Nunca había entrado en sus planes, pero la sugerencia de un gran amigo le hizo cavilar. Le atraía el componente de aventura y la oportunidad única de viajar a un territorio tan singular como inhóspito: la Antártida. El desafío profesional era enorme. Le abría la ... puerta a una nueva forma de trabajar y de adquirir experiencia y nuevas competencias. Y así, con incertidumbre, curiosidad y mucha pasión por su oficio se embarcó con el Grupo Antártico de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) en la campaña 2003-2004.
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Fue su primera vez, pero no la única. En total han sido 13. La última en 2021-22 y a día de hoy José Vicente Albero es el técnico de la Aemet en activo que más expediciones ha realizado a aquel territorio helado. «La Antártida engancha, no sé qué te inyecta, pero la inmensa mayoría de los que hemos ido, estamos dispuestos a repetir. Hay quien habla ya de un 'virus antártico'. Lo cierto es que cuando vas la primera vez, te lamentas y maldices la hora en que tomaste aquella decisión. Te repites que no volverás jamás, porque se pasan calamidades, pero, en mi caso, no dudé cuando tuve la oportunidad de volver al año siguiente».
José Vicente Albero (Bañeres de Mariola, Alicante, 1966) se ocupa actualmente del mantenimiento de la red de estaciones automáticas de las provincias orientales de Andalucía (Jaén, Granada, Almería, Málaga y Melilla) desde el Centro Territorial que tiene la Aemet en Málaga. «Hay equipos que hay que mantener calibrados y certificados», aclara. También vela por que estén siempre a punto los equipos que hay en las bases aéreas de estas provincias y los dos radares meteorológicos que hay en Mijas y en Cabo de Gata.
Pese a su origen alicantino, siente que una parte de él es malagueña. «Mi hijo es boquerón», presume. Tampoco entraba en sus planes establecer su residencia en Málaga, pero durante estos 22 años aquí nunca se planteó ya cambiar de ciudad.
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Estudiaba segundo de Ingeniería Técnica Industrial cuando decidió opositar y trabajar en la Aemet. «La agencia estaba inmersa en un proceso de modernización con la idea de pasar de la toma de datos manual a la instalación de estaciones meteorológicas automáticas en toda España. Había una gran demanda de personal con conocimientos técnicos y me gustaba la idea, así que lo intenté». Aprobó y fue destinado a Zaragoza, donde estuvo 12 años, pero su mujer opositó a una plaza como profesora de Educación Secundaria (Geografía e Historia) en Andalucía y tras sacarla fue destinada a Fuengirola. Un año después, logró él el traslado y desde entonces su vida está en Málaga. Aquí llega siempre «descolocado» cuando regresa de cada campaña. «Tengo unos días tontos de reentrada a la atmósfera, como yo le digo, en donde te cuesta contar hasta el dinero cuando te dan el cambio, cruzar un semáforo o lidiar con los resfriados, porque vuelves de un lugar limpio, donde no hay patógenos y, por tanto, las defensas están relajadas», explica.
Las campañas se prolongan durante dos o tres meses coincidiendo con el verano austral (diciembre, enero y febrero). «Desde que sales de casa hasta que llegas a la base antártica española (tiene dos: la BAE Juan Carlos I, en isla Livingston, y la BAE Gabriel de Castilla, en isla Decepción) pueden pasar siete o diez días entre vuelos, escalas, desplazamientos y trayectos por mar. «Puedes viajar por Chile o Argentina. Si lo haces por Buenos Aires, viajas a Ushuaia, que es la localidad más austral del mundo, y ahí ya embarcas en el buque polar español Hespérides. Desde allí inicias una navegación por canales patagónicos hasta que sales al mar abierto, cruzando el Paso de Drake o el mar de Hoces», aclara.
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El mar de Hoces, donde las aguas del océano Atlántico entran en contacto con las del Pacífico, es una zona especialmente peligrosa para la navegación. Aunque los barcos como el Hespérides intentan evitar los fortísimos temporales que discurren por allí, no es raro que durante parte de la travesía se vean afectados por alguna de las borrascas que cruzan aquel mar embravecido, siendo zarandeados por olas de varios metros de altura y vientos fuertes, lo que complica la vida a bordo.
Pero ese recuerdo se difumina cuando se alcanzan las primera estribaciones de la Antártida y otea en el horizonte algunas de las islas del archipiélago Shetland del Sur. «La primera vez que fui reparé en que ya había llegado a la Artártida cuando vi un iceberg de tamaño descomunal flotando a la deriva; a los pocos metros ya te topas con algunos pingüinos y ballenas y ya no dejas de ver montañas de hielo emergiendo del mar».
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Asegura que en los primeros años, durante ese tiempo «nadie sabía de ti hasta que llegabas a la base y arrancabas los equipos. Te embargaba una sensación de aislamiento, como si te hubieras salido del mundo. Estás en un lugar inmenso y prácticamente despoblado porque a menos de mil kilómetros no hay nadie. Los días transcurrían sin tener contacto con casa porque no había Internet. El teléfono era por satélite y sólo se podía utilizar para casos de emergencia por el elevado coste», describe.
En la actualidad y en las últimas campañas que ha realizado, el trabajo sigue siendo el mismo, pero el avance en medios tecnológicos y de comunicaciones ha sido «abismal».
Y una vez allí, el trabajo como José Vicente asegura es como el que hace en Málaga, pero en condiciones climatológicas adversas. «Las estaciones sufren mucho desgaste por los fuertes vientos y el hielo, lo que te obliga a reparar en primer lugar los desperfectos y hacerlas viables de nuevo para que proporcionen datos».
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Hace años, cuando llegaba la expedición recababa los datos de todos los meses anteriores que había permanecido cerrada la base y tras su análisis por parte de un meteorólogo se ponían a disposición de la comunidad científica. Antes los equipos no resistían una invernada y sólo se podían recoger datos meteorológicos (temperaturas, vientos, radiación solar, entre otros parámetros) mientras permanecían allí. Después se incorporaron equipos más robustos, de bajo consumo y más resistentes a las extremas condiciones ambientales, lo que permitió contar con datos durante todo el año. «Con la era de las comunicaciones, incorporamos Internet, aunque al principio sólo con correo electrónico, sin fotografías. A partir de ahí se fue ampliando hasta que llegó un ancho de banda que nos permitía conexión las 24 horas. Y con ello, Whatsapp, que nos facilitó el contacto permanente con la familia. Eso ya nos dio también la opción de instalar equipos que pudieran mantenerse todo el tiempo conectados y soportar una invernada. Así, cuando no hay nadie allí, hay cámaras que transmiten fotografías, sismógrafos que proporcionan información o magnetómetros que controlan el magnetismo terrestre. Hemos pasado de no saber nada de lo que pasaba allí en invierno, a tener monitorizado todo lo que está ocurriendo casi en tiempo real», subraya.
Pero en paralelo a la transformación tecnológica ha habido otro cambio indeseable: el climático. «La misma montaña que hace 20 años era una mole de hielo, hoy es pura roca al desnudo y eso da mucho que pensar», lamenta el ingeniero, quien revela como el deshielo está dejando ver también algunas islas desconocidas, que ahora se están incorporando en los mapas.
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José Vicente Albero revela que la Antártida es una de las zonas del planeta donde más ha subido la temperatura en los últimos años, lo que está teniendo un efecto inquietante en el ecosistema. «Hay zonas que están al límite de la fusión del hielo y eso facilita la entrada de especies invasoras».
Al mismo tiempo, muestra su preocupación por un turismo antártico creciente, cada vez más numeroso y con un impacto aún difícil de valorar sobre el territorio blanco. «Son turistas de lujo, con pasajes carísimos que solo los millonarios se pueden permitir, pero van en aumento. En general, son respetuosos con el medio ambiente, conocen las normas, pero al ser tantísima gente se están notando ya las consecuencias en algunas zonas que son más delicadas», describe.
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Explica que es muy difícil evitar que traigan pequeñas semillas en las suelas de los zapatos, en los bolsillos de la ropa o en los huecos de las fundas de las cámaras. «Los científicos pasamos una exhaustiva desinfección antes de desembarcar. También lo hacen ellos, pero el problema es el número, no es lo mismo bajar 50 personas y desinfectarlas, que un barco que puede llevar un pasaje de 500 y al día siguiente se repite con otras 500».
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