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Javier Ramírez González
Martes, 24 de diciembre 2019, 01:16
El Paseo de la Alameda se levanta sobre el extenso playazo que la retirada del mar dejó aflorar a lo largo del siglo XVII. Todavía en la primera mitad del XVIII, la línea del rebalaje serpenteaba en el espacio comprendido entre el lugar que luego ocuparían los edificios de la acera sur de la Alameda y la calle de Doña Trinidad Grund.
Sin documentos gráficos del momento, se hace difícil imaginar el aspecto del Paseo en el invierno de 1785, año de su inauguración. A este propósito viene en nuestro auxilio el plano de Joseph Carrión de Mula, publicado seis años después y, con mejor detalle, la recuperación que de él hace el profesor Pedro Portillo en 1972. Allí, además de una escala con el desplazamiento de la línea de costa frente a Puerta del Mar en los cincuenta años anteriores al dibujo del plano, vemos la planta del paseo: dos hileras de árboles a cada lado de un andén central, teniendo a poniente el fuerte de San Lorenzo y, a levante, la muralla medieval a la altura de la Puerta de Esparterías. La Alameda empezaba entonces junto a la esquina que luego formaría la Acera de la Marina y terminaba donde hoy se cruza con calle Torregorda.
El primitivo paseo mostraba probablemente el aspecto de un parque incipiente. Un centenar de álamos blancos, escasos elementos ornamentales y un límite que atentaba contra la vista y el olfato: las playas donde se ubicaba el lavadero de barriles y Pescadería.
Otra aproximación visual a aquella primera época la ofrece el plano de Joaquín María Pery de Guzmán. Responsable del diseño y construcción de La Farola, firmó también proyectos de edificación en la Alameda. En este documento, datado en 1816, se apunta la planificación prevista diez años antes por el mariscal Teodoro Reding, gobernador de Málaga entre 1806 y 1809. El dibujo muestra el paseo con la extensión que actualmente tiene, arrancando la arboleda en la ribera izquierda del Guadalmedina.
En diciembre de 1836, el general Baldomero Espartero levantaba el sitio impuesto por las tropas carlistas a la ciudad de Bilbao. Este hecho de armas determinaría que las autoridades malagueñas, alineadas en el bando isabelino, dieran nuevo nombre a la Alameda, pasando a llamarse Salón Bilbao. Así aparece en el Diccionario Madoz, publicado entre 1845 y 1850, que lo describe como «la calle más hermosa de la ciudad» con «multitud de estatuas que representan los héroes y personajes más notables de la antigüedad»; contabiliza, entre álamos negros y especies americanas, hasta 398 árboles; da cuenta también de las dos fuentes que adornan el salón: la de Neptuno, en el extremo occidental y, en el opuesto, la procedente de Génova, de la que dice «es una de las más primorosas que existen en la nación», trasladada hasta allí desde la «plaza principal» en 1807, y hace especial mención a los «magníficos edificios que forman las calles de ambos costados, donde habita la clase más opulenta del comercio marítimo de esta plaza». En esa época, la Alameda ha desplazado por completo a la Cortina del Muelle como lugar de apacible deambular de la sociedad malagueña aunque, en ocasiones, como señala el colorista relato de Francisco Bejarano, «la tranquilidad del paseo se viera turbada por los caballos de la requisa que galopaban por los laterales levantando nubes de polvo, entorpeciendo el tránsito en tal medida que convertían la Alameda en un picadero a horas inoportunas».
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El relato de Ramón Franquelo sobre la visita de Isabel II, octubre de 1862, ya ha olvidado el apelativo de Salón Bilbao. Vuelve a ser la Alameda, «el lugar más amplio y más concurrido de Málaga», donde se muestra con mayor énfasis el homenaje de la población a la comitiva real. Con tal motivo se dotará al paseo de siete nuevas fuentes y de un artefacto iluminado por gas e instalado de extremo a extremo del paseo que, en opinión del cronista del momento, «era tan mágico y sorprendente que parecía una inmensa bóveda de fuego, bajo la cual se creía uno transportado a las regiones del idealismo».
La esencia urbana, política, social y cultural de la Alameda se atiene a ese modelo casi a lo largo de todo el siglo XIX. Vía principal de la ciudad, será el lugar que mejor refleje el pulso ciudadano. Desfiles militares, procesiones religiosas, cabalgatas de carnaval, juegos florales y conciertos al aire libre alternarán con rifirrafes entre progresistas y reaccionarios, manifestaciones populares y algaradas revolucionarias: todo lo que se quiera hacer notar ocurrirá primero en la Alameda.
A partir de la segunda mitad del XIX, la aparición de la fotografía junto al desarrollo de nuevas técnicas de impresión gráfica irán creando un correlato visual de la historia de la Alameda. En el último año del siglo, el personaje más retratado en el paseo es sin lugar a dudas el marqués de Larios y el conjunto alegórico que lo acompaña. El monumento, cabecera del andén central después de desplazar la fuente de Génova al otro extremo del paseo, anuncia una nueva época. Ya se ha construido la calle Larios y el Parque amenaza con desplazar a la Alameda como lugar preferido por propios y extraños para pasear. El puente de Tetuán, ampliado en 1913 y nexo natural entre la estación del ferrocarril, los muelles del puerto y el centro de la ciudad, convertirán la Alameda en la vía rápida que soporte, con la excepción del tren, todo el tránsito rodado entre ambas zonas urbanas.
En 1925 se da por amortizado el diseño de la Alameda como paseo. Pensando en el nuevo y prometedor medio de locomoción, el automóvil, el carril central se abre al tráfico. A partir de esa fecha, la añosa Alameda, sometida al dictado del mundo del motor, va cambiando con cada nueva generación. A finales de los años cuarenta, tras el derribo de la esquina que conforma la Acera de la Marina, se comunica con el Parque. En 1971, se vuelve a ampliar el puente de Tetuán para comunicar la Alameda con su Prolongación, luego, avenida de Andalucía.
Hoy, al cierre de la segunda década del siglo XXI, la Alameda vuelve por sus fueros. Con un perfil muy distinto al de su primitivo origen, quiere ser, y será, el gran paseo de Málaga.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Álvaro Soto | Madrid
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