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Salmata Ouamara tiene 34 años y una familia partida entre Costa de Marfil, Nador y Málaga. Los traumas que acumula tras el atroz viaje con dos de sus tres hijos no le permiten siquiera contar su historia de manera coherente. Lo hace a saltos, ... como si aún estuviera en el punto de la costa marroquí donde embarcaron en una patera y perdió, durante meses, el contacto con su hija de 12 años. Omar Galindo, venezolano de 49, tiene una hija de la misma edad con un trastorno del espectro autista y un futuro que, ahora sí, adivina con la calma necesaria que hace tiempo que desapareció de su país de origen. Su «suerte» la comparte con su esposa y otras dos hijas, de 10 y 22 años, que han encontrado en Málaga la ciudad perfecta donde empezar, literalmente, de cero. También empezó de cero huyendo de la guerra de su país, Libia, Delbrin Ali (21), que en apenas un año ha aprendido el idioma, se ha independizado de su madre y dos de sus hermanos y espera cumplir su sueño de ser mecánico. Mientras, aprovecha los 'tirones' de bares y restaurantes en temporada alta para ganarse la vida como camarero «o lo que sea».
Salmata, Omar y Delbrin cuentan su historia con la esperanza de poder progresar en un lugar seguro. Los tres forman parte de los llamados migrantes, a los que el diccionario define como aquellas personas «que llegan a un país o región diferente de su lugar de origen para establecerse en él temporal o definitivamente». El término lo mismo incluye a refugiados que a los llamados inmigrantes por razones económicas –entre otros grupos de población– y la celebración reciente del Día del Migrante, impulsado por Naciones Unidas, ha puesto sobre la mesa la realidad de este amplio colectivo buscando la reparación y visibilización de la parte más débil de la cadena. De hecho, la situación a la que se enfrentan inmigrantes y refugiados forma ya parte del debate político en España, expuesta a la realidad de una sociedad multicultural que aspira a que, efectivamente, quepan todos.
La presencia de extranjeros que forman parte de estos grupos de población en la provincia de Málaga tiene su reflejo directo en la estadística, donde representan el 7,02% del total (116.634 ciudadanos sobre el total de 1,6 millones). Sin salir de los datos del INE y poniendo el foco en la capital, esta cifra se reduce hasta el 6,3% de la población residente, según los datos recopilados a partir de esta fuente oficial por el Ayuntamiento de Málaga. En ambos casos (provincial y local), hay que tener en cuenta que la estadística discrimina por nacionalidad, es decir, que no tiene en cuenta a los inmigrantes que ya se han nacionalizado como españoles. En cualquier caso, la provincia sigue estando por debajo de la media española, donde el 10,7% de la población es extranjera.
Con estos datos sobre la mesa, el coordinador provincial de Cruz Roja, Samuel Linares, enuncia la primera reflexión al constatar que ese porcentaje es de apenas un extranjero por cada diez nacionales: «El fenómeno migratorio se pone muchas veces como un problema trascendente, pero no se corresponde con los datos reales». La parte más vulnerable de esta estadística se enfrenta a retos complejos que más que a su comodidad afectan a su propia supervivencia: uno de los más importantes es el de la integración en una sociedad que a la barrera ocasional de la hostilidad incorpora otras naturales como las del idioma o la cultura. A juicio de Linares, es justo ahí donde la ciudad y las administraciones tienen un reto de futuro imprescindible: «En el último año se han estructurado con bastante eficacia los procesos de primera acogida en Málaga. A eso han contribuido la puesta en funcionamiento del CATE (Centro de Atención Temporal de Extranjeros) de la Policía Nacional, la base humanitaria en el Puerto de Málaga y el CADE (Centro de Atención, Derivación y Emergencia) de Cruz Roja. Gracias a este impulso hemos conseguido dignificar la llegada; ahora bien: ¿qué pasa a los tres meses con esa persona que ha llegado en patera?», se pregunta el coordinador provincial de Cruz Roja.
Con respecto a esa acogida justo en el momento en que pisan tierra, hay que tener en cuenta otro dato reciente que confirma que la presión migratoria a pie de playa (tanto en el Puerto como en el resto del litoral de la provincia) ha disminuido notablemente: si en 2018 llegaron por esta vía 5.636 personas, en todo 2019 esta cifra se ha reducido hasta las 2.150. La lucha contra las mafias y el refuerzo de la cooperación con países como Marruecos y Mauritania están, según el subdelegado del gobierno de España en Andalucía, Lucrecio Fernández, detrás de este importante descenso.
La necesidad de trabajar en la incorporación plena en la sociedad que defiende el coordinador provincial de Cruz Roja es compartida por Francisco Cansino, coordinador territorial de CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) de Andalucía Oriental, pero a esa visión de las cosas en la ciudad añade un problema específico que afecta a los refugiados: la saturación del sistema, en este caso sí, en la primera acogida. «Nosotros tenemos en la actualidad a 507 personas en esa situación de haber manifestado su deseo de pedir asilo pero que no pueden formalizarlo porque la Policía Nacional les da cita para varios meses». El resultado es «una lista de espera increíble» y una puesta al límite de los recursos con los que CEAR cuenta en Málaga. «Ahora mismo esas personas están recogidas en plazas de hostales que financiamos con nuestros recursos, pero esta primera acogida no se puede prolongar sin límites», alerta Cansino, que deja un aviso que da que pensar: «A día de hoy, hay refugiados en la calle».
La solución, en este sentido, pasa por la puesta en marcha de un centro específico para ese primer momento en que los solicitantes de asilo aún no se han incorporado al sistema; una necesidad que el coordinador de CEAR ya ha hecho llegar a las autoridades municipales. Que la llegada de refugiados a la ciudad es algo que no sólo no ha parado sino que no ha dejado de crecer se confirma en los datos que aporta la Oficina de Atención a Personas refugiadas, un proyecto impulsado por el Ayuntamiento de Málaga en 2017, tras la gran crisis humanitaria: en ese primer año hubo 1.986 atenciones y en 2019 (hasta el 30 de noviembre) la asistencia ha escalado hasta casi las 3.000 (2.980).
En este escenario complejo, el reto de la integración plena parece una cuestión de medio o largo plazo cuando en realidad es urgente. «Para eso hace falta empleo», zanja la concejala de Migración, Acción Exterior y Cooperación al Desarrollo del Ayuntamiento de Málaga, Ruth Sarabia, poco antes de enumerar algunos de los problemas a los que se enfrentan los extranjeros: «Desde las dificultades para la homologación de títulos en el caso de los que tienen carreras a la barrera del idioma o a los tipos de trabajo a los que acceden». Es decir, el nicho del empleo está extraordinariamente reducido a los servicios (hostelería, camareras de piso), a la construcción y a las tareas relacionadas con los cuidados y el hogar.
Esas dificultades a las que se enfrentan los que llegan están reflejadas en datos recientes: uno de los últimos, un informe de Accem sobre empleabilidad de migrantes en Málaga que confirma que sólo el 8% de los extranjeros que se encuentran en estas circunstancias y que tienen una carrera trabajan como titulados. En este sentido, Sarabia insiste que en que la formación y la orientación laboral específicas «son cuestiones fundamentales» a la hora de impulsar la integración a través del empleo. De hecho, la edil confirma que este aspecto es uno de los «pilares básicos» de la labor municipal en la atención a los migrantes, una competencia que a pesar de corresponder a los gobiernos regionales está prácticamente transferida a los ayuntamientos. Sarabia también constata un cambio de tendencia en la labor que desempeñan servicios municipales como el Teléfono del Inmigrante, puesto en marcha en 2008 con dos abogadas que resuelven dudas a este colectivo pero que en los dos últimos años «reciben mayoritariamente llamadas de españoles interesados en los requisitos necesarios para contratar extranjeros».
A pesar de este pequeño espacio para la esperanza, el coordinador provincial de Cruz Roja se encarga de dibujar una realidad que dista mucho de equilibrar las posibilidades reales de ser un inmigrante irregular y conseguir un trabajo: «En estos casos la inserción laboral es complicadísima; de hecho en Cruz Roja ni siquiera tenemos programas específicos para eso. Es un círculo vicioso que no hay manera de romper».
La situación no es la misma, sin embargo, en el caso de los refugiados, «que sí pueden llegar a tener permiso de trabajo», constata el responsable de la ONG. En esa situación está Omar Galindo, que el pasado mes de julio consiguió un trabajo en la cocina de un restaurante japonés. «Es a lo que me dedicaba en Venezuela, así que estoy muy contento», celebra este solicitante de asilo que por el momento cuenta «con una visa de un año por razones humanitarias. Y luego ya veremos, aunque tengo claro que no volveremos». Tampoco volverá a su país Delbrin Ali, nacido en Siria pero criado en Libia y al fin «tranquilo porque en mi país había guerras y mafias». Como Omar, logró trabajo en la hostelería y ahora perfecciona su español «para ser mecánico». Sobre la acogida en Málaga, no tiene dudas: «Ha sido buena; nos han tratado muy bien desde que llegamos».
También mejora «poco a poco» desde que llegó aquí Mamadou Ariyalo, natural de Guinea Conakry. A sus 25 años, ese afán de mejora paulatina es literal, porque padece una enfermedad autoinmune que además de afectar sus articulaciones y convertir su escapada a Europa en un infierno le ha dejado casi sin vista. «Ya casi no veo, pero estoy contento porque en Cruz Roja me están enseñando a ser autónomo», dice Mamadou, que no pierde tampoco la esperanza de poder trabajar en 'lo suyo' porque es licenciado en Filología Francesa.
Aquí, en Málaga, ha conocido a su compatriota Sekou Kourouma (22), que huyó de su país en 2017 cuando la situación se volvió «imposible». El joven arrastra además el trauma de un conflicto étnico en su región, del asesinato de sus padres y de la pérdida total de hogar y raíces. «Quiero seguir aprendiendo el idioma y quedarme aquí (...). Olvidar aquel infierno», suspira en un castellano que poco a poco va tomando forma. También lo aprende Ousmane Banfaga (22), que dejó en Mali padres y cuatro hermanos y que como hijo mayor decidió probar suerte en Europa. Tres años de viaje y «mucho sufrimiento» terminaron hace dos meses con la travesía final en patera y comenzaron en tierra firme, en Málaga, desde un centro de acogida: «Mi sueño es poder ayudar desde aquí a mis padres y a mis hermanos». A su lado, Salmata Oumara no ha conseguido parar de llorar: «No sé. No sé que voy a hacer; aún no soy capaz de decidirlo», dice con el vértigo de estar (casi) recién llegada, con la familia partida en tres y la duda de cómo será su vida, a partir de ahora, a este lado de la costa.
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