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Han pasado más de seis meses desde la declaración del estado de alarma. La presión hospitalaria, aunque ha aumentado en las últimas semanas, sigue lejos de los asfixiantes niveles de marzo. La tensión se acumula ahora en los centros de salud, desbordados entre consultas ... telefónicas y presenciales, pruebas de coronavirus y labores de rastreo casi siempre inconclusas. Cuando el presidente Pedro Sánchez compareció para anunciar el plan de desescalada, ya advirtió de que la atención primaria sería «prioritaria». Pero ni el Gobierno central ni las comunidades autónomas previeron el colapso del sistema. Comunicar un posible contagio y acceder a un test se ha convertido en un periplo de llamadas sin responder, esperas e incertidumbre que desafía a la paciencia, un círculo vicioso que explica el descontrol de la pandemia.
Desde la primera sospecha de contagio, por la aparición de síntomas o el aviso de algún contacto estrecho que ha dado positivo, hasta la obtención de una cita para una PCR, la prueba más eficaz para diagnosticar la enfermedad, suelen pasar entre cuatro y doce días. El pico de carga viral aparece entre el quinto y el sexto día a partir de la infección, cuando no antes, es decir: en caso de contagio, la persona afectada desarrolla su mayor capacidad de transmisión del virus a menudo antes de que le practiquen la prueba. Y la cuarentena voluntaria, sin un diagnóstico oficial, colisiona no sólo con la falta de responsabilidad sino con diversas circunstancias laborales o personales que pueden impedirla. Es así como se produce la transmisión comunitaria: el virus circula sin que nadie siga su rastro.
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La demora media en la atención telefónica de los centros de salud andaluces asciende a 4,6 días para consultas de medicina familiar, según los últimos datos aportados por el consejero Jesús Aguirre. Cuando se intenta concertar una cita a través de la aplicación de Salud Responde, un mensaje informa con frecuencia de que «en este momento no hay agenda disponible en los próximos 14 días». La segunda ola de coronavirus, en lugar de poner de acuerdo a las administraciones, ha avinagrado el conflicto político. Pero en algo coinciden partidos, comunidad médica y sindicatos: la atención primaria está saturada. Un pediatra de un centro de salud de Málaga lo resume así: «El principal problema reside en la dificultad de coger cita. La atención telefónica y la 'app' no funcionan, pero nuestra agenda sí. Salud Responde no responde y el servicio de recepción de llamadas no se ha adaptado a la medicina telemática. Da la sensación de que es culpa de los médicos, y en absoluto. Atendemos a más de treinta usuarios cada día. Estamos sobrecargados de trabajo, hacemos horas extra por las tardes y muchos hemos postergado nuestras vacaciones».
Se hacen más pruebas de coronavirus que nunca, refuerzo que explica el incremento de contagios junto a la relajación general tras el confinamiento. El perfil del enfermo ha cambiado respecto al primer estallido de casos detectados en primavera: ahora son más jóvenes y requieren menos ingresos en cuidados intensivos. Pero los diagnósticos siguen llegando tarde, cuando las personas contagiadas han transmitido el virus, alimentando una cadena que nunca llega a romperse por los problemas de acceso a los ambulatorios y la falta de rastreo. «Hay un ambiente enrarecido», explica Vicente Sandoval, secretario de Salud de la Unión General de Trabajadores (UGT): «Los sanitarios tienen temor a que los usuarios paguen su frustración con ellos». La imposibilidad de contactar de forma telefónica con los centros de salud origina colas diarias que suponen un riesgo añadido: «Veremos qué pasa cuando llegue el frío». También este problema tiene forma de círculo vicioso, como ilustra Sandoval: «Los trabajadores atienden a las personas que esperan desde primera hora de la mañana en la puerta del ambulatorio, de modo que no pueden coger el teléfono. Como nadie responde a las llamadas, la gente se desespera y termina yendo a su centro de salud».
El malestar entre el colectivo sanitario ha cristalizado ya en varias protestas: se quejan de la falta de personal y medios y comparten una creciente sensación de inseguridad ante el enfado generalizado de la ciudadanía y las primeras denuncias por agresiones, pasado el tiempo de los aplausos. Las deficiencias del sistema, aunque descubiertas ahora por la mayoría, vienen de tiempo atrás. Antes de la pandemia, el médico de familia malagueño Enrique Gavilán alertó en su libro 'Cuando ya no puedes más' del desgaste crónico de los profesionales de la atención primaria. El tiempo, por desgracia, le ha dado la razón: «Hemos llegado a esta crisis en una situación tan precaria que todo ha saltado por los aires. Ahora se está pagando el menosprecio histórico que ha sufrido la atención primaria». Se refiere a a las consultas programadas cada cinco minutos, sin tiempo casi para mirar a los pacientes a los ojos, pero también a la sobrecarga de tareas administrativas y al «hospitalcentrismo», como define a la concepción de la sanidad desde un punto de vista hospitalario, olvidando el trabajo subterráneo pero imprescindible de los centros de salud.
El propio Aguirre reconoce que hay «un problema muy grande ahora mismo» porque la atención primaria ha asumido la segunda ola de la pandemia sin recursos suficientes. Por eso la Junta ha definido una estrategia para limitar la agenda de los médicos de familia a treinta pacientes como máximo, potenciar la telemedicina, desburocratizar la rutina de los profesionales y atender la cronicidad desde «la proactividad». Centrados casi todos los esfuerzos sanitarios en el coronavirus, los enfermos crónicos han sido los grandes olvidados de la pandemia. El consejero ha admitido esta misma semana la necesidad de implementar «un nuevo modelo de atención primaria». Ya lo reclamaba Gavilán en su libro: «Nos cargan con tareas administrativas como recetas, volantes o partes de ambulancia. Somos médicos, no administrativos».
También la falta de rastreos indigna a la comunidad médica. «Es mentira que hayan contratado a miles de rastreadores», denuncia otra doctora consultada por este periódico: «Es una labor que estamos asumiendo nosotros». La preocupación más inmediata reside en qué ocurrirá cuando la pandemia coincida con la ola de gripe común. Algunos expertos consideran que las medidas de prevención adoptadas por el coronavirus, como el uso obligatorio de mascarillas y el lavado frecuente de manos, amortiguarán el impacto de la gripe. Pero un simple catarro basta para complicar la situación: «Es complicado distinguir los síntomas, así que en muchos casos de resfriado o gripe habrá que practicar pruebas de coronavirus y eso saturará más si cabe el sistema, sobre todo si no solucionan los problemas de acceso telefónico a los centros de salud. Y a ver qué hacemos con las colas cuando llueva o haga frío».
Los asintomáticos forman otra pieza aún pendiente de encajar en el puzzle del coronavirus. La evidencia de que un alto porcentaje de contagiados pasa la enfermedad sin síntomas resulta una buena noticia no sólo para su salud, porque demuestra que su sistema inmune funciona, sino para la presión hospitalaria, pero es un hecho devastador para los intentos de controlar la pandemia: sin la infección diagnosticada, la propagación del virus tiene el camino despejado. «Es un problema que personas asintomáticas, que ni siquiera sospechan que tienen el virus en el cuerpo, hagan vida normal», detalla una médica de cuidados intensivos: «Porque aunque lleven mascarilla y mantengan la distancia social, conviven con otras personas». Y ocho de cada diez contagios, advierten los expertos, se producen en el ámbito familiar. Por eso los últimos esfuerzos de las administraciones se centran en los encuentros en casa, al menos hasta ahora que el tiempo ha permitido el desarrollo de la actividad hostelera al aire libre. Pero sin pruebas masivas y frecuentes será imposible saber cuántas personas están pasando la infección sin síntomas y por tanto son transmisores agazapados.
Mientras el ruido político no cesa, España sigue por debajo de la media de la Unión Europea en número de médicos de atención primaria por cada cien mil habitantes (76 frente a 123, según los últimos datos publicados por Eurostat), un déficit que ahora pasa factura.
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