Ha causado estupor la noticia inesperada de que Irán y Arabia Saudí hayan reanudado sus relaciones diplomáticas tras una interrupción de 7 años porque el odio cainita entre ambos bandos es antiguo y profundo, pues brota del choque de dos ideologías fanáticas contrapuestas: el wahabismo ... saudí y el jomeinismo iraní.
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En el islam, la tolerancia en cuanto a diferencias doctrinales es muy grande. Acusar a alguien de «takfir», -falso musulmán-, es algo rechazado por casi todas las corrientes del islam. Pero entre los wahabitas, el takfirismo se aplica de forma indiscriminada, con una inquina especial contra los chiitas. Incluso en los manuales escolares se les acusa de falsos musulmanes. Sin exageración alguna, los miran como el Tercer Reich miraba a los judíos o el Ku Klux Klan a los negros.
En la trinchera de enfrente tenemos la doctrina jomeinista del Wilayat al Faqih, que justifica la tiranía del estamento religioso para asegurar por la fuerza la pureza de la doctrina. De manera que tenemos a dos regímenes totalitarios basados en el fanatismo religioso, intolerantes, xenófobos, extremadamente misóginos y ansiosos de expandir su influencia, archienemigos mortales por el odio implacable entre facciones religiosas. Lo que ha exacerbado todavía más el conflicto es el creciente desequilibrio de poder entre ambos bandos.
Desde la caída del Sha, Irán se ha desarrollado significativamente pese al carácter represivo y en muchos aspectos, retrógrado, del régimen de los ayatolas. Arabia Saudí en cambio, aunque ha invertido mucho en infraestructuras y educación, tanto masculina como femenina, sigue siendo un país subdesarrollado que mantiene una fachada de desarrollo simplemente porque puede comprarla. Pero eso no es suficiente frente a un Irán con mucha más población, variedad de recursos naturales y aplastante superioridad industrial y tecnológica.
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Por lo tanto, no fue tan extraño que iraníes y saudíes acabasen rompiendo relaciones diplomáticas tras la ejecución de un clérigo chiita saudí. Tampoco es tan sorprendente que ahora las reanuden. Soviéticos y norteamericanos mantenían relaciones diplomáticas, incluso en los momentos más duros de la Guerra Fría. Los chinos, que han actuado como intermediarios, se han marcado un tanto. Los norteamericanos se preocupan, y lo demuestran al hacer declaraciones quitándole hierro al asunto, pero es muy dudoso que estemos ante el preludio de algo siniestro, como el Pacto de No Agresión Germano-soviético de agosto de 1939.
El príncipe heredero saudí, Mohamed Bin Salman, ha demostrado en sus actos una considerable testarudez, pero siete años de humillante atasco militar en Yemen podrían haberle convencido de que es necesario buscar una salida. Irán, precisamente por su mayor desarrollo socioeconómico, sufre un desajuste creciente entre la población y el régimen, lo que provoca protestas masivas recurrentes desde hace cinco años. Ambos bandos necesitan rebajar la tensión y reducir costes.
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Sin embargo, conviene recordar que Hitler invadió la URSS tan solo 21 meses después de firmar su pacto de No Agresión con Stalin. La guerra civil de Yemen no estalló por intrigas extranjeras sino por factores internos. Los otros motivos básicos del conflicto irano-saudí siguen ahí, y van a continuar envenenando la geopolítica mundial durante mucho tiempo.
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