A Resu le resulta fácil fijar ese punto exacto de la vida donde uno tiene que tirar de instinto para aferrarse con uñas y dientes al terreno. Lo lleva tatuado en su verdadero nombre: «Es Milagros de la Resurrección». Cuando su madre se puso ... de parto, en el pequeño anejo de La Joya, en la comarca de Antequera, eran la vieja Frasquita y su abuela, María del Molino –conocida así porque se había criado en uno– las encargadas de guiar los alumbramientos: las llamadas se repartían por familias. «Si le tocaba a una mujer de las de Frasquita iba mi abuela, y al revés». Con ella se saltaron los turnos. Tres días de parto y ella, como la vida, de nalgas. «Nací muerta, sin pulso ni nada, y mi abuela me trajo de vuelta. Si yo estoy aquí es por ella», dice Resu sin tener que dar ya más detalles sobre un nombre que viste como guante y añadiendo que, además, su primer aliento le llegó un Domingo de Resurrección. El apellido termina de dibujar todo lo demás.
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–Resu Guerrero.
Hoy suma 54 Domingos de Resurrección y hace un alto en el camino que separa esa casa donde (re)nació de la nave donde guarda las enormes segadoras y tractores que dan asistencia en verano a los campos de media comarca y que llegan hasta Córdoba. En una de esas máquinas esperan para foto de domingo otras mujeres que, como ella, llevan esculpida a fuego la fuerza del campo. Van tapadas con mascarillas y caen en la cuenta de que es la primera vez que están así de cerca desde que el Covid se coló en sus rutinas. «Como vivimos todas cerca, nos veíamos en los balcones cuando salíamos a aplaudir; pero así, así, aún no habíamos estado», celebra Carmen Romero, 62 años, curtida en los mil frentes de la explotación ganadera que comparte con su marido y con el brillo en los ojos de celebrar de nuevo con las suyas. Que podrán mantener las distancias obligadas por los reales decretos, pero los reales afectos van por otro lado.
Y lo que toca celebrar es el Día Internacional de las Mujeres Rurales, fijado en el calendario cada 15 de octubre pero en el que ellas militan todo el año. Escuchándolas, es casi inevitable añadir al título la palabra «orgullo». Porque ellas son la tierra y sin ellas esa tierra deja de girar. «Así ha sido siempre, nosotras somos imprescindibles y esta situación que vivimos ahora lo ha dejado claro: salimos de lo peor de la pandemia gracias a los sanitarios, claro que sí, pero también gracias al campo y a que nosotros no paramos, a que garantizamos el abastecimiento...», presume Mari Guerrero, 59 años, que echó los dientes «haciendo de todo» en el campo. «En casa éramos dos hermanas, no había chicos, así que tocaba trabajar en lo que se necesitara», añade mientras sostiene la manita de su nieto Miguel Ángel, que a sus 15 meses es el orgullo de una tercera generación que se hilvana con Rita, hija de Mari y madre de Miguel Ángel. Ella ha decidido apostar por la tierra y echar raíces en La Joya. «Yo me quiero quedar aquí y que mi hijo crezca donde lo he hecho yo», tercia Rita en el debate. Su marido también se dedica al campo y ella, empleada en una clínica de fisioterapia en Antequera, acaba de soplar las 29 velas dedicada al cuidado de su hijo y de la casa. Ahí está una de las claves de la supervivencia de los entornos rurales: «Si nosotras nos vamos los pueblos se quedan vacíos. No hay quien cuide de los niños, de los que vienen detrás; ni de nuestros mayores...», explica.
Resu justifica en cifras cercanas el porqué de esa apuesta por el hogar, pero sobre todo de una forma de vida que ellas no contemplan como una renuncia sino como una manera de inyectar vida en sus pueblos: el anejo de La Joya cuenta con unos 400 habitantes en su casco urbano y se organiza con los anejos cercanos de Los Nogales y la Higuera. El suyo cuenta con una farmacia, dos panaderías, una sucursal bancaria, médico tres veces en semana y enfermero, dos. La escuela rural da cobertura hasta 2º de la ESO pero no hay guarderías ni residencias de mayores. Si no se cubren esos dos extremos el pueblo se muere. «Es lo que toca», zanja Chari Arrabal, 64 años y ahora, también, presidenta de la Asociación de Mujeres Rurales de La Joya.
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Entre todas recuerdan las decenas de manifestaciones en las que se echaron «literalmente a la calle» para reclamar mejoras en sus entornos; o los encajes de bolillos que tuvieron que hacer para que, por ejemplo, un profesor de inglés se desplazara hasta La Joya para dar extraescolares a los niños. «Y cuando nos tocaba llevar y traer: a una a natación, a otra a fútbol, en pueblos distintos...», explica Resu, que tiene ya a esas dos criadas y estudiando carreras: Sara y María; una en ingeniería de Telecomunicaciones y a la otra «en aeroespacial, en Cádiz». También ella ha seguido cultivándose en sentido literal: se ha matriculado en la UNED en la carrera de Matemáticas para dejar estampado en un título todos esos años que pasó dando clases particulares en el pueblo a los niños que lo necesitaran.
Esa lucha por arañar medios y recursos para sus pueblos la conoce bien Teresa Cabrera, que a sus 73 años es la mayor del grupo. Aunque al casarse se fue a vivir a Málaga y sus hijos «ya no han hecho la vida aquí», recuerda como si fuera ayer las dificultades de la vida de campo y el complicado equilibrio para disfrutar de cosas sencillas como ir a la escuela: «Cuando yo era niña el cole estaba casi siempre cerrado. Las carreteras para llegar hasta aquí no estaban bien, no había luz... ¡normal que los maestros no quisieran venir!», resuelve ilustrando con esa última anécdota una forma de funcionar que apuesta por tirar de imaginación antes que tirar la toalla.
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«Aquí hay que hacer de todo, de todo», se repite Beatriz García, de 33 años, que se incorpora al debate al filo del mediodía, cuando el reloj le da la pequeña tregua que media entre ordeñar a sus más de 350 cabras y sacarlas al campo «toda tarde porque eso es lo que más les relaja (...). Son como un reloj, como nos retrasemos un poco empiezan a pegar 'chillíos'». Resulta paradójico que Beatriz, natural de Lucena (Córdoba), y su marido Juan Antonio, de Los Nogales, se conocieran y enamoraran por Internet y que ahora vivan sin cobertura. «Lo poco que necesitamos lo cogemos con una antena». A cambio, su explotación ganadera, Ganadería El Chaparral, está en el Cortijo de la Fuenfría «y yo me despierto todas las mañanas mirando las espaldas de El Torcal (...). Vivimos estupendamente, así no nos molesta nadie», aplaude Beatriz, que antes de la vida de campo fue camarera y que ahora no cambia sus cabras ni por todo el wifi del mundo. Tampoco compra ese discurso –en parte urbano– que considera que ser mujer y ser rural representa una doble discriminación. De hecho, ninguna aquí lo asume.
«Mira, aquí la que quiera puede hacer lo mismo que ellos; que hay tarea para todos», zanja la joven ganadera justo antes de ponerse a echar cuentas sobre lo que hace ella y lo que hace su marido –«exactamente lo mismo»– y de entrar de lleno en otra de las aristas de ese debate que trata de poner etiquetas (y puertas) al campo con ojos de ciudad: «Aquí espabilamos rápido, da igual los estudios que tengas. Que yo hago de veterinaria cuando mis cabras paren y no me separo de ellas ni un momento o me pongo a arreglar una máquina sin llamar a un mecánico. ¡Apañaos estaríamos si no!». Rita le suma su apoyo sin fisuras. Su sororidad, dice la teoría. En la práctica, este mensaje casi de pancarta: «De nosotros los de campo dicen que somos unos catetos, pero aquí nos apañamos con todo».
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Ese «apañarse» con todo termina por tejer la red que da sostén al campo. Pero también hay que hablar de sus agujeros: «El que no está aquí no entiende que esto no tiene ni festivos, ni vacaciones ni fines de semana. Los animales comen todos los días, y cuando toca recoger o sembrar no puede dejarse para otro momento. Nosotros nos encargamos de todas esas cosas que no se ven», explica Resu. Casi sin coger aliento, entra de lleno en el capítulo de las reivindicaciones, que siguen siendo prácticamente las mismas que las que planteaba a quien correspondiera cuando le tocó asumir el papel de alcaldesa pedánea de La Joya entre los años 2004 y 2007: «Es fundamental que podamos contar con servicios adecuados, necesitamos líneas tecnológicas para que todo siga funcionando, que los carriles de acceso a las explotaciones estén en buenas condiciones (...). Nosotros no somos terratenientes ni nada de eso, somos personas con pequeños negocios familiares y es fundamental que se garantice esa cobertura», explica. Tampoco les parece justa ni «viable» la bajada constante de los precios que se pagan a agricultores y ganaderos por los productos del campo: «A veces hay cosas que no compensan, y encima ahora Europa nos ha quitado un montón de ayudas», se queja Beatriz.
Ahora es Rita la que sale a compensar entre las de cal y las de arena: «Eso sí, como calidad de vida no hay otra cosa igual». Se le escapa la reflexión mirando a su hijo, que disfruta posando para la cámara montado en una cabra. Produce ternura esta versión rural del Platero en el Parque de Málaga. La diferencia es que esto es la vida en directo. Y Miguel Ángel, la semilla que se queda.
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