Es imposible simplificar todo lo ocurrido en la manifestación por las calles de Málaga del pasado sábado para reivindicar el acceso asequible a la vivienda. Son tantos los matices y las opiniones diversas que resulta conveniente alejarse un poco para analizar, con distancia y sin prejuicios ni apasionamientos, lo que está ocurriendo en la ciudad y en otros muchos municipios de la provincia. Asistimos a un problema que, lejos de ser local, es global. Muchos destinos de España y del mundo, especialmente aquellos con atractivo turístico y residencial, afrontan hoy situaciones similares. Eso de ser una de las mejores ciudades del mundo para vivir, trabajar o disfrutar del ocio tiene muchas cosas buenas, pero también un impacto directo en las condiciones de vida. Cientos, si no miles, de personas, especialmente europeas, eligen Málaga y su provincia para trabajar –o teletrabajar–, para vivir con sus familias y dirigir sus empresas a distancia, para pasar meses aquí durante su jubilación o, simplemente, para disfrutar del tiempo de sus vacaciones. Muchas, incluso, optan por adquirir una vivienda como primera o segunda residencia.
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Además, el negocio de las viviendas turísticas, en todas sus modalidades, se ha implantado por casi toda la ciudad y no sólo en el centro. No hay barrio o zona de la ciudad en la que no se vean a turistas con sus maletas entrando y saliendo. De hecho, reservar tres noches en una casa en Palma-Palmilla cuesta 439 euros en la plataforma Airbnb y, por si hay alguna duda, el perfil tiene una valoración de los huéspedes de 4,51 sobre 5. Algunos comentarios advierten de las condiciones poco recomendables del barrio, pero son muchos los que elogian en general la vivienda. Este negocio ha permitido regenerar gran parte del centro histórico -en absoluta decadencia en los años 80 y 90- y ha contribuido al crecimiento turístico de la ciudad, pero también tiene efectos en el mercado del alquiler de larga temporada.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), Málaga capital tiene 7.038 viviendas turísticas y la provincia alcanza las 41.038. El peso que ejercen estos alojamientos sobre el total alcanza ya el 4,1% en la provincia de Málaga, más de tres veces por encima de la media nacional, que está en el 1,3%. En la ciudad de Málaga el porcentaje es del 2,1 sobre todo el parque residencial, una cifra que no parece tan elevada como para ser la causante de toda esta crisis. Y respecto a las viviendas vacías, en la capital hay 16.638, que suponen el 6,35% de las 261.857 totales, según datos del INE. En la provincia hay 152.774, el 15,33% de las 996.557 registradas. Este censo se efectúa cada diez años y toma el consumo eléctrico como referencia para medir el grado de ocupación de cada casa y se considera vacía la que no tiene contrato de suministro o la que tiene un consumo inferior al equivalente a quince días al año. Generalmente son casas en mal estado y deterioradas o en lugares alejados de los entornos urbanos más poblados, pero que podrían incorporarse al mercado del alquiler.
Estas son algunas cifras del complejo mercado de la vivienda y de la burbuja de precios que no sabemos cuánto durará antes de que explote. Resulta evidente la cantidad de factores que han provocado este incremento de los precios, tanto en el alquiler -inaccesibles para muchas personas y familias- como en la compra. Son muchos los expertos que coinciden en una obviedad: la demanda es muy superior a la oferta. Se construyen muy pocas viviendas y, sobre todo, se ejecutan muy pocas protegidas, tanto de protección oficial como de promoción pública. Y ahí sí es fácil encontrar los motivos: hay poco suelo disponible, la tramitación por parte de las administraciones es muy larga y costosa y los precios regulados de las VPO no permitían siquiera, hasta hace pocos meses con el cambio de los módulos, cubrir costes. Además, la propia normativa permite a los promotores dejar sin ejecutar el porcentaje de viviendas protegidas que le exige la ley.
No se trata de demonizar la construcción, porque los ayuntamientos y, por tanto, los propios ciudadanos están entre los principales beneficiarios de este sector y del parque de viviendas. Las administraciones municipales se financian a través de las licencias, el IBI y el resto de tasas e impuestos que luego permiten la gestión de todos los servicios municipales. De hecho, la recaudación por impuestos y tasas es mayor que el margen de beneficios del promotor, sin contar la cesión del 10% de la edificabilidad, de las calles y la urbanización y de los suelos de equipamiento que contemplan las normas estatales y autonómicas bajo el criterio tradicional de la equidistribución de beneficios y cargas en el que se basa el urbanismo. Es decir, la vivienda es una fuente de ingresos para los ayuntamientos y otras administraciones, que ahora se ponen de perfil y buscan culpables fuera de sus propios despachos cuando son un actor principal en todo lo que tiene que ver con la vivienda.
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Y respecto a los alquileres hay otra realidad que nadie quiere asumir: la ley que nació para defender a los inquilinos los ha desprotegido por el miedo y la inquietud que ha generado entre los arrendadores. Puede resultar políticamente incorrecto, pero la nueva ley de vivienda perjudica, precisamente, a los más vulnerables. De hecho ya aparecen anuncios en portales en los que se destaca que se permiten niños, debido a que muchos propietarios se niegan a alquilar a familias con hijos pequeños o personas dependientes por el temor a que sean declaradas vulnerables económicamente y las administraciones públicas no respondan con agilidad.
Así que podemos concluir que la manifestación, que congregó según las estimaciones contrastadas por SUR a unas 15.000 personas -algo más de cinco mil para la Policía Nacional y más de 25.000 para los organizadores-, no hizo más que expresar el sentir de muchas personas que hoy por hoy tienen grandes problemas para alquilar o comprar una casa. Es difícil encontrar alquileres de una vivienda de dos habitaciones por menos de 800 euros o comprar por menos de 250.000 euros, con salarios de casi mileuristas. No hay economía doméstica que lo soporte.
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Otra cosa bien distinta son los matices y opiniones que rodean esta manifestación, convocada por el Sindicato de Inquilinas de Málaga, que defiende el derecho a la vivienda y un alquiler asequible, estable, seguro y digno. Uno de sus portavoces, en una entrevista en SUR, se mostró en contra de que la vivienda sea un bien de mercado y partidario de que «cualquier alternativa habitacional para las personas que no tienen hogar son válidas: por eso pedimos que se despenalice la okupación».
Hay dos relatos que convivieron en la manifestación: el de la crisis de la vivienda, con el que casi todo el mundo está de acuerdo, y el del modelo de ciudad y sociedad, sobre el que existe un mayor debate. Es un error pensar que todos los que fueron a la manifestación están en contra del modelo de ciudad de Málaga, del turismo o de las viviendas turísticas. «Más pitufos, menos brunch» queda muy bien en una pancarta, pero no hay que olvidar que esos que ofrecen el brunch en sus bares son también empresarios y trabajadores malagueños. Es lógica -de la que yo participo- la nostalgia de lo local y lo tradicional, pero no debiera utilizarse como una herramienta de confrontación.
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El hecho de que prensa de Madrid y de Europa hayan resumido la manifestación como la protesta de miles de malagueños contra el turismo masivo es una falta de rigor evidente y demuestra cómo esa misma prensa ha caído en la desinformación. Es legítimo defender el fin de la economía de mercado y del capitalismo, abogar por la prohibición de las viviendas turísticas, por limitar la llegada de turistas y acotar las terrazas de bares y restaurantes, por fijar los precios de los alquileres y las viviendas y por limitar, incluso, el derecho a la propiedad privada, pero ello no significa, ni mucho menos, que todo el mundo tenga que estar de acuerdo. Ni siquiera que la mayoría de los que se manifestaron el sábado compartan esas ideas. Lo más difícil ahora es mantener un discurso plural, transversal y a salvo de intoxicaciones.
Málaga tiene un problema y debe ponerse manos a la obra para aplicar sentido común a la construcción y promoción de viviendas, a la gestión del suelo y a la tramitación del mismo, a la gestión de los flujos de turistas, a la regulación de las viviendas turísticas, a las normas que deben proteger a los inquilinos y también a los arrendadores y, en general, al nuevo modelo de vida que nos traen los nuevos tiempos. Y todo ello dentro de un espacio en el que puedan convivir diferentes opiniones y criterios y con políticos de altura capaces de abstraerse de la confrontación en la búsqueda del bien general. Aunque eso parece que es mucho pedir.
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