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Convertido hoy en uno de los epicentros de la vida universitaria y cultural de la ciudad, la historia del barrio de El Ejido ha corrido paralela, desde hace siglos, al crecimiento urbano de Málaga. De todos estos capítulos, los académicos y artísticos son los más recientes -y distintos- en el catálogo de usos que ha tenido esta zona que nació extramuros (fuera de la ciudad) pero que con el paso de los siglos ocupa ya un lugar central: en efecto, aunque hoy el barrio esté en el mismo corazón urbano, el origen de su nombre sirve para dar cuenta de que no siempre fue así. De hecho, la denominación El Ejido procede de la palabra latina exitum (fuera), una zona que hacía referencia al campo común situado en las afueras donde pastaba el ganado o se ubicaban las eras.
En el caso de Málaga, el relato histórico confirma que ya en la época musulmana El Ejido se utilizaba como dehesa para el ganado que abastecía de carne y leche a la población de entonces. La naturaleza arcillosa de aquel monte de las afueras también fue útil para fabricar tejas y ladrillos que más tarde se utilizarían en la construcción de la ciudad moderna; de hecho los nombres de calles actuales y cercanas como Tejeros tienen su origen en este uso de la tierra. Este aprovechamiento del terreno, que se prolongó durante siglos, hizo que se generaran importantes oquedades en la arcilla y que en época de lluvias éstas se convirtieran en pequeñas lagunas (¿sabía que el nombre del cercano barrio de Lagunillas viene, precisamente, de este fenómeno?).
Además, durante los siglos XVI y XVII, El Ejido tuvo otra utilidad: la de servir de improvisado cementerio para los enterramientos colectivos (los llamados 'carneros') de ciudadanos que morían fruto de epidemias y contagios y que aun fallecidos tenían que ser llevados a las afueras para evitar que la propagación de la enfermedad causara más estragos en la población. Las crónicas históricas revelan, por ejemplo, que uno de estos carneros estaba en el solar sobre el que hoy se alza el Teatro Cánovas.
Sea como fuere, este escenario estuvo vinculado durante siglos a la penuria y a las condiciones de vida (y muerte) más miserables, por eso no es de extrañar que a finales del siglo XIX, en plena crisis industrial y agrícola (esta última por la plaga de filoxera), El Ejido se convirtiera en un asentamiento chabolista donde se instalaron los inmigrantes procedentes del ámbito rural.
Aquella forma infrahumana de supervivencia se prolongó hasta la mitad del siglo XX con un tipo de vivienda que fue común entre las familias que buscaban refugio: el de la casa-cueva. De nuevo las características del terreno, blando y arcilloso, permitieron estas construcciones, prohibidas por las autoridades de la época por sus nulas condiciones de seguridad y salubridad.
Sin embargo, la ausencia de recursos era más poderosa que la restricción, y aquel barrio de casas-cuevas llegó a albergar a unas 150 familias. Así lo recoge el periodista Julián Sesmero Ruiz en una publicación editada por SUR sobre los barrios de Málaga, y donde se especifica que la mayoría de ellas eran gitanas (sobre todo entre los años 40 y 50). Antes de instalarse, varios hombres del mismo clan se ponían de acuerdo para abrir, pico y pala en mano, un cobijo familiar sobre desmontes, colinas y riscos. Lo hacían en pocos días, normalmente entre viernes y lunes y a horas nocturnas para esquivar esas prohibiciones.
Ahora bien, ¿cómo eran esos habitáculos? Ruiz explica que la abertura «permitía la entrada a una persona no demasiado alta (…). Al fondo podrían disponerse de cuatro o seis metros cuadrados con la altura de poco más de un metro». A más miembros en la familia, más se excavaba el terreno: así, las cuevas más amplias podían contar con hasta 16 metros cuadrados separados en dos 'estancias': la zona para comer y la zona para dormir. Algunas familias, incluso, blanqueaban las entradas de las cuevas para dignificar el aspecto; y cubrían con espartos el suelo para evitar la humedad de la tierra. Los alimentos se cocinaban en el exterior para que el humo no entrara en las chabolas, y el saneamiento no existía; así que no es de extrañar que aquel asentamiento chabolista se convirtiera, desde el principio, en un auténtico quebradero de cabeza para las autoridades locales. Los problemas de convivencia también eran habituales, sobre todo entre las familias que habían echado raíces en el lugar y las que se iban relevando en el uso de las cuevas.
Aquella situación se mantuvo casi hasta la década de los 60 del siglo XX, cuando el barrio de El Ejido estaba ya más que integrado en la ciudad y comenzaba a crecer allí el germen de la Universidad de Málaga: con ella, la Facultad de Económicas y Empresariales como auténtico motor del campus, la Facultad de Bellas Artes, la Escuela de Arte de San Telmo o la Escuela Técnica Superior de Arquitectura; así como el Conservatorio Superior de Música o el ya mencionado Teatro Cánovas, bajo cuyos pilares reposan, literalmente, los restos de épocas (felizmente) superadas.
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