A Rosa Pérez (28 años) se le llena la boca cuando habla del oficio. Tuvo siempre muy claro hacia dónde encaminar sus pasos. No dudó ... nunca, ni siquiera cuando su experto padre la invitó a que recapacitara y a que se pensara dos veces dónde se iba a meter antes de elegir plaza MIR en la especialidad de Cirugía General y del Aparato Digestivo. Sabía de lo que hablaba. Años de jornadas agotadoras, en pie durante horas en un espacio no más grande que una baldosa, noches en vela, trabajo a horas intempestivas, mayor seguimiento del paciente, guardias de 24 horas… No le importó. Lo había vivido en casa y quería seguir el ejemplo.
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Hoy es residente de tercer año (R3) en el Hospital Regional de Málaga y sigue convencida de que tomó la decisión acertada. Cuenta con emoción cómo la cirugía puede cambiar el curso de la enfermedad rápidamente. Se le cambia la cara y quiebra la voz cuando piensa que ese 'poder' está en sus manos. A un corte de bisturí. Es su combustible para dar la talla todos los días en una profesión que por su dureza, el esfuerzo físico que requiere y el sacrificio personal y profesional que conlleva ha sido mayoritariamente masculina. Hasta ahora.
La última memoria de la Asociación Española de Cirujanos revela que la proporción de cirujanas en el tramo más joven de edad (entre 25 y 35 años) es mayor que de cirujanos, un 60% frente al 40% de hombres. Un registro que se invierte en la franja senior. Málaga no escapa a esta tendencia general, que se observa desde hace ya cinco años auspiciada por una mayor presencia de mujeres en las facultades de medicina y el destierro de prejuicios y estereotipos machistas.
Rosa forma parte de los diez MIR que actualmente se curten como cirujanos en el antiguo Carlos Haya. En total, siete mujeres frente a solo tres hombres, aunque a las órdenes de un mayor número de adjuntos. Solo un tercio de ellos son cirujanas. Pero Rosa trabaja en igualdad de condiciones, sin agravios, sin afilados comentarios que sesguen su autoestima y sin micromachismos envueltos en halagos como caramelos envenenados, tal y como en ocasiones tuvieron que encajar, a veces con más deportividad que en otras, quienes la precedieron.
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Belinda sánchez
Cirujana
Hacerse un hueco en la profesión no fue fácil y hacerse oír después, tampoco. Tuvieron que demostrar el doble y levantar más su voz para que se las escuchase. Y lo hicieron, pese a todo. « Cuando empecé en cirugía, llegaba todos los días llorando a casa, porque me hacían auténticas canalladas. Reiteradamente y de forma explícita, me decían los compañeros que si quería ser cirujana que me fuera despidiendo de ser madre», rememora Marta Ribeiro (52 años), coordinadora de la Unidad de Mama del Regional de Málaga. Aquel «maltrato» continuo fue horadando la motivación y la autoestima de quien siempre fue una estudiante brillante. «Fue un reto y quizá si volviese atrás, no lo volvería a hacer. Sufrí muchísimo, pero en ese momento, con 24 años, no había quien me parase. Si me decían que 'no' a algo, me servía de acicate para no cejar en mi empeño», confiesa esta reconocida cirujana, hoy madre de dos hijos.
Pero a punto estuvo de tirar la toalla. «Tuve tres o cuatro bajones durante la residencia y sopesé incluso si presentarme de nuevo al MIR y elegir otra especialidad. Los mensajes de que no valía eran constantes y casi a diario sufría el vacío o el agravio de mis jefes con el único propósito de que abandonase. En quirófano, me sentía siempre examinada y ponían un celo en mi trabajo que no veía con otros compañeros», relata Ribeiro. La cirugía de mama fue su vía de escape, una salida de emergencia en aquel ambiente «hostil» que ella percibía en la cirugía general. «De no haberlo hecho, probablemente no habría llegado a ser coordinadora», admite.
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En el quirófano, ese espacio frío y aséptico; donde todo brilla y nada huele; donde el tiempo vuela para quienes visten pijamas verdes y se detiene para quienes al desnudo se ponen en sus manos; allí, en ese microuniverso de bisturíes, gasas, tijeras y pinzas destellantes donde el reloj se para ha dejado gran parte de su vida Belinda Sánchez (51 años), facultativa especialista de área en la Unidad de Cirugía Hepatobiliopancreática y de Trasplantes del Hospital Regional. Una profesional que desde muy niña ya apuntaba maneras cuando se entretenía auscultando con el fonendo de juguete a su 'Nenuco' y repetía con su media lengua que algún día sería «meiquido (médico)».
En la actualidad, es un referente nacional en su especialidad, pero «ha costado llegar hasta aquí», apostilla. Cuando entró como residente en su hospital en 1998 no había cirujanas adjuntas. Solo ella y otra compañera (Marta Ribeiro) hacían el MIR por primera vez en esta especialidad en Málaga. «Éramos como un mono de feria», denuncia. Tenían que demostrar el doble para ser igual que sus compañeros y, sobre todo, hacer oídos sordos a los comentarios sin filtros que deslizaban sus jefes. Era eso o abandonar. «¡Hombre, si tenemos un cirujano minifaldero!», le espetó recién llegada su jefe de servicio. «Esa misma persona llegó a decirme que las mujeres donde tenían que estar era en la cocina y no en los quirófanos».
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Aquello se tradujo en una autocensura durante años. «Renuncié a llevar bata blanca y siempre iba con el pijama verde de pantalón para que nadie pensara que por ser tía podía tener alguna ventaja. Así durante los tres primeros años de residencia hasta que me planté y decidí ir con pantalón solo cuando tocase», recuerda.
Rosa Pérez
Residente de cirugía
Optó por seguir su camino, haciendo «como el que escucha llover» cuando le lanzaban algún improperio. «Reconozco que era brusca y muy difícil de combatir. Decían que si apretaba me salían huevos», expresa esta cirujana hecha a sí misma, endurecida en un mundo de hombres con la sensación de haber tenido que pelear mucho y también de que «si hubiera llevado pantalones todo hubiera sido mucho más fácil».
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Probablemente, no habría tenido que escuchar en su primer año de residencia, cuando le preguntaron por qué quería ser cirujana y ella respondió que para salvar vidas, que para eso y con el cuerpo que tenía, mejor se hubiera hecho vigilante de la playa. «En lugar de tomármelo mal, seguí mi camino, demostrando de lo que era capaz, aunque fuera trabajando tres veces más que mis compañeros, y formando una familia a la vez que desarrollaba mi carrera. También me han preguntado que cómo mi marido permitía que yo me dedicara al trasplante, porque quién cuidaba de mis hijos». Pero Belinda Sánchez no tiene la sensación de haberse perdido nada, «porque el tiempo que paso con ellos estoy al cien por cien», recalca.
La realidad que perciben ahora las residentes es bien distinta de la radiografía profesional que entretejen quienes abrieron camino. «El número de mujeres que entran en las facultades de medicina aumenta cada año y como en cualquier otra especialidad, también son más las que optan por la cirugía. Soy consciente del legado y de lo que pasaron mis antecesoras, pero yo nunca he sufrido distinción alguna por ser mujer», subraya Pilar Gutiérrez, residente de cirugía de quinto año en el Regional.
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Belinda Sánchez reconoce los avances, pero hasta hace una década, «con 40 tacos cumplidos y una carrera ya hecha», seguía teniendo que demostrar de lo que era capaz. «Empecé a tener la sensación de que era un segundo plato cuando me llamaban para algún tribunal. No lo hacían porque fuera doctora, porque tuviera más de 100 publicaciones, porque curro la hostia, porque llevo la base de datos de toda la unidad o porque operando soy la leche. Lo hacían porque soy tía y había que cubrir la cuota femenina. Eso me parece absurdo», denuncia esta cirujana, quien pese a habérsele indigestado la profesión alguna vez, no dejaría ahora que ellos le ganasen ni un ápice del terreno que tanto trabajo le ha costado conquistar.
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