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Ana Pérez-Bryan
Domingo, 1 de marzo 2015, 02:01
Hubo un tiempo en Málaga en el que las cafeterías se llamaban cafés, en el que la reunión en torno a una buena taza era casi un acontecimiento social y en el que, sólo a veces, sus trastiendas escondían algo más que mercancía. El paseo por las cafeterías de Málaga en el siglo XIX y principios del XX es también un paseo por la historia de la propia ciudad y de sus gentes.
¿Sabía, por ejemplo, que el primer despacho de café en Málaga se llamaba Café de la Marina y que abrió sus puertas al público en el siglo XVIII? De su destino poco más se sabe por los libros de historia, pero sí que la eclosión de este tipo de negocios se sitúa en torno a la segunda mitad del siglo XIX. El Suizo (que estaba en el local que hoy ocupa el Café Central, pero más pequeño), Munich o el Central fueron lugares de referencia de una época dorada con epicentro en la plaza de la Constitución.
Allí, justo en el edificio que hoy ocupa la clínica Martí Torres, se ubicaron los cafés de La Loba y La Lobilla, que se convirtieron en el espejo de las diferentes clases sociales. El de la Lobilla fue el primero en abrir sus puertas como despacho de café, y unos años más tarde, entre 1835 y 1857, todo el protagonismo fue para La Loba, una cafetería reservada para la clase pudiente que fue reformada en 1877 para dar aún más brillo a su caché. Cuentan las crónicas de la época que en el local se instalaron 327 mecheros de gas que iluminaban el café, todo un adelanto en aquellos tiempos. La Loba, cuyo dueño fue el primer duque de Fernán Núñez, fue el local por excelencia de la Málaga de la segunda mitad del siglo XIX y su reinado se apagó con el cambio de siglo, justo cuando la plaza de La Constitución comienza a perder su centralidad a favor de la recién inaugurada calle Larios.
A pesar de que hoy pueda parecer que entre ambas apenas media distancia, en aquella época nada tenía que ver tener el negocio en un lado o en otro, sobre todo teniendo en cuenta que los marqueses de Larios hicieron todo lo posible por que los comerciantes se decantaran por la nueva zona, donde se instalaron nuevos cafés, mucho más modernos y alejados del concepto de las primeras cafeterías que animaron la vida urbana en la plaza de La Constitución en el siglo XIX.
Otro café con historia propia fue el Café de la Castaña. No se sabe bien cuándo abre sus puertas, pero sí que su final está fechado en 1905. Su propietario era el padre de Anita Delgado, que con los años se convertiría en el la maharaní de Kaphurtala, un empresario que al igual que otros muchos fue perdiendo el negocio a raíz de la plaga de filoxera. En su desesperación, el padre de Anita decidió alquilar la trastienda de su café un convertirla en un espacio para los juegos de azar, una actividad que no estaba permitida en aquella época y que en el caso de tener luz verde estaba extraordinariamente gravada. Aquello aguantó durante un tiempo, pero en el momento en que el gobernador de la ciudad se percató del negocio paralelo en el Café de la Castaña se terminó la aventura la del café y la de los juegos de azar¬ para la familia. Fue entonces cuando el padre de Anita Delgado decidió trasladarse a Madrid con su familia, el lugar donde su hija finalmente conocería al maharajá que le cambió la vida.
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