Vanessa Jiménez Jiménez tiene 32 años y en los últimos dos ha perdido la cuenta de las veces que ha tenido que ha tenido que hacer oídos sordos a la pregunta de cuándo iba a dejar de «estudiar pamplinas» y dedicarse a lo ... que los suyos esperaban de ella: la casa, los niños y el marido. Gitana y criada en ese entorno que pone el 'prohibido pasar' más allá de la cocina y el mercadillo, 'la Vane' –como la conocen todos– decidió construirse un muro con todas esas piedras y luchar contra el estigma de que «un gitano con un libro es un bicho raro, pero ya una gitana es como la lepra». Lo dice con todo lo que le da de sí la sonrisa y señalando la pantalla del ordenador donde aparece la nota que el pasado lunes le confirmaba que sí, que por esa regla de tres de los suyos será 'leprosa', pero a mucha honra. La misma que le regala el haberse sumado a ese 1% de gitanos que acceden a la universidad gracias al 6,73 de media que se ha «currado» en el examen de acceso para los mayores de 25 años.
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Porque llegar hasta aquí no ha sido fácil, y por su condición de gitana, esposa, madre y universitaria –por ese orden–, Vane echa ahora la vista atrás y aún se pregunta cómo ha podido ir superando obstáculos cuando hace dos años «ni siquiera tenía el título de la ESO». Recuerda que en el colegio era «buena estudiante», pero aquel primer tramo de su educación paró en seco en 4º de la ESO, cuando no pudo compatibilizar más el cuidado de sus dos hermanos pequeños con el desplazamiento a Priego de Córdoba, donde estaba su instituto. Nacida en el cercano pueblo de Carcabuey, Vane es la mediana de cinco hermanos y la boda de la mayor la dejó a ella en la primera línea de la responsabilidad doméstica porque sus padres trabajaban en el mercadillo todo el día.
Tenía entonces 12 años y aún recuerda «el primer puchero» que hizo con su abuela «al lado» para dar de comer a toda la familia. Los malabarismos para atender su casa y sus estudios no dieron ya para más a los 16, y cuando les dijo a sus padres que lo dejaba lo vieron como algo «natural». «Total, como yo era una chica y me iba a casar con un gitano e irme al mercadillo tampoco le dieron la mayor importancia porque no lo iba a necesitar», recuerda Vane, que entonces albergaba pocas esperanzas de que la vida le diera una segunda oportunidad en los estudios.
Aquel guión de novio-boda-casa-hijos comenzó a cumplirse poco después, cuando la familia se trasladó a Málaga, a la avenida de la Luz, aprovechando que su hermano mayor, José Luis, se había venido a la capital para estudiar ingeniería de Telecomunicaciones. Él fue quien le presentó, una noche después de salir de un concierto del cantante argelino Khaled, a su compañero de facultad, Bernardo, gitano como ella y criado en las mismas tradiciones, aunque con esa visión más amplia que le daban la universidad y la certeza de que también él estaba construyendo un ejemplo casi inédito entre los suyos. «Empezó a 'coquetearme' con 16, me pidió con 17 y a los 18 me casé», recuerda.
Luego vinieron el trabajo en el mercadillo de los suegros, las tareas en casa mientras su marido terminaba la carrera de Teleco y ahorraban para un máster y los tres niños de la pareja: Bernardo (12), José Luis (8) y Noé (3). También el palo 'gordo', ése que dicen que marca el antes y el después en tu vida y a partir del cual te embarcas en lo que realmente quieres hacer. «En mi caso, o me volvía definitivamente loca o me tiraba a por los libros», recuerda Vane, que vivió ese momento extremo cuando le diagnosticaron un cáncer de colon. Su hijo pequeño tenía un año, aunque los síntomas de que algo no iba bien en su cuerpo comenzaron en pleno embarazo: «Me vomitaba encima y perdía mucha sangre, bajé los 25 kilos del embarazo en nada de tiempo y me quedé en cuarentaytantos». Unos meses antes de que los médicos acertaran con su diagnóstico, que durante la gestación confundieron con un cólico nefrítico, la joven ya había empezado a reencontrarse con los libros para sacarse 4º de la ESO y optar a un «trabajillo cómodo» de conserje porque su marido le dijo que ella no estaba «para estar en el mercadillo pasando frío y calor». Pero una vez que empezó a estudiar, quiso más. «Él ha sido el único que me ha apoyado en todo, ha sido mi pilar en todo este tiempo», recuerda Vane, que dos semanas después de operarse del tumor, de que le cortaran 30 centímetros de intestino y de tener todavía las grapas en su cuerpo se 'plantó' en el Instituto del Palo para hacer su examen de la ESO. Y para aprobarlo, a pesar de que su madre le pidió que «lo dejara, que lo importante era que me recuperara y que me centrara de nuevo en mi casa».
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Sin embargo, Vane no sólo tenía claro que seguiría, sino que ese 'sueño' de ser conserje ya se le había quedado pequeño. Se preparó para hacer el acceso al grado superior pero no lo sacó, y el año pasado afinó el 'tiro' para aprobar el acceso a la universidad con 25 años. «Es una campeona, empezó en octubre y mira dónde ha llegado». Quien habla ahora es Mercedes García Paine –Nena Paine para todos–, que le abrió las puertas de la academia de su asociación para que refrescara lagunas y aprovechando que los dos hijos mayores de la joven reciben clases allí «porque no queremos que no se nos despisten». Hoy, Nena celebra como un auténtico logro que esta madre gitana se haya convertido en la primera alumna de su academia en sacarse el acceso a la universidad. «Y en breve llegarán más», avanza agarrando del brazo a 'su' Vane y en una de esas miradas cómplices que parecen decir que sólo ellas saben por lo que han pasado.
Porque 'su' Vane supo desde el principio que arañar tiempo de estudio con tres hijos pequeños, la casa, la convalecencia de su enfermedad y un marido que «trabaja todo el día» y que hoy es uno de los jefes del proyecto del AVE a La Meca no iba a ser fácil. Quizás no contaba con que también tendría que añadir a esta carrera de obstáculos los mil y un problemas y habladurías que sufrió en su barrio (Mangas Verdes) y en su propia familia, que no veían con buenos ojos ese afán incansable de superación. Pero también tuvo que lidiar contra eso. «Fíjate cómo fue la cosa que mi madre y mi suegra se negaron a cuidar de mi hijo pequeño cuando yo estudiaba porque pensaron que así me cansaría», recuerda Vane, quien recita de memoria todos los reproches a los que se enfrentaba a diario: «Me decían que los niños estaban desatendidos, que en los últimos meses comían demasiados 'fritos' y que era una puerca con la casa (...). Incluso un día, a mi hijo mediano que es asmático le dio un ataque y me hicieron responsable por no limpiar el polvo».
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Pero ella no se rindió y decidió seguir a rajatabla el consejo de Nena: «Me decía que cuando ellas vieran que yo no me rendía no tendrían más remedio que apoyarme». Y así fue. Hoy, la madre y la suegra de Vane –«a las que quiero por igual», dice– celebran con fiesta de tres días el logro de 'la niña', que espera haberlas convencido de forma definitiva porque –ahora sí– las necesitará como apoyo con los niños una vez que empiece el curso en la universidad.
Ese momento llegará en breve, cuando la joven se matricule en la carrera de Psicología para dedicar su futuro «a la lucha contra la violencia de género y a la promoción de la igualdad entre los hombres y las mujeres», avanza. Sobre todo entre los suyos, los gitanos, porque Vane sabe, y además lo sabe por experiencia, que aún queda «mucho camino por recorrer»: «Se echan de menos las voces gitanas en este discurso; gente que sea capaz de hacer ver que hay que respetar nuestras tradiciones pero desde la igualdad. No me gusta eso de tener que escuchar todavía que yo tengo que saber dónde está mi sitio, ¿por qué no puede ser mi sitio el mismo que el de mi marido?», se pregunta 'la Vane', convencida ya de que tiene «mucho que aportar» y que poco a poco dejarán de preguntarle en su barrio que cuándo va a dejar de «estudiar pamplinas». Porque no lo son.
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