JAVIER PACHÓN
Lunes, 25 de julio 2016, 00:30
Hay personas que parecen tener dos velocidades dentro de la misma vida: por un lado, la que marcan sus decisiones, y por otro, la que define su sonrisa. Una de esas historias es la de Mustafá Afilal (Alcazarquivir, Marruecos, 1997), que intercala distracciones de adulto, como el imperativo de convertirse en un profesional, con deseos de adolescente, jugar y disfrutar. Recurre al optimismo para salvar los abismos que se encuentra. Él es uno de los 762 MENA (Menor Extranjero No Acompañado) que han ingresado en un centro de protección de la provincia de Málaga entre 2010 y 2015, y ha vivido en uno de Estepona durante cuatro cursos hasta que el pasado noviembre cumplió 18 años.
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Habla de su vida entre risas, aunque poco hueco hay para el humor en ella. Este chico vino a España en 2012 bajo un autobús con tan solo 14 años. Cuenta que su situación en Marruecos era nefasta. Su padre les dejó a él, su madre y sus dos hermanos mayores. Al recordar su vida en el país norteafricano no consigue enjaular varios suspiros, que escapan de su control. Un futuro negro y un día a día desmotivante, unidos a la visión que le pintaban de España, fueron los ingredientes que le llevaron a cocinar su huida de Tánger, donde vivía. Con doce años, empezaron los intentos. «Estudiábamos los movimientos de los autobuses. Sabíamos cuándo llegaban y cuándo se iban», narra. Él y otros chicos en circunstancias similares esperaban a la última parada de los buses de turistas para hacerse hueco en sus bajos y rezar por que las medidas de seguridad del puerto no les descubrieran. Así, volviendo lleno de grasa tras fallar en su fuga durante noches y noches, Mustafá Afilal evitaba dar explicaciones a sus hermanos, que le abroncaban por sus ideas de salir.
Con dos años de tanteos, y sin colegas de travesía, el autobús al que se abrazaba entró en el ferri. Alcanzó su «sueño», el que tenía entonces. Sin más visión que la oscuridad, se guió por las chuletas de sonidos que se había aprendido de memoria. «Dos baches significaban que estabas en el barco; los pájaros, que ya era Tarifa». Se mantuvo enganchado sin vacilar, sabedor de que un resbalón suponía terminar chafado por las ruedas: «No quería bajarme porque me habían dicho que cuanto más al norte, más difícil sería que me devolvieran». Un calor asfixiante, la falta de espacio y una sed punzante tras más de diez horas de viaje le llevaron a salir de su escondite en Ronda.
Sin entender ni una sola palabra de español, este joven con sonrisa de niño se quitó una de las dos mudas que llevaba puestas con el fin de que la suciedad no se apropiase de su imagen. Musta, como prefiere que le llamen, caminó entonces por las calles de la ciudad buscando algún policía. Se asomó al Tajo, aunque reconoce que casi no llegaba. Los transeúntes cruzaban de acera al verle, luego supo por qué: «Se me había olvidado limpiarme la cara de grasa. Normal que se escapasen», describe entre carcajadas. Se lavó el rostro en el baño de la estación, salió y la policía le esperaba en la puerta. Al escuchar comisaría, por su parecido con el término que utilizan en Marruecos, Afilal asintió. Entonces iría al centro de menores de Estepona, cerrado cautelarmente el pasado marzo, donde ha permanecido cuatro años.
Estas instalaciones del servicio de la Junta de Andalucía tienen dos caras para él. «Es una experiencia buena y mala, como la vida», asevera. De ésta saca todos los fundamentos que hoy le forman como persona, la facilidad para comprender y conocer a cada uno. «Allí sospechabas de todo el mundo cuando llegaba. Pensabas ¿por qué estará aquí?. Tenías que saber tratar a la gente, aunque a veces suponía peleas», relata. Del centro, en el que convivió con otra treintena de menores, critica la rigidez en los horarios y el trato «frío» de los trabajadores sociales, a los que reclama mayor vocación aunque valora su labor. «Nos sentíamos como un número», repite varias veces durante la charla en su constante apelación al cariño. En Estepona aprendió a hablar español y se sacó la Educación Secundaria Obligatoria «con mucho esfuerzo».
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Al cumplir la mayoría de edad, Mustafá pudo volver a Tánger a ver a su familia durante tres días. Después entró en un piso para jóvenes extutelados de la Asociación Mundo Infantil, bajo el paraguas de la Junta como parte del programa para mayores de 18 años. «En el centro me lo hacían todo: la cena, la ropa y aquí tuve que aprender de la noche a la mañana. Quemé muchas comidas», bromea. Ahora vive con otros tres compañeros, a la espera de que se cubran las dos plazas libres de la vivienda. El magrebí confía en lograr un empleo antes de que se cumpla un año y medio de su salida del centro de menores, cuando se acaba su período de estancia en el domicilio: «Es difícil, pero nunca tiro la toalla. Hay gente buena en todos los lados», comenta con una mezcla de resignación y optimismo. Así, en las últimas semanas los esfuerzos se han materializado: su incorporación a un puesto de trabajo que le garantice su autonomía está muy cerca. Un sueño que despegará en el mundo de la cocina. Su orientador, Santiago Gallardo, con quien tiene sintonía, le define como un chico «despierto y luchador», cualidades que le capacitan para salvar este nuevo abismo.
Pasión por la música
Este chico marroquí, que se atasca al hablar cuando le torpedean los nervios, no pierde el gesto risueño ni cuando la dureza se apiada del relato. Intenta salir a correr cada tarde, pero lo suyo es sobre todo la natación. Ha hecho un curso de socorrista y, aunque no le da para conseguir el trabajo con el que pueda emanciparse, su futuro lo ve relacionado con Salvamento Marítimo. A Afilal le apasiona la música, pero el estilo le da un poco igual. «A mí no me importa si es flamenco o rap, lo que me interesa es el mensaje, que me diga algo», apostilla. Le encanta pasar tiempo en grupo, sea como sea, yendo a la playa, en excursiones o jugando al fútbol. Sin embargo, reconoce que todavía no ha podido hacer muchos amigos en su nueva zona, El Palo, lo que le limita a la hora de planear actividades.
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En ese día a día de incertidumbre atronadora ha encontrado un bastón moral en la Asociación Marroquí para la Integración de Inmigrantes. Ahmed Khalifa, su presidente, defiende la labor de su organización por el cariño que ofrecen a los jóvenes: «Cuando hay algo que quieren sacar del alma, vienen a nosotros».
Su historia, plagada de sueños y abismos salvados, y la de otro chico en situación similar están reflejadas en el breve libro Pájaros Enjaulados, que escribió la hermana de uno de sus compañeros de instituto cuando Afilal tenía 16 años. Hoy reconoce que, si hubiera sabido todo lo que le quedaba por pasar, no habría tomado nunca ese bus, pero no tiene duda de que su futuro está en España.
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