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De la Calle, en la terraza de su casa en El Palo. Ñito Salas
Adelaida de la Calle: «La política me dejó tocada»

Adelaida de la Calle: «La política me dejó tocada»

Quien fuera rectora y consejera de Educación habla de su juventud «corriendo delante de los grises», de su etapa con Susana Díaz («Nunca fuimos amigas») y del cáncer: «De esto no me muero»

Domingo, 18 de diciembre 2022, 00:06

Se excusa porque ha tardado en responder un mensaje para concretar la cita: «He venido de andar y no sabía dónde había puesto el móvil». Porque Adelaida de la Calle hace tiempo que dejó de ser una mujer pegada al teléfono. En las paredes de su piso apenas respira el gotelé, asfixiado por un carrusel de recuerdos que sirven como biografía colgante: cuadros que hablan de su origen palentino, fotografías familiares, postales de sus viajes y retratos de su etapa como rectora de la Universidad de Málaga y más tarde como consejera de Educación. Antes de empezar la entrevista, sorprendida por la propuesta, pregunta: «¿Pero crees que mi vida interesa? ¡Si ya estoy fuera del circuito!».

–Pero ahora tiene más libertad para decir lo que piensa.

–Con la pandemia estuve unos meses parada, pero he retomado las conferencias, los actos públicos... Aunque siempre he evitado dar la lata. No he sido profesora emérita porque no me ha dado la gana. ¿Volver ahora a la Universidad? Me niego a quitar horas a otros compañeros que las necesitan.

–La importancia de saber retirarse, ¿no?

–Claro, y eso que siempre digo: «Si tú me dices ven, lo dejo todo». Me lo diga el rector, el decano, un profesor... Ahora me apunto a muchas actividades como las charlas de Económicas, el aniversario de Educación... Y te das cuenta de que se vive muy bien haciendo cosas que antes no podías y ahora sí.

–Olvidarse el móvil, por ejemplo.

–¡Antes era imposible! Me tiraba horas colgada al teléfono. Y ahora lo uso, claro, pero para escribirme por WhatsApp con amigos, con la familia...

–¿Y en ningún momento ha pensado: «Con lo bien que se vive así y el tiempo que he pasado estresada»?

–No, no, no. He sido muy feliz, aunque haya tenido momentos duros, difíciles.

–¿Sí?

–Sí, muchas veces he pensado: «¿Qué hace una chica como yo en un sitio como éste?». Pero he tenido la suerte de disfrutar de experiencias muy diferentes, de tener oportunidades. Fui estudiante en un momento complicado, cuando las mujeres no accedían con normalidad a la Universidad.

Ñito Salas

–¿Se siente una apátrida?

–Nací en Palencia, estudié en Madrid, viví en Canarias y Alemania, leí la tesis en La Laguna y acabé en Málaga. Pero allí (señala un cuadro colgado en el salón de su casa) verás la Iglesia de San Miguel, en Palencia. Es una tierra que tengo muy presente. Y luego está Málaga, que me encanta. Ahora que ando tanto por las playas de El Palo me doy cuenta de qué amable es la gente. Voy al pabellón municipal a hacer gimnasia y me encanta cruzarme con la misma gente. Quizá tengo una mentalidad provinciana. Me encantan los pueblos y El Palo es como un pueblo. Ante todo soy paleña. A veces tardo porque me paro a hablar con cualquiera que encuentro. Igual ando siete kilómetros pero tardo dos horas. Es una forma de entender la vida que se está perdiendo: echar un ratito de tres palabras y decir «Buenos días» en vez de caminar en silencio mirando la pantalla.

–¿Camina sola?

–Sí, me gusta ir sola porque, entre otras cosas, mi marido anda despacio y a mí me gusta ir deprisa. Podemos tener un conflicto, y además ya estamos todo el día juntos. No hace falta que también salgamos a pasear.

«Muchas veces he pensado: ¿Qué hace una chica como yo en un sitio como éste?»

–¿Por qué eligió Biología?

–Siempre me ha gustado la ciencia. Iba a hacer Química Orgánica, pero en Madrid tuve un profesor de Biología tan bueno que me hizo cambiar de opinión. Y me dio clases gente muy interesante, como Margarita Salas y un discípulo de Fleming que lloraba cada vez que hablaba de él, aunque también algún que otro carca. Yo era atleta, y menos mal…

–¿Por qué?

–Porque tuve que correr mucho delante de los grises. No me perdía ni una manifestación y estaban todas prohibidas.

–¿Recuerda la primera vez que tuvo conciencia de que vivía en una dictadura?

–Mi padre era franquista pero tolerante: nos dejó conocerlo todo. Me fui a Madrid con un tipo de educación distinta a la que recibí después y tuve claro que aquello no podía continuar así, que el fascismo era terrible. Recuerdo que mi padre me dijo: «Como te cojan los grises no moveré ni un dedo para sacarte». Y le contesté: «Papá, lo harías, sé que lo harías, pero no me hará falta porque corro más que ellos».

–¿No ubica un despertar democrático en concreto, entonces?

–Había muchas conferencias clandestinas. En mi facultad, en primer curso, me eligieron delegada de clase. Ya se había creado el Sindicato Democrático de Estudiantes y me propusieron unirme. Les dije: «Pues no sé ni lo que es un sindicato ni lo que es democrático porque soy un poco cateta». Acababa de llegar de Palencia, era una palurda. Pero me comprometí enseguida.

–O sea, que empezó siendo sindicalista.

–(Risas). Nunca he estado afiliada a nada, pero es cierto que estaba ahí metida. Como venía de una familia palentina, me decían que era de las burguesas recuperables. Eso me llamó mucho la atención.

–¡Una burguesa recuperable! Me encanta.

–Sí, sí. (Risas). Y me tiré meses haciendo fotocopias para demostrar que efectivamente era recuperable.

–Porque usted fue una niña bien, entiendo.

–Bien tampoco: normal. Mi familia era de clase media. Mi padre era gerente de una empresa de cerámicas y ladrillos, pero de campo. Era hijo de médico de pueblo. Y mi madre era de la montaña palentina, de una familia de maestros y curas.

«Tuve que correr mucho delante de los grises. No me perdía ni una manifestación»

–¿Qué aprendió de sus padres?

–La honradez, el sentido de la responsabilidad y la sinceridad. Mis dos hermanos y yo siempre pudimos decir lo que quisimos, aunque estuviera en contra de lo que mis padres pensaban.

–¿Los sigue echando de menos?

–Mi padre murió en 1979, hace mucho tiempo, pero siempre me acuerdo de él. No es una sensación como al principio, pero tienes ahí esa cosa... Y mi madre murió hace cuatro años, ya en Málaga porque vivió sus últimos diez años conmigo. Era una mujer muy activa, juvenil en su forma de entender el mundo. Mi hijo la sacaba a tomar cervezas con los amigos. Vivir con gente así es muy agradable. Por eso digo que no he tenido una vida complicada.

–Suena casi como una comuna.

–Siempre he tenido la costumbre de tener la casa abierta para mis amigos. Me gusta que entren y salgan. Organizo cenas todos los sábados. Y mi madre disfrutaba de ese ambiente, le daba mucha vida. Se iba al cine con mi marido y subía las escaleras con el carrito, poco a poco. Le gustaba divertirse, pasárselo bien.

–¿Le da miedo la palabra abuela?

–Mis nietos no me llaman abuela, no sé por qué. La niña tiene once años y el niño, nueve. Empezaron llamándome Lala. Tiene gracia porque van al colegio Rectora Adelaida de la Calle y un día descubrieron que era mi nombre, ¡y ahora se creen que es mío y hasta que tengo un autobús!

–¿Cómo fue su historia de amor?

–Es una historia divertida. Empecé a salir con él porque es daltónico. Me hizo tanta gracia que no sé… (Risas). Nos conocimos en Madrid, cuando él trabajaba en el Ministerio de Obras Públicas. Recuerdo que una vez yo iba con alpargatas, minifalda y un cesto con libros y lo vi salir con traje de chaqueta, alto, guapo, y pensé: «Dios mío, ¿con ese tío estoy quedando?». Hasta que luego volví a verlo con pantalones de pana. Yo ya estaba acabando la carrera.

–Y hasta ahora.

–Hasta ahora. (Sonríe). ¿Cuántos años ya? Cincuenta y dos, creo.

«Empecé a salir con mi marido porque es daltónico. Me hizo tanta gracia...»

–En una vida ajetreada como la suya, ¿qué importancia ha tenido esa estabilidad?

–Ha sabido entenderme, aunque no sé si siempre le ha gustado lo que he hecho. Pero bueno, tampoco a mí me gusta todo lo que hace él. El respeto nos ha permitido tener tantos años de convivencia.

–¿Y qué me dice de la maternidad?

–Lo más difícil fue cuando mi hijo tenía cinco o seis años y mi hija, dos. Me fui a Alemania para seguir mi formación. A mi hijo lo dejé en Málaga con su padre y a mi hija la llevé a Palencia con mi madre. Durante un tiempo tuvimos que organizar encuentros en Madrid para poder verlos.

–Eso era más propio de los hombres, no de una mujer.

–Siempre he roto esos esquemas. ¿Que tenía que irme? Pues me iba. Recuerdo que cuando vine en Navidad mi hija no me conocía y llamaba mamá a mi madre. No fueron momentos fáciles, pero creí que era bueno para mi formación científica y lo hice.

–¿Sintió culpa?

–Parece que sólo tenemos que sentir culpa las mujeres. Si se va un hombre no pasa nada. Irme era una manera de realizarme profesionalmente. Nunca me he sentido mala madre. Habría que preguntárselo a ellos, pero no creo. Tenemos una relación estupenda y han salido igual de viajeros que yo.

Ñito Salas

–¿Cuándo pensó en la posibilidad de ser rectora?

–A mí me gustaba el laboratorio. José María Martín Delgado me llamó para colaborar como subdirectora de los cursos de verano. Pensé: «¡Qué locura!». Pero ahí empezó el gusanillo de la gestión.

–Tuvo que dejar de dar clase.

–Cuando fui rectora sí. Quise seguir, pero era imposible. Y me metí en tantos fregados… Además, siendo mujer era más difícil porque éramos cuatro y teníamos que repartirnos todas las comisiones que exigían paridad.

–¿Cuál fue el mayor fregado en el que recuerda haberse metido?

–Con el ministro Wert hubo una contención de gasto tremenda, sin tasa de reposición, y yo era presidenta de la Conferencia de Rectores de todo el país. Era duro que se jubilaran cinco profesores y no se contratara a ninguno. Los departamentos se quedaban vacíos. Y ahí planté guerra.

–¿Cuántas veces tuvo que advertir, como Concha Méndez, que debajo de la falda llevaba pantalón?

–(Risas). Siempre me he sentido respetada, no he tenido que parar los pies a nadie para decirle: «Oye, que hablamos de igual a igual». Pero antes todo era diferente. No había permisos de maternidad, por ejemplo, o al menos yo no tenía conciencia de que existían. Mi hijo nació el 13 de noviembre y el 1 de diciembre ya estaba dando clase, y eso que tuve problemas después del parto. Una compañera me dijo: «Normal, ¡si tú eres como un hombre!». (Risas). Pero era difícil. De hecho, tuve en julio a la segunda de manera premeditada para que coincidiera con las vacaciones de verano. Entregué las notas y me fui al paritorio.

«De la política descubrí que hay mucho postureo, que no se trabaja para solucionar problemas sino para mantener el poder»

–¿Cómo llevó la transición de la diplomacia del mundo universitario a las puñaladas de la política?

–(Se pone seria). Ahí lo pasé fatal. Yo he salido llorando del Parlamento. No sabía que era así.

–¿Qué descubrió?

–Que hay mucho postureo. Que no se trabaja para solucionar los problemas de las personas, sino para mantener el poder. La política me dejó tocada. No entendía ese juego.

–Me cuesta creer que aceptara un cargo de ese tipo desde la ingenuidad.

–No, no, no era ingenua. Pero tampoco era consciente de que era tan duro. Susana Díaz me dijo: «Vas a trabajar para mejorar la educación». Y me lo creí. Pero luego tenía que pasarme el día haciendo política. Menos mal que me levantaba temprano, a las seis, y hasta las ocho de la mañana podía estudiar proyectos que me presentaban, otros sistemas educativos que pudieran mejorar el nuestro... Pero tampoco podía cambiar las cosas después. No sé, fue muy decepcionante. Y también me desconcertaba que volaran las puñaladas y luego, en el bar, todos fueran tan amigos. Recuerdo que Garrido Moraga, que era muy gracioso y a quien le tenía mucho cariño, me decía: «No lo pases mal, Adelaida, que hay que tomárselo con filosofía y te veo muy sufridora».

–¿Quién le propuso meterse en política?

–Susana, directamente. Y me pidió que le contestara en dos horas.

–¿A quién se lo consultó?

–No tuve mucho tiempo, pero a mi marido y a un vicerrector. También llamé a José Ángel Narváez. Siempre hemos sido amigos. Luego llamé a Susana para pedirle más tiempo, hasta que dije que sí.

–Hasta entonces nunca se había significado políticamente.

–Soy socialdemócrata, pero nunca he estado afiliada. No he tenido más carné que el de identidad. Por eso pude ser desobediente el tiempo que estuve en política.

–¿En qué desobedeció?

–No hubo un gran punto de desencuentro, pero podía decir lo que pensaba. Y desde muy pronto tuve claro que no me apetecía seguir porque no podía ser yo. ¡Y eso sin carné! Imagina si llego a tenerlo. Porque con carné tienes que tragártelo todo.

–¿Por qué caso, en qué momento, pensó: «Esto me supera»?

–Desde muy pronto. Y siempre dije que no estaba contenta, que no podía resolver todo lo que quería solucionar, que no podía avanzar…

–¿Por la burocracia?

–No, porque había que estar pendiente del presupuesto, de los medios de comunicación… Pero me di cuenta de algunas cosas, como de la importancia de las escuelas rurales. Y a Javier (Imbroda) le dije: «No te cargues las escuelas rurales, porque las comunicaciones en Andalucía son duras». Es imprescindible para que todos los niños tengan el mismo derecho. Me negué a quitarlas. Y Javier tampoco suprimió ninguna, de hecho.

–¿Lloró muchas veces?

–Un par de veces salí llorando del Parlamento, sí. Y me desahogaba con los conductores. Mis asesoras me decían: «Adelaida, contesta sólo lo que te hemos escrito». Pero yo me negaba a responder a qué precio estaba el kilo de manzanas si me preguntaban a qué precio estaba el kilo de fresas, no sé si me entiendes. No me parecía normal ese diálogo de sordos: que te preguntaran por una cosa y contestaras otra.

«Un par de veces salí llorando del Parlamento. Y me desahogaba con los conductores»

–¿Quién dio el paso de romper con aquello: Susana Díaz o usted?

–Yo le dejé claro que no iba a presentarle mi dimisión porque no iba con mi carácter, pero le pedí que cuando encontrara el momento me dejara volver tranquilamente a Málaga. Y en su siguiente remodelación lo hizo.

–¿Se arrepiente de algo?

–No. Ni de mi paso por la política. Así por lo menos tengo una opinión más formada y sé que no merece la pena, por lo menos a mí.

–¿Es nostálgica?

–Procuro no serlo. Me gusta vivir el presente, aunque me da pena haber perdido a amigos y familiares. Mi hermano, por ejemplo, que murió hace tres años. Lo echo de menos. No quiero pensar en ellos porque me pongo triste.

–¿En algún momento desarrolló adicción al trabajo?

–Pasé una pequeña crisis cuando me jubilé. También es verdad que coincidió con la pandemia. Ahora me he organizado la vida y me he dado cuenta de que lo puedes pasar muy bien, aprender cosas que no sabes y hacer cosas que no has hecho. ¿Que antes estaba bien? Sí. Pero también ahora. Y encima puedo ver más a mis nietos.

–¿Qué opina de Errejón?

–¿Lo preguntas por la historia que tuvimos?

–Por el expediente que le abrió, sí.

–Lo que hizo no estaba bien hecho. Sé que presentó papeles, trabajos… pero su contrato no era ese. Y me dolió aquello porque te diré que me da buena espina. Creo que es una persona inteligente y desde luego más moderada que Pablo Iglesias.

–Veo que a Iglesias no le tiene mucho cariño.

–No, no me convence. Yolanda Díaz me gusta mucho más.

–¿Qué pensó cuando Juanma Moreno sacó mayoría absoluta?

–Pensé que se lo había currado, que lo había trabajado muy bien. Le tengo cariño. Siempre me ha parecido riguroso y sensato. No creo que le hayan regalado nada.

–¿Cuándo fue la última vez que habló con Susana Díaz?

–No tenemos relación. Ni siquiera… No, no, no voy a decirlo.

–¿Decir qué? Anímese.

–No, iba a decir que conservo amistad con algunos compañeros de aquella época pero no con ella.

–¿La decepcionó?

–(Piensa). No.

–¿Ni siquiera en lo personal?

–Es que nunca fuimos amigas. Era una buena política, tal vez mejor de lo que proyectaba. Pero le pasa lo mismo que a Juanma: han vivido y crecido dentro de la política. La han aprendido desde pequeños, no como los francotiradores que hemos llegado después sin saber ni la mitad.

«Susana Díaz y yo nunca fuimos amigas»

–¿Viven en una burbuja?

–No comparto que la política sea una profesión para toda la vida. Creo que por la política se debería pasar en un momento determinado, pero antes y después debes haber tenido una carrera.

–¿Cómo está de salud?

–Estoy bien. Acabo de pasar la ITV. Llevo ya tres años y casi estoy dada de alta.

–¿En qué pensó cuando le diagnosticaron el cáncer?

–¡Puf! Fue como ver la película de mi vida en dos minutos. Pero tuve claro que de aquello salía. Es lo primero que le dije a mi marido: «No te preocupes, que de esto no me muero». Estaba convencida, no sé por qué. Pero claro, es muy duro. Lo primero que hice fue dejar de fumar. He tenido suerte... y voy a seguir teniéndola.

–¿Cómo llevó el tratamiento?

–Fue duro. Me quedé sin plaquetas por la quimioterapia, estaba baja de todo. Comía poco, todo me sabía a hierro.

–¿Y ahora qué?

–Emilio (Alba), que es estupendo, siempre me dice que después de estos tres años ya sólo hay un ocho por ciento de posibilidades de que el cáncer se reproduzca o vuelva. Pero a mí ese ocho por ciento no me va a coger.

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