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Llevan casi tres décadas aplicando a pies juntillas la palabra que construye su nombre: Cuidados del cáncer (Cudeca). Su gerente y directora médica, Marisa Martín Roselló, está acostumbrada por su experiencia en primera línea a los efectos del sufrimiento y de la muerte. Pero ... los que nunca imaginó son los que ha tenido la pandemia en la fundación que puso en pie con la británica Joan Hunt: la legión de voluntarios que sostienen el proyecto han caído a la mitad, sus líneas de financiación –basadas tradicionalmente en los eventos y en su red de tiendas solidarias– se han visto seriamente afectadas y, después de varios ejercicios saneados, el déficit que calcularon en el estado de alarma rondaba los dos millones de euros. En el otro extremo de la balanza, los más de 1.500 pacientes y familias a los que atendieron en 2019 y los cientos que han ido llegando en 2020. Por eso la doctora Martín Roselló no pone paños calientes en el diagnóstico: «Estamos muy preocupados».
–¿Tan seria es la situación?
–Sí, aunque no tanto por la atención y nuestros servicios, que por el momento mantenemos, como por la situación económica. Nuestra financiación está muy basada en la relación de las personas, en la comunidad que nos apoya: de hecho, la mayor fuente de ingresos de Cudeca son sus 23 tiendas benéficas, donde trabajaban 900 voluntarios. Con el estado de alarma el cierre fue total, pero ahora que intentamos recuperar la normalidad nos hemos encontrado que nuestros voluntarios están en los grupos de riesgo, porque la mayoría son señoras mayores.
–¿Eso en qué medida les afecta?
–Pues antes del estado de alarma teníamos 900 voluntarios y nos quedamos en 300: ¡Imagina el caos! A través de campañas en redes sociales hemos conseguido recuperar algo y llegar a los 500, pero no estamos en los niveles de antes. Seguimos necesitando personas que puedan dedicar cuatro horas a la semana, en turnos de mañana o tarde, para mantener las tiendas abiertas.
–¿Hasta cuándo podrán aguantar?
–Lo voy a explicar en números, que así parece que las cosas se entienden mejor. Durante el estado de alarma hicimos las cuentas del daño, con las tiendas cerradas, y calculamos un déficit de unos dos millones de euros. Y eso en un presupuesto anual de cuatro millones representa la mitad. Con los ajustes que ya hemos hecho, podemos hablar de un escenario optimista de pérdidas de 800.000 euros. Y te digo optimista porque el pesimista no lo quiero ni pensar.
–¿Y en estas circunstancias pueden mantener los servicios?
–Sí, se mantienen todos. Lo único que hemos tenido que cerrar es la unidad de día porque no podemos contar ahora mismo con voluntarios asistenciales en centros sociosanitarios como el nuestro. Sin embargo, los seis equipos de atención domiciliaria están trabajando y la unidad de ingreso con las nueve camas que tenemos disponibles ha seguido funcionando. Espero que podamos terminar el año sin cerrar ningún servicio, pero el año que viene ya no sabemos.
–El sistema sanitario se nutre de los servicios que presta Cudeca en materia de cuidados paliativos, que de otra forma casi no existirían... ¿se sienten respaldados por las administraciones?
–Sí, hemos tenido reuniones, sentimos que ese soporte está ahí y estamos negociando para que el año que viene haya mejoras. Y también me gustaría hacer una mención a los Ayuntamientos, con sus líneas de subvenciones en participación ciudadana o en bienestar social: en un año tan complicado están manteniendo e incluso aumentado sus aportaciones. Son muchas las necesidades que hay, y nosotros que somos una ONG implicada en las necesidades de la comunidad vemos a diario cuál es la situación. Cuando alguien no tiene para comer, entiendo que eso es lo primero. Por eso estamos intentando capear el temporal como podemos.
–Hace apenas tres años se cumplían las bodas de plata de Cudeca, ¿alguna vez pensó que iban a cambiar tanto, y en tan poco tiempo, las cosas?
–Lo pienso muchas veces. Cuando nos sentamos a ver las cuentas y vemos de dónde veníamos en el 2019, que teníamos superávit... Pero no sólo te hablo del año pasado: tenemos una historia de 28 años y es ahora cuando vemos nuestros apoyos, dónde está la organización o cuál es nuestra misión. Y yo estoy muy orgullosa de eso (se emociona). Hacías referencia en tu pregunta a cómo cambia la vida: eso es justo lo que le pasa a los pacientes con cáncer y a sus familias, que en un momento se para el mundo y todo cambia; por eso cuando estoy mal, me doy una vuelta por la planta y veo a los pacientes y es un alivio inmediato ver que lo estamos haciendo bien.
–Ustedes tratan a pacientes en la recta final de sus vidas, ¿piensa que estamos demasiados centrados en la curación y no en el acompañamiento y el soporte cuando no hay solución?
–Sí, y es una cuestión de la sociedad en su conjunto. Vivimos de espaldas a la muerte y aún hoy, en el siglo XXI, se ve como un tabú. Eso dificulta que muchas veces incluso los propios profesionales podamos abordarla de manera directa, aunque hay que tener en cuenta que a nosotros también nos cuesta porque formamos parte de esa sociedad. Pienso que hemos tecnificado mucho la salud, que en los hospitales muere más gente de lo que sería necesario, pero a veces la seguridad de tener el último recurso en un hospital es lo que vamos buscando.
–¿Considera que con los medios adecuados todos tendríamos que aspirar a poder morir en casa?
–No necesariamente. Cuando empezamos con los cuidados paliativos aquello era el dogma de fe, se decía que el paciente tenía que morir en casa porque es donde quiere estar. Pero hay veces que no es posible. Por ejemplo, el fin de semana pasado atendimos a una familia cuyo familiar quería morir en casa, pero por sus circunstancias y síntomas era muy complicado. A veces se les ofrece la opción intermedia, porque en el caso de la unidad que tenemos en Cudeca ellos encuentran la serenidad de estar solos con sus familiares y con el cariño que necesitan en ese final.
–Acaba de celebrarse el Día Mundial de los Cuidados Paliativos, pero el 50% de los enfermos terminales de todo el mundo no los recibe y el 75% mueren con «dolor emocional». Parece que queda un largo camino que recorrer...
–Sí, y sin embargo cuando a alguien le hablas de cómo quiere morir todos tenemos una opinión. Días mundiales como el que se celebró ayer son muy necesarios porque la ciudadanía tiene que sensibilizarse. También la administración pública y las autoridades sanitarias tienen que identificar, entre las miles de necesidades que hay, que invertir en cuidados paliativos es ahorrar costes y ganar en calidad; porque salvo las personas que mueren por un accidente de tráfico o de manera súbita, todos los demás vamos a tener una enfermedad que nos va a permitir beneficiarnos de esos cuidados. No sólo se trata de equipos específicos, sino que todos los profesionales de la salud tengan una formación suficiente, que haya una buena base. El dolor lo tiene que saber controlar cualquier profesional de la salud.
–¿Cuál es la primera ayuda que ha de darse a una persona que acaba de saber que su enfermedad es irreversible?
–Nosotros siempre intentamos explorar qué síntomas y qué necesidades tiene. Es importante que el dolor esté controlado para poder construir más cosas, por ejemplo a nivel emocional, qué te preocupa de tu familia, temas que pueden estar pendientes como un perdón o resolver cualquier conflicto... Si no controlas lo físico es difícil que puedas centrarte en lo otro, aunque a veces los profesionales también nos equivocamos y pensamos que lo que más le preocupa a un paciente es el dolor cuando en realidad lo que le angustia es que tiene a un hijo fuera al que quiere ver antes de morir.
–¿Los cuidados paliativos, en general, funcionan bien en el sistema sanitario español?
–En España hubo un momento muy importante en 2010, con una estrategia nacional que le dio impulso a los cuidados paliativos con la generación de equipos especializados, de formación... pero desde ese año no se ha vuelto a invertir dinero; y en ese camino se han multiplicado por dos el número de pacientes que demandan esa asistencia al final de su vida. Necesitaríamos que ese servicio se dé de manera más amplia por parte de los profesionales sanitarios, y que los equipos más especializados nos centremos en los casos con más complejidad.
–¿Qué opina del debate sobre la ley de la Eutanasia?
–La gran mayoría de los que nos dedicamos a los cuidados paliativos hemos aprendido a respetar las decisiones personales y autónomas de cada persona. Yo puedo entender que un paciente en un momento dado decida que ésa es la manera en que quiere terminar su vida, pero la realidad que vivimos es que eso se pide cuando se está muy desesperado: en la medida que tú estás ahí, que alivias los síntomas, los acompañas... se ve de otra manera. En mi experiencia personal de todos estos años, sólo he tenido un paciente que lo pidió y que lo hizo. Yo siempre me planteo una cuestión: cuando una persona dice que si tuvieran una enfermedad como el cáncer preferirían la eutanasia, ¿realmente qué están pidiendo?, ¿que le alivien el dolor?, ¿estar en casa tranquilos? ¿conservar su autonomía? Todo eso lo hacen los cuidados paliativos. Y hay otra cosa que me gustaría destacar por nuestra experiencia: tú no puedes saber lo que vas a querer hacer cuando llegue eso, porque desconoces en qué momento vital vas a estar. No sabes si vas a estar a punto de tener un nieto y quieres verlo nacer, o tienes un hijo con problemas y quieres es ganar tiempo para estar con él... Por eso pienso que teorizar sobre eso no es real...
–¿Piensa que quizás antes tendría que haber una ley de cuidados paliativos que una regulación de la eutanasia?
–Todos los que estamos en este mundo lo decimos. Nosotros abogamos por conservar la vida hasta el final y darle la dignidad y la calidad necesaria. Quitarla en un momento y sin más no es lo que queremos hacer. Dicho esto, si ofreces a un paciente todas esas opciones y al final lo hace, yo tengo que respetarlo. Lo que sí es verdad es que el sentido de una vida merece todos los esfuerzos para evitar que se tenga que llegar a ese punto, porque incluso los cuidados paliativos ofrecen una salida digna para los casos de sufrimiento irreversible.
–¿Qué ha aprendido usted de la muerte después de toda una vida acompañando a los pacientes?
–Yo soy lo que he aprendido. Y lo que he aprendido es que no sé cómo voy a afrontar la muerte cuando me toque. Teorizar es muy fácil pero yo no dejo de ser una persona normal y corriente con mis miedos, mis necesidades y mis preocupaciones. Lo que sí he visto, en general, en mis pacientes, es que al final uno no está tan preocupado por uno mismo sino por lo que deja. Los profesionales de la salud, además, somos muy malos pacientes, muy díscolos, no nos gustan los protocolos... así que me imagino que no seré una paciente fácil y que mi preocupación estará en cómo se quedan los míos. Ahora tengo una edad en la que mis hijos son adultos, que ya tienen su camino hecho y que los he disfrutado mucho aunque nunca es suficiente, pero esas son las cosas en las que pienso cuando pienso en mi muerte. Sé que los síntomas los voy a tener controlados, eso no me preocupa; pero a nivel emocional soy de carne y hueso.
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