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Haber nacido en los 70 y los 80 y no haber ido nunca a tomar la penúltima copa en el Onda Pasadena Jazz es como no haber acabado el puñetero álbum ese enciclopédico de futbolistas que llenan hoy día los niños durante meses. ... Siempre le faltará una estampa. Los artistas, los buenos, siempre llegan tarde. Antes, le preceden sus músicos, el equipo de 'pipas' que conecta los equipos y cierta parafernalia alrededor. Daniel Jiménez llegaba ayer tarde, pero antes le habían hecho hueco en el escenario vacío, decadente, pero lleno de encanto, Elisa Camelia Zenoaga, catorce años detrás de la barra, y Amapola García, que lleva desde ayer poniéndose en contacto con los 40 grupos con los que había cerrado conciertos jueves, viernes y sábados de aquí al mes de octubre.
La mirada sombría de Amapola denota que deberá cambiar de vida. «¿Quién ha tenido alguna vez un trabajo al que iba a divertirse?», explica apesadumbrada. Dani, alma máter, propietario y personaje peculiar donde los haya, explica, sin rodeos, el por qué del cierre. «Lo mismo de siempre, ¿qué mueve el mundo? La pasta. Pues eso». El hecho, como explica, es que se le ha acabado el contrato de alquiler que tenía con los dueños del local, y éstos, añade, quieren subirle la cuota, «algo que no podría soportar porque esto siempre ha sido deficitario». Ahora, le quedará pasarle los trastos al que venga nuevo, que cambiará todo, «pondrá un portero estirado en la puerta y le hará creer al que entra que es rico cuando es un tieso, pero tendrá que pagar gin tónics a 10 euros con cardamomo...en fin los nuevos tiempos».
Lo bueno del Onda Pasadena Jazz es que solía ser el último garito abierto en el Centro hasta las seis de la mañana, un clásico de la movida malagueña, si es que alguna vez hubo algo así. La licencia de discoteca está en manos de Jiménez, así que ésta será su única moneda de cambio para dejarle una pequeña indemnización a sus trabajadores y pagar las deudas.
Del Onda siempre se acordará su clientela de esa música de los 80 y 90 a últimas horas, y de ese tenor, Juan González, que se entonaba a las cuatro de la mañana por ópera, lo que motivó que algunos le llamaran el terror. Cómo el humo, cuando se permitía fumar, hacía las veces de hielo quemado que ponían en los escenarios para darle vidilla a los cantantes, la gran mesa de snooker de la planta alta, que ya estaba tapada porque los «jóvenes son unos pusilánimes, y cuando es difícil lo abandonan». Cómo la ópera de 'Il Trovatore', de Verdi, que ejecutaban los mejores, estrenó de carambola aquí un miércoles, día del ensayo, cuando al Ayuntamiento le había costado 20 millones de pesetas llevarlo al Cervantes. Llegaron algunos para venir al cumpleaños de Natalia, invitados por Juan González, y acabaron haciendo los dos actos en el garito como el que no quiere la cosa, todo aderezado con las copas que les acercaban desde la barra. Rememora Dani cómo los músicos de los festivales de jazz del teatro acababan dando un segundo pase 'for free' hace algunos años. Una tradición no escrita.
En los últimos tiempos era territorio del pop, rock, punk, indie, y cualquier música que no sonase a reggaeton, que estaba prohibídisimo.Una blasfemia. El último concierto fue el domingo de 'Malicious culebra', un grupo argentino que tiene un bolo estos días en el Wacken Open Air, de Alemania. Snakeyes, Pepe Vao, Tres de bastos, o la época dorada de Miguel de los Reyes, Cándido de Málaga hasta Lionel Hampton, que tocó espontáneamente tras el pase de rigor en el Cervantes, o The Living Deads han sido algunos de los 4.500 conciertos en estas tres décadas de apertura. Un background irrepetible.
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