Eugenio Chicano, en su estudio. :: francis silva

El cabal del 'pop art' que enseñó a mirar a Picasso

Chapar la pollería de la Casa Natal fue el inicio del desagravio, el encargo de Pedro Aparicio con pedagogía incluida por cada rincón de Málaga. Chicano es artista vivido, viajado, con arte y oficio para huir del academicismo, un pincel flamenco, marengo y castizo pasado por la 'finezza' de 15 años en Italia

JOSÉ VICENTE ASTORGA

Domingo, 24 de junio 2018, 00:42

Un buen día su madre le escondió el carné de identidad. Estaba harta de tenerlo tan lejos de Málaga. Fue la manera bravía de obligarlo a que dejara Zaragoza, donde llevaba dos años con vida de recluta reenganchado y retratista en racha. La mili le abrió casas en la burguesía maña y la ciudad le agrandó el mundo. «En cinco meses hice 19 retratos con una primera sesión para un boceto y luego otra para terminar», cuenta el fordismo aplicado a unos encargos que le llegaron por su amistad con la malagueña Pilar Rivas, la mujer del capitán general de la zona. Chicano dejó el Ebro y se volvió al Guadalmedina, a la ciudad también seca, sin espacios como los locales del paseo de la Independencia. «Allí se sabía que se reunían en éste republicanos, en otro de más allá comunistas, los otros joteros o los de la democracia cristiana. Todo eso se consentía y no había grandes follones», ensalza esa «vista gorda» que no encontró en Málaga al regresar en el 59. «Mi madre no podía vivir sin mí», concentra el sino de niño único en un matriarcado reforzado con dos hermanas y casa en calle Sánchez Pastor. Años 40, cafés cantantes, trantrán de cantaores y artistas y, por el ojo de patio, compases y cantes que le llegaban hasta moldearle el hipotálamo. A Chicano, que se asomó al dibujo cuando guardaba cama enfermo a los 12, le gustan el flamenco y las saetas, esa plástica sonora que le llevó a mojar, años más tarde, en el puchero fundacional de la peña Juan Breva. En su primera juventud también jugó al fútbol. Su padre, socio de Almacenes Masó, impidió que fuera más allá del Atlético Malagueño, pero no consiguió alejarlo de los pinceles en la Escuela de Artes y Oficios. «Cuando murió, le encontré en el bolsillo un recorte de prensa con una crítica de una exposición», comparte la callada admiración de quien también lo intentó todo por hacerlo perito. «De una tacada hice ingreso y primero. Con mis buenos dibujos logré que me aprobarán materias que no me interesaban nada, como tampoco eso de darle que te pego a una lima», admite la determinación precoz de llegar a pintor. Sigue activo a sus 82, fugitivo con suerte de una doble neumonía vírica. Días complicados, pero menos que esas rachas «cuando en Málaga sólo había la exposición anual de Educación y Descanso. El resto del tiempo, llamar a las puertas, llevando gente a tu casa a ver si te compraban cuadros». Incluso en aquel lienzo en gris de la ciudad, el balance fue notable para este «maestro en el arte de vivir», el título que su mujer, Mariluz Reguero suma con gusto a los de hijo predilecto o medalla de la ciudad. A este trotamundos con nombre en plaza, asaeteado de encargos y favores por peñas y cofradías, le sale hasta marchante encubierto en ese párroco de Huelin que le arrumbó hace poco obras suyas en el altar, página de madurez después de haber agitado con otros jóvenes pintores la peña Montmartre, luego el grupo Picasso, un 'collage' de estilos en cocción: Enrique Brinkmann, Francisco Peinado, Jorge Lindell, Francisco Hernández o Dámaso Ruano... la paleta heterogénea de la generación del 50, la gran fuga local de pinceles sin tesis doctorales ni museos. Eugenio se quedó, pero no mucho. «El Pimpi, la Buena Sombra, el Ateneo, la Económica... era una vida fascinante, pero muy peligrosa porque la Social me registraba la casa muchas veces. Te morías de miedo», refleja una suerte sin épica progre de visitas a la comisaría ni palizas este testigo casual del mayo del 68 cuando buscaba horizontes y galerías por Europa, cansado de Madrid.

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Diplomático

«Siempre me adapté bien a las ciudades que me tratan bien. No he sido nunca destructivo, soy diplomático y en ese lío de 'antídoto' de la transición siempre actué con educación. No soy de pegar voces», agradece su suerte arropado por la progresía que le socorría comprándole obra en el Ateneo. El bohemio sin fronteras saltó a Italia con una beca en el 71 con Manuel Morales, que le había ayudado al gran mural de la iglesia de Santa Rosa de Lima. «Llévame contigo», le pidió como pago a su trabajo. En Roma, la Academia de España no les hace caso. Se van a buscar a Alberti, que les presenta a Nino Maccari, un héroe de la resistencia, además de director de la Escuela de Artes. Dos años y no seis para hacerse con el título. «Íbamos ya muy formados», justifica el acelerón en la escapada romana, cinco años de idas y venidas a Málaga hasta la parada larga en Verona por consejo de Miguel Berrocal: «Allí estarás a tiro de piedra de Europa y podrás mover mejor los cuadros, me dijo cuando fui a verle para hacerle el encargo del alcalde Utrera Ravassa del 'homenaje a Picasso'». Fue el primer gesto del tardo franquismo para reconciliarse con el hijo universal: la rueda empezó a moverse. La bienal de Venecia -'Poética de un fotograma'- le consagró en el 82 con toda su mochila en la nueva figuración, el 'por art' y el 'arte crítica', y poco después, cuando exponía en el castillo Sforzesco, en Milán, Pedro Aparicio le ofreció dirigir la Casa Natal, once años (1988-99) de tarea. «Sin ella, todo habría sido distinto», sentencia castizo sin un pelo de burócrata.

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