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El símil, de puro realista, sirve para poner el foco en una situación que sigue sumando más incertidumbres que certezas: «Ahora mismo estamos en el centro de una tormenta que no nos deja ver muchas cosas. Pero cuando esto pase y escampe, el paisaje ... va a ser bastante desolador». El diagnóstico lo firma Juan Aguilar, médico psiquiatra y jefe de la Unidad de Salud Mental Infanto-Juvenil (USMIJ) del Hospital Regional, que a la espera de poder calibrar esos efectos desde su campo de trabajo aporta otra reflexión clave para abordar esta situación extraordinaria en los más pequeños de la casa: «Está claro que el confinamiento perturba el desarrollo de las personas, y de la infancia en especial».
El peso abrumador de esta realidad ha servido para abrir un debate en torno a la necesidad de aligerar de manera paulatina las condiciones del confinamiento de los menores en España–el Gobierno las contempla para el 27 de abril–, y aunque los especialistas coinciden en el hecho de que el criterio ha de ser exclusivamente sanitario –es decir, en base a la seguridad de la población– también valoran el «efecto positivo» que podrían tener esas salidas limitadas en el control de cuadros vinculados al estrés y a la ansiedad que ya se adivinan entre los más pequeños. Sobre todo entre los niños de entre 6 y 11 años, convertidos en el colectivo más vulnerable frente el efecto real de este encierro que se encamina hacia la sexta semana y que ya les pesa demasiado: «En esas edades tienen más acceso a la información y son capaces de saber lo que está pasando, pero no cuentan con los suficientes recursos para afrontarlo», sostiene el doctor Aguilar, con quien coincide su colega Manuel Herrera, psicoanalista y anterior coordinador de la USMIJ. Herrera abunda en ese dibujo general cuyos perfiles funden a negro por el estado de alarma: «Los niños se construyen a partir de la interacción con el ambiente familiar y social. La escuela, los amigos, el deporte... El confinamiento ha producido una quiebra en ese 50%, y es una amputación tremenda que se experimenta, de manera inconsciente, como una pérdida de su propio cuerpo».
En este punto del análisis, ambos dejan clara también una circunstancia que puede terminar de inclinar la balanza en un sentido o en otro a la hora de abordar esos efectos nocivos de la cuarentena en la estabilidad emocional de los niños: «El problema no es el confinamiento en sí, sino el entorno en el que se está desarrollando y en cómo el niño percibe ese encierro», sostiene el psiquiatra. En ese amplio catálogo de situaciones diversas y estresantes se encuentran niños «que han tenido pérdidas cercanas por el coronavirus, cuyos padres están trabajando en situaciones de riesgo y que son sanitarios, policías, cajeros de supermercado... Ahí se vive el hecho del confinamiento con una angustia muy profunda y el espacio de la infancia se rompe», añade el psicoanalista, que abunda en otros ejemplos: «En un entorno en el que la familia tiene que actuar como efecto contenedor también hay situaciones críticas para los niños que se encuentran en la pobreza, o que ven con preocupación cómo los efectos de esta crisis ha afectado el trabajo de los padres; que viven en un hogar donde las discusiones son permanentes, familias desestructuradas y momentos de conflicto que los pone a ellos en el centro...». Por no hablar de las condiciones puramente físicas del encierro y que se encarga de perfilar el doctor Aguilar: «Lógicamente no es lo mismo estar confinado en un chalé con jardín que en un piso de 50 metros cuadrados, ni lo es compartir rutinas y juego social con tres hermanos más o menos de tu edad que hacerlo solo (...). O no tener acceso a las nuevas tecnologías y por lo tanto a la educación a distancia, que va a limitar el aprendizaje». En este escenario diverso, hay un factor que sin embargo unifica la reacción infantil frente al peligro: «Los menores viven el mundo en relación a los mayores. Hay una diferencia de peso entre tener unos padres que proyectan seguridad que otros que están permanentemente agobiados y sobrepasados por las circunstancias».
Esas dificultades añadidas no son excepcionales y tienen un impacto directo en el bienestar emocional del niño: problemas de sueño, cuadros de ansiedad, depresión y angustia; regresiones en el caso de los más pequeños, somatizaciones a través de dolores de cabeza o de barriga, pérdida de confianza en los adultos e incluso miedo a salir a la calle porque se ve como un lugar peligroso e inseguro por la prolongación del confinamiento están entre los cuadros inmediatos y que más preocupan a padres y a sanitarios. «Ya está habiendo situaciones familiares bastante chirriantes; pero hay otros efectos en los niños que empezaremos a ver después», sostiene por su parte Felipe Rubio, pediatra del Centro de Salud de El Limonar y en primera línea de atención de dudas y problemas: «Por ahora el tema no está desbordado, aunque también es verdad que esto está empezando a sacar lo peor y lo mejor de nosotros», añade el especialista. A esa realidad a medio camino entre el optimismo y la desesperanza añade otra que tiende a las luces y que está directamente relacionada con los niños de menos de seis años: «Se están portando muy bien en general; y eso que los tenemos infravalorados. En realidad son los únicos que se lo pueden pasar bien, que se adaptan y que tienen un cerebro moldeable... Al no tener las rutinas emocionales desarrolladas enseguida se olvidan y encajan mejor las cosas», confirma Rubio, quien traza esa línea de la vulnerabilidad emocional en el siguiente tramo de edad: «Cuando empiezan a desarrollar su independencia también se exponen a algún tipo de situación agobiante que les afecta. De hechos la mayoría ya la tienen», zanja.
Relaciones familiares El encierro forzoso puede servir para rescatar el afecto familiar de una manera más continuada. Hay más tiempo para conversar, relacionarse y crear nuevas rutinas en familia que de otra forma no se hubieran descubierto.
Saber esperar Normalmente, los niños y adolescentes viven en una burbuja de bienestar que los mantiene apartados de las frustraciones. Acostumbrados a la gratificación inmediata, ahora puede ser positivo que extrañen ese confort, aprender que a veces las cosas buenas, como salir y los amigos, tienen que esperar.
Responsabilidad Estas semanas de encierro terminan por igualarnos a todos. Y desde esa óptica de responsabilidad colectiva es positivo que los niños aprendan que son importantes en este proceso. En ese crecimiento también ayuda asumir nuevas tareas en casa y sobre todo aceptar el aburrimiento como una oportunidad para estimular la creatividad.
En ese escenario complejo que representa el avanzar cuáles serán las consecuencias del encierro en la estabilidad emocional de los más pequeños de la casa, los adolescentes destacan como uno de los colectivos que más incertidumbre genera entre los especialistas. De partida, el psiquiatra Juan Aguilar dibuja una realidad que da que pensar: «Hay que tener en cuenta que ellos viven en un doble confinamiento. De un lado, está el proceso biológico en sí, que los enfrenta al mundo adulto generando un profundo rechazo; y de otro ese otro encierro que decretó el estado de alarma». Es decir, un complicado juego de equilibrios que puede poner a prueba el pulso de los padres para garantizar no sólo la estabilidad de sus hijos, sino la del propio hogar.
Por eso, el especialista considera que, puestos a elegir, ahora funciona mejor la comprensión que el autoritarismo, «por supuesto dentro de unos límites». «Hay que mostrarse más respetuosos sin dejar de estar vigilantes; y aunque la adolescencia es el momento en el que se fija la aparición de enfermedades mentales, estar confinado no tiene por qué representar un riesgo añadido». Al igual que en el caso de los niños, todo depende de las circunstancias que lo rodeen. «Hay que tener en cuenta que el adolescente es un ser hipersocial y que ahora ha perdido ese espejo». El problema –avanza– «estará en organizar ese desconfinamiento».
En este grupo heterogéneo de la infancia, el psicoanalista Manuel Herrera tira de experiencia y del contacto que ha mantenido en las últimas semanas con colegas de profesión para ajustar esos problemas de conducta dependiendo de la edad del menor: «Los más pequeños, hasta los tres años, están muy demandantes de atención; y esa demanda es rabiosa y agresiva, sobre todo en relación con la madre. Están afectados por esa ruptura en el proceso de socialización que se traducen en conductas regresivas, como la vuelta al chupete o trastornos en el sueño». El panorama es diferente entre los niños de entre 4 y 8 años, «con problemas de evacuación entre los más pequeños del grupo –pueden volver a hacerse pipí– y un aumento generalizado de la hiperactividad motora y mental», prosigue el especialista, a cuya reflexión añade el doctor Aguilar un consejo de puro sentido común: «En este caso es bueno dejar que los niños se expresen; y eso lo hacen dando saltos en el sofá...».
Los trastornos del comportamiento son más comunes en el tramo que oscila entre los 8 años y la pubertad, «cuando los niños se muestran más críticos y rebeldes con los padres y empiezan a cuestionar la autoridad», observa Herrera entrando de lleno en esos cuadros de conducta que sí pueden representar un problema si hay una mala gestión de la ansiedad. «La ansiedad no es una patología en sí, pero sí puede ser una puerta de entrada a otras, como los trastornos de estrés postraumático o el bloqueo de determinados aprendizajes», añade el jefe de la Unidad de Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Regional, que pasa de la probabilidad a la certeza cuando se refiere al «gran impacto» que el encierro tendrá en menores con trastornos ya diagnosticados, caso de los vinculados al espectro autista (TEA): «Eso sí sabemos que va a ser más traumático; a más tiempo de confinamiento habrá un agravamiento de cuadros», lamenta.
A esa preocupación, su antecesor en la USMIJ aporta otra más global y definitiva, e invita a abordarla con los niños «cuanto antes»: «El mundo que quedará tras esto no será tan habitable por culpa del hombre; y ese discurso hay que reconstruirlo para que no se vea afectada definitivamente la confianza en los adultos». Para frenar, en fin, la huella de esta tormenta.
Las conversaciones informales de estos días suelen terminar en un territorio común: si hay algún impacto directo de la cuarentena en lo físico es que se tiende a hacer menos ejercicio y a comer más. Esta realidad es compartida por adultos y niños, pero hay que tener especial cuidado con los más pequeños para que no se desarrollen patrones de alimentación poco recomendables ahora que están en pleno crecimiento. Así lo advierte el doctor Gabriel Olveira, jefe de la Unidad de Gestión Clínica (UGC) de Endocrinología y Nutrición del Hospital Regional, quien no obstante lanza un mensaje de calma siempre y cuando se sigan esas pautas saludables: «Es probable que si los niños hacen menos ejercicio y comen más aumenten de peso; pero eso no quiere decir que vayan a ser obesos».
Para evitar esos riesgos, el especialista recomienda seguir esos patrones, que incluyen «tres piezas de fruta al día y dos o tres raciones de lácteos; una ración de verdura cocinada y otra en ensalada, productos derivados de cereales integrales como pan, arroz y pasta y aceite de oliva virgen». Las legumbres han de tomarse «tres o cuatro veces por semana y elegir pescados antes que carnes. En este último caso, mejor magras o de ave sin piel; y dejar las carnes rojas y los embutidos para dos o tres veces a la semana». Y las excepciones como dulces o chuches, que sean eso, excepciones; «y nunca un premio».
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