adolescentes absentistas de Málaga vive en Palma-Palmilla. Por eso el reto de mantener las clases de forma telemática durante el confinamiento, en una escuela donde la mayoría de estudiantes no tiene ordenador en casa, resultaba titánico.

Pero antes había que cubrir las necesidades básicas de cientos de familias que en muchos casos sobreviven con lo que ganan por la venta ambulante, imposible durante la cuarentena. La escuela puso a disposición de quienes lo necesitaran un servicio de recogida de comida, primero reuniendo recursos privados (como los de Gregorio, antiguo alumno, que volvió al barrio para llevar cajas de frutas y pescado) ante la exclusión inicial de los colegios concertados del programa de ayudas a comedores escolares y luego con subvenciones públicas. Ahora, superado el primer zarpazo de la crisis, cuatro madres explican cómo han sacado a sus familias adelante estos meses y regresan al colegio para posar con las profesoras de sus hijos. Juntas han cosido la brecha económica, social y digital que tantas veces separa La Palmilla del resto de Málaga.

Belén (profesora) y Estrella (vendedora ambulante)

Sin ordenador ni Internet y con un niño de 13 años: «Había que levantarse»

Belén, profesora, junto a Estrella. Ñito Salas

Cuando se cansaba de ver la televisión, Estrella Díaz encendía la radio «y de los mismos nervios me ponía a bailar como las locas». No para de tocarse la mascarilla, que tampoco consigue mantener por encima de la nariz. Antes del confinamiento se dedicaba a la venta ambulante de ropa, por la que ingresaba «lo justo para ir al día». La cuarentena desbarató aquella rutina y obligó a convertir su piso de La Palmilla en una improvisada clase para su hijo de trece años. Pero en casa no había ordenador ni conexión a Internet, una brecha cosida por el colegio, donde consiguieron un portátil y una tarjeta de datos. Belén Gil, tutora de su hijo, «la seño Belén», como la llama Estrella, reconoce que la educación queda en un segundo plano cuando la falta de recursos aprieta: «No podemos enseñar matemáticas, inglés o lengua a alguien si sus necesidades básicas no están cubiertas».

Estrella tiene 48 años. La vida «no ha sido fácil» para ella, pero nunca se había visto imposibilitada para buscarse la vida, encerrada en una casa que se le caía encima: «A veces he estado agobiadilla, otras veces nerviosa, con ansiedad... Había días que estábamos bien y otros, mal. Pero había que levantarse». Agradece que en la escuela «se hayan volcado», aunque Belén insiste en que el mérito es suyo: «Esto funciona cuando las familias se implican. Estrella, con sus limitaciones, se ha preocupado de que su hijo siguiera el curso y nos ha escuchado». Fue madre por primera vez con diecinueve años. Hasta entonces creía que los niños «llegaban en cigüeña» porque el mundo, repite, no es como antes: «Yo no sabía ni la mitad de la mitad de lo que los chavales saben ahora».

Sus otras dos hijas, mayores, viven fuera. Ella está sola con el pequeño. Al padre, cuenta, «lo mandaron a Marruecos» hace años porque no tiene papeles: «Llevo toda la vida con él. Nació allí pero se ha criado en España. No sabíamos que teníamos que casarnos para que se volviera español. Éramos pequeños». Aunque se ha acostumbrado, nada ha vuelto a ser lo mismo: «Estoy muy sola. Necesito a mi compañero». Ha tirado con las ayudas «del colegio y la parroquia, porque los servicios sociales no nos dan nada». También su madre le echó una mano: «Es mayor y tiene una paguita chica, pero nos dio 70 euros cuando empezó todo esto y había que comprar». El futuro ahora es qué comer mañana.

Geni (profesora) y Milagros (vendedora y limpiadora)

La «buscavidas» que huía de la Policía por amor: «Nuestra vida es la calle»

Geni, maestra, con Milagros. Francis Silva

Milagros no ha consentido que sus dos hijas perdieran ni un día de clase por el confinamiento, aunque sólo tienen tres y cinco años: «La educación y la vergüenza, lo primero. Quiero que respeten a todo el mundo y que aprendan. Cuando sean mayores, que hagan lo que quieran. Pero mientras vivan en mi techo será así». Para conseguirlo ha tenido que pelear contra los elementos: sin ordenador ni conexión, se enganchó a la wifi de un vecino y dibujaba a mano las fichas que las profesoras Geno y Charo le enviaban por whatsapp. La familia no ha ingresado ni un euro durante meses: «Mi marido es taxista y está en paro y yo me dedico a la venta ambulante y a limpiar casas cuando me llaman. Nuestra vida es la calle y hemos tenido que estar encerrados». Para una «buscavidas» como ella, el aislamiento ha sido un castigo: «Me gusta charlar con la gente porque voy hablando con una y me sale una cosa, hablo con otra y me sale otra... Pero esto ha sido como estar en guerra, de verdad». Ahora, consciente de que es persona de riesgo por su condición de diabética e hipertensa, «le he cogido miedo al contagio».

Conoció a su marido, que no tenía papeles, en un locutorio: «Me asustaba cuando veía a la Policía. Corría él y detrás iba yo, y de tanto correr acabamos casados». Es negro, «de color», dice ella, y sus dos hijas son mulatas. La diversidad forma parte de la genética del barrio: «Nunca han sufrido problemas de racismo. Mis niñas están acostumbradas a ver de todo en mi familia, lo mismo un ecuatoriano que un venezolano, que un gitano o un payo. No me importa la raza, sino lo que lleva la persona dentro, y así las educo». Geni, maestra de una de sus hijas, asiente: «No han tenido medios y se las han ingeniado de todas las maneras posibles, con creatividad y mucho esfuerzo. Son admirables».

Prefiere no entrar en detalles, pero Milagros lleva toda la vida «luchando mucho». Tiene 39 años «recién cumplidos» y cuatro hijos. Los dos mayores, de otra pareja, no viven con ella. Se quedó embarazada por primera vez con 16 años: «Me enamoré muy pronto, pero duró poco». La entrega de comida en el colegio les ha salvado la cuarentena: «Gracias a eso mis niñas han tenido algo que echarse a la boca». El coronavirus la ha vuelto desconfiada, ella que hablaba «hasta con las farolas», pero espera que los brotes «no vayan a más» y pronto pueda volver a trabajar «porque prefiero ganármelo que pedir».

Inma (limpiadora) y su hija Sara

La vida con 620 euros al mes y tres niños: «Aquí siempre hay crisis»

Inma, con su una de sus hijos. Francis Silva

En casa de Inma sólo entran los 620 euros al mes que gana como limpiadora: «Antes tenía más horas, pero me las han reducido». Su marido está en paro. Ambos han hecho de profesores de sus tres hijos de nueve, siete y cinco años durante la cuarentena. Sin impresora, ordenador ni conexión a Internet, había que tirar de imaginación: «Hemos dibujado muchas fichas a mano, pero ha sido una locura. Mientras ayudabas a uno a hacer los deberes, los otros dos también pedían que estuvieras con ellos, pero en casa sólo tenemos un móvil, que es donde nos enviaban las tareas». Nada nuevo, en realidad: «Antes del confinamiento también era estresante». Geni, profesora, destaca «la fuerza de voluntad» de esta madre de 29 años: «Es muy trabajadora. En principio, la idea era que los niños siguieran el curso por las mañanas, como si estuvieran en clase, pero ella nos dijo que no llegaba a casa hasta la hora de comer y lo han completado por las tardes».

Sus jornadas han sido continuas, dentro y fuera de casa, pero Inma las describe como si fueran pan comido: «Cuando llegaba de trabajar, a las tres, me ponía con los deberes hasta las siete. Luego los duchaba, les daba de cenar y ya está». A su menguado sueldo hay que restar un alquiler de 250 euros cada mes. ¿Y cómo vive una familia con tres niños pequeños y menos de 400 euros? «Hemos tenido que pedir ayuda al colegio, que nos da la comida, y a mi madre, que también nos ha echado una mano en lo que ha podido, la pobre, porque mi marido y yo podemos comer cualquier cosa, pero a mis niños no les voy a dar un bocadillo todas las noches. Ni ellos querrían, porque me han salido 'comeores', no son de los que no comen». Aunque es celíaca, ha tenido que renunciar a su dieta, prescrita por un médico, por la imposibilidad de asumir el coste de los productos sin gluten, que encarecen la cesta de la compra casi mil euros al año, según el último informe de la Federación de Asociaciones de Celíacos de España: «Qué le voy a hacer, hay que tirar adelante».

Casada con un primo de su cuñado («Somos dos hermanas con dos primos hermanos»), Inma confía en salir de la crisis «poco a poco», aunque lamenta que en el barrio no hayan conocido aún una buena época: «Aquí siempre hay crisis, estamos acostumbrados. Hacemos lo que podemos. Veremos a ver ahora con el virus».

Rocío (coordinadora del comedor) y Araceli (limpiadora)

Confinadas en cuarenta metros: «No quiero que mi hija viva como yo»

Rocío, coordinadora del comedor, con Milagros. Francis Silva

«¡No ve qué bien habla mi Araceli!», exclama Rocío Romero, coordinadora del comedor escolar, cuando esta madre de 44 años construye sin saberlo un discurso emocionante: «Me ha costado mucho pedir ayuda, pero no por orgullo... Siempre pensaba que habría gente que lo necesitara más que yo, hasta que me animaron porque era pasar hambre tontamente. Yo no tengo estudios. Por eso intento inculcarle a mi hija que esto es importante, porque no quiero que viva como yo, siempre preocupada por todo». Ahora, con el confinamiento y la educación telemática, Araceli ha vuelto a estudiar para ayudar a su niña: «Menos con los idiomas, que no puedo. El problema es que en matemáticas se lo explican de una manera y yo de otra, y al final acaba hecha un lío. Lo más difícil ha sido aprender cómo lo explica la señorita para repetirlo y que no se pierda». Y el resultado no ha podido ser mejor: «Ha sacado sobresaliente en todo. Estoy muy orgullosa de ella».

Araceli, que vive sola con su hija de doce años, trabajaba los fines de semana como limpiadora de una clínica, pero la despidieron antes de la crisis y ahora le queda una raquítica prestación por desempleo de 115 euros: «El padre paga la casa, pero no puede hacerse cargo de más y lo entiendo. Le he tenido que pedir ayuda a mi familia». En la escuela les dan cada semana los almuerzos para cinco días: «Y estoy muy agradecida, pero no sólo por eso. A mi hija la escuchan y eso me tranquiliza, y a mí también me dan conversación y pasamos el rato. Te hacen compañía». Aunque ahora está en paro, ha trabajado «en lo que me han echado, desde pinche de cocina hasta limpiadora de coches». Y está empeñada en que el futuro de su hija sea más sencillo: «Sé que puede que se saque una carrera y no encuentre trabajo de lo que ha estudiado, pero al menos tendrá más puertas abiertas».

La cuarentena ha sido «complicada», y el adjetivo suena a eufemismo: «No somos mucho de salir, pero vivimos en un piso de cuarenta metros cuadrados». El temor al contagio llegó a paralizar a su hija: «Es muy responsable. Tenía miedo de caer enferma. Poco a poco hemos ido saliendo. Un día le pedía que fuésemos a tirar la basura, otro a recoger la comida... y así hemos ido tirando». Ahora «mi niña» entra en primero de ESO: «Es muy buena y educada, y no porque lo diga yo. Tiene un gran mérito». Y un referente.

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