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Despide 2021 «sin ninguna pena», como quien se aleja de un lugar por el que habría preferido no pasar. Y tal vez tenga razón: el nuevo año comienza bien para Javier Imbroda (Melilla, 1961), que hoy descubrirá su estrella en el paseo de la fama del deporte malagueño, en el Martín Carpena. El consejero de Educación y Deporte, que convive con el cáncer desde hace cinco años, colgará por unas horas su uniforme político para recordar su celebrada etapa como entrenador de baloncesto. (Sigue en directo el acto a partir de las 12.00 horas, aquí)
–Ahora que le vemos en familia, tranquilo, me pregunto cuántas veces habrá pensado desde que entró en política: «¿Dónde me he metido?».
–Me lo plantearon varias veces y siempre dije que no porque no tenía ganas de soportar tanta exposición pública. Ya sabe que estar en este plano es como estar en una diana donde apuntan todas las flechas, incluso las envenenadas.
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–¿Y cuándo cambió de idea?
–En el verano de 2018, cuando Albert Rivera me lo propuso por cuarta vez. Me identifiqué con la posibilidad de que se produjera un cambio histórico en Andalucía. Más de treinta años de socialismo ya estaban bien. Creo que Andalucía merecía otra visión. Y poder participar en ese cambio me motivaba muchísimo.
–Usted que viene del deporte, donde las cosas dependen de uno mismo, ¿cómo lleva que cualquier proyecto esté sometido a la maquinaria burocrática?
–Tengo un equipo de más de treinta personas para quienes sólo tengo palabras de agradecimiento, desde la viceconsejera hasta el último jefe de servicio. Y trato de transmitir que estamos en el lado bueno de la política, allí donde tienes la capacidad para tomar decisiones que tengan influencia en la sociedad.
–¿Y cuál sería el lado malo?
–Lo orgánico, eso que conocemos como partitocracia. No me gusta, no me identifica y no lo echaré de menos. Los partidos no están a la altura de lo que la sociedad requiere, están alejados de la realidad y del interés general.
–Pero usted conoce a muchas personas que llevan veinte, treinta años en política. ¿Qué opinión le merecen?
–Posiblemente yo no sea cómodo, soy consciente. Y me da igual. Tengo la capacidad de expresarme libremente porque mi esfuerzo me lo ha permitido. Siempre hay excepciones, porque hay personas que mantienen su vocación desde muy jóvenes, pero yo pondría una serie de condiciones, por ejemplo que hasta los 35 años nadie entrase en política. Hasta entonces tienes que trabajar, currártelo y construir una vida real. ¿Que luego quieres tener una responsabilidad pública? Fenomenal. Te damos ocho años. Y luego, hayas estado en la oposición o en el gobierno, te vas a casa. Implantar eso sería una revolución, pero creo que la sociedad ganaría.
–¿Nunca ha notado que los pies se levantaran del suelo?, ¿no le ha cegado el poder?
–El problema es cuando la vanidad supera al éxito. Mi vanidad está satisfecha. Lo que me motiva, de verdad lo digo, es aportar mi conocimiento y experiencia al servicio de la sociedad un tiempo determinado.
–Porque seamos sinceros: a la política usted le ha perdido dinero.
–Mucho. Pero era consciente y en absoluto estoy arrepentido. Tengo la vida más o menos resuelta. Lo hago porque soy un enamorado de mi tierra y de mi gente.
–¿Qué queda de aquel chaval que entrenaba al Maristas?
–(Risas). Por ahí hay fotos... Creo que no se han quedado en el camino ni mis principios ni mis convicciones. Quedan muchas cosas, como las ganas de trabajar a diario y la capacidad de transmitir ese deseo.
–Y de esos principios, ¿cuál ha sido para usted el más útil?
–Que el talento sin esfuerzo sólo sirve para divertirse.
–Sesenta años después, ¿qué recuerda de aquella infancia en Melilla?
–Fueron años felices. Recuerdo amor, paz y risas. Eso pensé que eran las casas, los hogares, hasta que me hice mayor y comprendí que desgraciadamente eso no era lo habitual. Me siento un privilegiado. Vengo de una familia normal: mi madre era ama de casa y mi padre, administrativo. Siempre lucharon mucho.
–¿Cómo evolucionó su relación con ellos?
–Salí de mi casa muy joven. Quise perseguir mi sueño: sabía que como jugador de baloncesto no iba a llegar muy lejos pero que como entrenador quizá tendría alguna oportunidad. Era muy consciente de lo que dejaba atrás y de que no era reversible. Pero todo lo que viví resultó una base fundamental.
–¿Recuerda el momento en que pensó que dedicaría su vida al baloncesto?
–Siempre he disfrutado del camino. Las cosas se produjeron de una manera natural, aunque hubo un momento en que pensé que no valía para esto. Era muy jovencito. Me mataba a trabajar, pero luego perdía. Y me preguntaba: «¿Para qué». Luego crecí como entrenador, veía que lo que transmitía se traducía en resultados cada vez mejores, pero todo fue muy progresivo. Nada vino del cielo. Teníamos pocos recursos. ¡Éramos un colegio! Si viviéramos en Estados Unidos habrían hecho dos películas de aquello. ¿Cómo pudo suceder que un colegio de un barrio de Málaga llegase a tener un equipo en la ACB y otro en la Liga Asobal?
–Dígamelo usted: ¿Cómo ocurrió?
–Coincidimos personas jóvenes, con ilusión, sin complejos para competir con los grandes. Y fue algo increíble. La gente lo llamaba milagro. ¿Ha sucedido alguna vez algo parecido en España o Europa? Esa mentalidad competitiva, de superación y deseo... No buscábamos copiar, sino crear nuestro propio modelo. Fue muy grande.
–¿Nunca le costó digerir el éxito?
–Tal vez habría que preguntar a los demás, pero creo que lo he llevado con normalidad. Nunca he formado parte de la vida social, aunque me hayan mirado raro porque la tranquilidad parece que esté bajo sospecha. Imagine mi época como entrenador de la selección española o del Real Madrid, era como ser ministro o casi más. Pero nunca me he prodigado, he sido celoso de mi tiempo y mi espacio.
–¿Y cómo ha gestionado el fracaso?
–Le tengo respeto a esa palabra. He perdido muchas veces, pero la derrota te enseña y la victoria se celebra. El fracaso es no intentarlo.
–Pero el ascensor social a menudo esta averiado. No siempre quien lo intenta, quien lo merece por dedicación, lo consigue.
–Quienes venimos de esa generación del esfuerzo comprendemos que hay gente que confunde el estado del Bienestar con el estado del conformismo. A veces siento que esta sociedad no se enfrenta a las adversidades. La gente quiere que todo sea fácil: tener un gimnasio, un centro de salud y el colegio en la puerta de casa. Y eso no siempre ocurre, y no pasa nada. Pero hay gente que piensa que sí que pasa. Por eso a veces mi generación no comprende que pueda estar dentro de una sociedad acobardada, temerosa, caprichosa, consentida e ingrata. Me preocupa. Tenemos que formar a los niños para que superen las adversidades cuando lleguen.
–¿A qué achaca que, por lo general, tengan una tolerancia baja a la frustración?
–Porque todo es más cómodo. Pero la educación está en las casas, no en los colegios. Los padres educan y los profesores enseñan. Claro que en los colegios se refuerzan valores, pero esos valores nacen en las casas. Los padres no pueden hacer dejación de funciones y delegar la educación en los centros. Los principios deben ser los mismos, por mucho conocimiento y tecnología que haya: respeto, disciplina, responsabilidad, superación...
–Venir del deporte supongo que deja eso bastante claro.
–El deporte es una escuela de vida, al nivel que pueda cada uno. Puedes ser el número diez de doce, pero juegas unos minutos, estás con tus amigos, disfrutas, te lo pasas bien... Porque el deporte tiene un lenguaje universal que no tiene la política ni la religión ni ningún otro sector.
–¿Cómo se enfrenta alguien como usted, con una cultura del esfuerzo tan arraigada, a una enfermedad que no controla, que sigue su cauce por mucho que luche?
–Lo que depende de mí es cómo lo afronto. La enfermedad quiere marcar tu ritmo de vida, postrarte, que te rindas. Y yo he elegido vivir, así que tendrá que esperar un poco. (Sonríe).
–¿Recuerda aquel primer diagnóstico?
–No se me puede olvidar. Fue un mazazo, una sensación devastadora. Me daban poco tiempo de vida y ya llevo cinco años. Soy consciente de que aún queda tarea.
–¿Y ahora cómo está?
–Me encuentro bien, confiado en una serie de tratamientos que tengo hasta el verano y que de momento tolero bien aunque tienen efectos secundarios. Mi organismo está respondiendo y seguirá haciéndolo porque ya me encargaré yo. (Sonríe). Llevo una sesión del nuevo tratamiento. Confío en las fantásticas manos de los doctores Alba y Rodríguez. Seguiremos luchando por la vida.
–Hace unos meses, en una entrevista, Emilio Alba decía que el pensamiento positivo a veces hace olvidar que el cáncer es una cuestión biológica, no una pelea. Usted, que parece tener un grado alto de exigencia consigo mismo, ¿se ha permitido bajar los brazos, aunque sea unas horas, en algún momento?
–Sí. Es necesario. También necesitas desahogarte. Se acumulan los tratamientos, las cirugías, la lucha, ver que parece que sí y luego no, que no y luego sí... Estás inmerso en una montaña rusa emocional. Y a veces he necesitado parar y desfogar, pero también le digo: diez minutos.
–Usted ha escrito alguna vez que ya conocía el valor de la vida antes de todo esto, ¿pero qué ha aprendido?
–Esto es un sufrimiento grande. Como bien dices, nunca he necesitado padecer esto para entenderlo, pero es verdad que la enfermedad corrobora la importancia de relativizar, de focalizar prioridades.
–¿Y la convicción de que la vida es finita? Porque a veces vivimos como si tuviéramos todo el tiempo del mundo.
–La única certeza que existe en la vida es que estamos de paso. Conviene saberlo, tenerlo presente. Parece que esto no pudiera ocurrir... Alguna vez me han preguntado si seguiré en el Gobierno. Y no tengo ni idea. Yo ya me planteo la vida por semanas, no por años. Llegado el momento, si quieren contar conmigo... Pero hacer planes me parece absurdo. Recuerdo que vi la muerte en una de las cirugías que tuve. Y no vi una luz, no vi nada. Porque creo que la muerte es la nada.
–¿Y cómo lleva la vulnerabilidad alguien acostumbrado a ser el fuerte de la casa? ¿Cómo fue el momento de decir: «Tengo cáncer y voy a necesitar vuestra ayuda»?
–Básicamente les ayudo yo a ellos. (Risas). Mi mujer y mis hijos necesitan verme bien, porque entonces se tranquilizan. Así que procuro estar bien para ayudarles. No quiero regalarle tiempo a la enfermedad. Sería una torpeza. Así que intento que me vean bien, aunque lleve la procesión por dentro. Soy consciente de lo que me estoy jugando.
–Hace no mucho la palabra cáncer era un tabú. Usted, sin embargo, lo hizo público en una carta. ¿Siempre tuvo claro que quería compartirlo?
–Lo hice porque me lo pidieron los médicos, aunque no lo tenía claro. Me dijeron que mi manera de afrontar la enfermedad podía inspirar a otros que estuvieran como yo. Y no puede ni imaginar cuánta gente me escribió para darme las gracias.
–El otro día se emocionó en el Parlamento cuando un diputado socialista le animó...
–(Resopla enseguida y se echa las manos a la cara, tapándose).
–Reacciona como medio avergonzado.
–Yo estaba preparado para dar una respuesta política, pero Juan Pablo Durán me desarmó. Es uno de esos políticos que tanta falta hacen, y me da igual su signo. Yo llevaba días complicados, pendiente de la primera sesión del nuevo tratamiento... Me encontraba más sensible de lo habitual y no supe reaccionar. Luego le di un abrazo.
–Cuando vi el vídeo pensé hasta qué punto nos hemos deshumanizado como para que nos sorprenda que un político desee salud a otro, por encima de cualquier otra consideración.
–Deberíamos desterrar a quienes vienen a crispar, señalarlos. Y los medios también tienen su responsabilidad. Tampoco sabía que el video se viralizaría. Después de ese momento seguí emocionado y se acercaron diputados de Podemos, de Vox... Me abrazaron y lo agradecí. Y mensajes no quiero ni contar los que me llegaron... Pero sobrellevar esto tiene una carga emocional y necesito tranquilidad. Lo agradezco, pero necesito evadirme.
–Tiene mérito en un momento de tanta polarización.
–Estamos inmersos en una época de 140 caracteres. Todo se reduce a un titular, nos quedamos en la epidermis de cualquier realidad. ¿Contra eso qué? Hay que intentar profundizar. El teléfono ha sido nuestro fiel compañero durante meses encerrados en casa, pero seguimos conectados cuando la vida ha se ha vuelto a abrir. Somos adictos al móvil y nos alejamos de la reflexión, que es fundamental para saber hacia dónde vamos en un mundo que avanza cada vez más rápido.
–Alguien liberal como usted, ¿se siente cómodo cuando entra a un restaurante y tiene que mostrar el pasaporte Covid?
–Más que pensar en mí, pienso en los trabajadores de ese restaurante. No pasa nada. Si para que ellos puedan trabajar yo tengo que enseñar mi móvil, lo hago. Debemos ser menos egoístas. No me siento asaltado ni mi libertad se ve afectada.
–¿Cuántas veces ha soñado con aquel triple de Ansley que no entró y dejó al Unicaja a seis metros del título de campeón de la ACB?
–(Risas). Siempre he pensado que la única diferencia habría sido el tamaño del trofeo. Todo lo demás fue como si hubiésemos ganado.
–Volviendo a la política, ¿le ha dolido el desplome de Ciudadanos?
–Me ha dolido. Creo sinceramente que es necesario que haya un proyecto liberal porque el liberalismo se aleja del dogma. Y hoy lo fácil es ser dogmático. Un liberal cree en el equilibrio y es capaz de convivir con las tradiciones y a la vez emprender y aspirar a lo que cada uno sueñe. Yo soy más de ideas que de ideologías.
–¿Y cómo se hace para no cruzar la línea que separa el liberalismo del ultraliberalismo?
–Hay cuestiones fundamentales: sanidad, educación y políticas sociales.
–Públicas, entiendo.
–Claro. Vengo del sector privado y he sido puro riesgo. Fomento la iniciativa privada, pero prestigio el servicio público. Es perfectamente compatible.
–¿Ha sufrido la crisis de los 60?
–(Risas). Mañana cumplo 61. He despedido el año sin ninguna pena.
–Mandándolo a la mierda.
–Sí, se lo dije a mis hermanos y mi mujer tres minutos antes de las uvas: brindo para que se vaya el 21. Y dentro de eso está cumplir los 60. (Risas). Es una edad seria. A los 30 no era consciente, los 40 no me sentaron muy bien, los 50 los llevé mejor y los 60 me han pillado en un año sin ganas de nada, pero lo he llevado lo mejor que he podido.
–Ya está en esa edad en la que le rinden homenajes como el de hoy.
–Y lo agradezco de corazón, aunque tanto homenaje me tiene con la mosca detrás de la oreja. (Risas).
–Si dentro de un tiempo alguien pensara en Javier Imbroda, ¿qué frase, qué imagen le gustaría que le viniese a la cabeza?
–Sería un poco atrevido por mi parte... Si algo he podido aportar a nuestra sociedad, a nuestra tierra y nuestra gente, probablemente haya sido el descaro, el atrevimiento, la osadía de aspirar desde aquí a conquistar el mundo y no tener complejos. Que nadie nos diga que no es posible. No hay mejor tierra en el mundo que Andalucía, y lo dice alguien que se ha pateado los cinco continentes.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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