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Ángel Gallardo
Martes, 20 de agosto 2024, 00:21
Son las once de la mañana de un viernes de marzo. Un grupo numeroso de mujeres forma cola en la entrada de la oficina. En el corcho de la pared, un conjunto de 'pósits' indican el horario de las clases de castellano. «Vuelven de hacer un taller», explica el responsable del centro. Bouslam Ibrane se incorporó como voluntario en el área de refugiados de Cruz Roja en 2009. Su primera experiencia laboral en la ONG fue organizando el Mundialito de Fútbol Sin Fronteras. Hoy coordina un centro de acogida de personas vulnerables en Málaga que recibe a migrantes y solicitantes de asilo. «Aseguramos sus necesidades básicas de higiene, alimentación y alojamiento, les damos apoyo y trabajamos con ellos para su integración».
Hace un tiempo que el centro está especializado en mujeres y niños. Su propósito, dice Bouslam, sigue siendo el mismo: «Nuestro objetivo es que, el día que no estén aquí, tengan las herramientas necesarias para poder desenvolverse fuera». Las instalaciones, en las que residen, reciben apoyo y se forman las usuarias, en su mayoría en situación de vulnerabilidad, tienen una capacidad de cincuenta plazas.
La duración de su estancia en el centro varía con frecuencia en función de las cifras de llegadas. «Antes era un mes, luego pasaron a ser tres y actualmente son seis meses», cuenta. El Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones es el encargado de marcar los tiempos. Sin embargo, los plazos no son rígidos. «Esto no quiere decir que, obligatoriamente, a los seis meses la persona tenga que salir», explica. Desde el centro envían informes sobre cada una de las usuarias que demuestran su grado de vulnerabilidad o autonomía. Entonces, «el Ministerio puede decidir si se prorroga o no».
Además del horario, en el corcho de la oficina hay pegados dos carteles: el primero es una «guía de convivencia para comunidades» y el segundo, sobre la importancia de la limpieza en el hogar. «En el centro, las normas tienen que respetarse», cuenta el coordinador. «Al principio, pueden tener la impresión de que las estamos limitando, pero lo van entendiendo con el tiempo. Cuando salen del centro y vuelven como voluntarios ya vienen con la idea de explicárselas a los nuevos». Es habitual, asegura Bouslam, que antiguos usuarios se presten voluntarios para ayudar a personas que han pasado por situaciones similares a las suyas.
Es jueves. Esta vez llegan de hacer otro taller en el centro de salud del barrio. Es uno de los básicos del centro, por el que pasan todas las usuarias. «Los primeros talleres que tenemos, que los llevan a cabo los integradores sociales, son los de acogida y bienvenida, para contextualizarles dónde se encuentran», explica Lara Cordero, educadora social. «Los siguientes son un taller de conocimiento del entorno, para explicarles cómo funciona el sistema en España e indicaciones básicas sobre cómo moverse por Málaga, y este segundo sobre el sistema sanitario».
El resto de las actividades, según cuenta la profesional, se plantean en función de las necesidades que vayan detectando en cada uno de los perfiles. La semana que viene hay organizada una de parentalidad positiva. También las hay de planificación familiar o higiene íntima. «Esta misma mañana, han ido unas chicas a la Fundación Don Bosco a recibir un taller de violencia de género», dice.
Lara lleva cerca de siete años trabajando como educadora social en este centro, pero a los dieciséis ya empezó a colaborar con Cruz Roja a través de un voluntariado. Hoy trae buenas noticias. A Adele, una usuaria que lleva poco más de un mes con ellos, le han ofrecido una formación en una entidad de cocina. Bouslam sonríe al enterarse. «No es habitual que esto suceda tan pronto», asegura. «Adele tuvo un paso por Guinea Ecuatorial y allí aprendió algo de español, eso la ha ayudado a adaptarse más rápido». Ella también está contenta. Esta formación le va a permitir acceder a unas prácticas, ampliar su currículum y, con suerte, cuando tenga su permiso, poder trabajar.
Adele acaba de llegar a la clase de español. Hay otras dos alumnas en la sala, que en realidad es un garaje convertido en aula. Las paredes están repletas de coloridos murales. «Los hizo Alhadji, un antiguo usuario ahora voluntario», aclara Bouslam. Ángel, el profesor, explica en la pizarra las diferencias entre «ser» y «estar». Cuando acaba la lección, deja tiempo para resolver los ejercicios. «Se nota mucho el nivel de estudios que traen de su país de origen», asegura. De hecho, a veces se da el caso de que la estudiante no sabe leer ni escribir, para ellas hay un nivel previo al inicial, las clases de alfabetización.
Han visto pasar a muchas personas por el centro, procuran darles apoyo y guiarlas en su integración, pero deben cuidar su grado de implicación con las usuarias. «Tienes que encontrar ese equilibrio entre no llegar a ser tan frío, pero controlar la situación; involucrarte, pero hasta cierto punto», dice Lara. «Si no, acabarías mal».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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