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Entre el humo y sobre sus ruinas, Gaza cumple dos meses de matanza entre los palestinos e Israel. La guerra parece el destino de la humanidad en estos tiempos inhumanos. Tras setenta días de lucha, el ejército hebreo controla la mayor parte de la Franja. ... Primero el norte y ahora el sur. Según un informe estadounidense, la acción militar judía a gran escala quedará culminada en enero. Eso puede suponer el final de este conflicto, pero no del enfrentamiento que mantienen estas dos comunidades irreconciliables. Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, ya ha dicho que «la única forma de poner fin a la guerra es usar una fuerza aplastante contra Hamás» y que cuando callen la bombas sus tropas seguirán en el enclave. ¿Será la solución? ¿Cómo responderá el islamismo?
En su novela 'El pueblo es inmortal', Vasili Grossman pone en boca de un militar ruso de la II Guerra Mundial esta reflexión: «Si bien es posible quemar un libro de Newton, no se puede reducir a cenizas la ley de la gravedad». La Franja es hoy un territorio devastado por el que, según la ONU, deambulan sin casa y sin casi nada 1,87 millones de personas, el 80% de la población. La tierra está sembrada de bombas sin explotar y de odio a Israel. Más odio aún que hace dos meses cuando estalló el conflicto.
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El 7 de octubre, milicianos de Hamás asesinaron a 1.200 israelíes en varios kibutz cercanos a la frontera y en una fiesta de música electrónica. Cacería humana. Se llevaron, además, a 240 secuestrados. La respuesta de Israel fue inmediata. Hay ya casi 16.000 gazatíes muertos, entre ellos, seis mil niños. Tras la leve esperanza que supuso la tregua de una semana, los bombardeos han sido más intensos. Enloquecedores. Víctimas y verdugos se intercambian los papeles sin más afán que el exterminio del contrario, deshumanizado por el odio mutuo. Dos meses después, el horror continúa sin que se atisbe una solución a corto plazo.
Hamás, considerado por muchos países como un grupo terrorista palestino, llevaba tiempo planificando la masacre del 7 de octubre. De hecho, los servicios secretos de Israel tenían información sobre ese ataque. No lo tomaron en serio. No creían a los islamistas con infraestructura para tanto. Su error tiñó de luto ese día festivo en el calendario judío. Los kibutz se convirtieron en una carnicería. Ejecuciones, violaciones...
Netanyahu, cuestionado por no haber sabido defender esa frontera, movilizó al moderno ejército israelí y a 300.000 reservistas. Dejó clara su intención: «Estamos combatiendo animales humanos». El objetivo era arrasar la Franja, que apenas ocupa 360 kilómetros cuadrados. Sobre ese dedal de tierra han caído desde entonces 40.000 toneladas de bombas. Gaza parece una tumba al aire libre: además de los miles de muertos hay unos 7.000 cadáveres bajo los escombros.
Es una ratonera. El 13 de octubre, Israel conminó a los gazatíes a abandonar el norte de la Franja. Viaje a ninguna parte. Ahora les ha ordenado que se vayan del sur. Al inicio del conflicto, la comunidad internacional se echó las manos a la cabeza al ver las terroríficas imágenes de los muertos en los kibutz. Occidente arrastra un complejo de culpabilidad por lo sucedido en el holocausto nazi contra el pueblo judío. Joe Biden, presidente de EE UU, juró que siempre respaldará a los hebreos y movilizó el portaaviones Gerald R. Ford. La chispa de Gaza podía encender un fuego mayor si intervenía Irán, aliado de Hamás y enemigo declarado de Estados Unidos.
Durante las siguientes semanas, el relato cambió. Las imágenes desgarradoras comenzaron a llenarse con los rostros llenos de polvo, cadavéricos, de los gazatíes. Sin apenas agua ni comida. Con los hospitales acribillados por proyectiles porque, según Israel, eran la tapadera de núcleos de mando de Hamás. Soldados hebreos localizaron bocas de túneles en centros sanitarios. Era la prueba de que los milicianos gazatíes utilizaban a su población como escudo humano. Netanyahu redobló la ofensiva. El cielo de Gaza se hizo ceniza. Sólo encendido por la luz pespunteada de los disparos. Las bombas israelíes trituraron la Franja. En defensa propia, dijeron. Con ese argumento han muerto cerca de seis mil niños. Palestina, cuna de religiones monoteístas, lleva tiempo siendo una tierra condenada.
1,8 millones de personas
el 80% de la población de la Franja, se encuentran desplazadas tras estos dos meses de conflicto.
Tras veinte días de bombardeos, la infantería hebrea inició su ataque. Un ministro israelí llegó incluso a plantear el uso de una bomba nuclear. Para los ultras de ambos frentes, el enemigo es una alimaña. En paralelo, la ONU, la UE, Estados Unidos, Catar y Egipto negociaron una tregua que al final Israel y Hamás acordaron desde el 23 de octubre. Fueron liberados 240 prisioneros palestinos y un centenar de rehenes (aún faltan 137). El alto el fuego se prolongó durante siete días, hasta que el Gobierno hebreo denunció que los terroristas se negaban a liberar a algunas mujeres. Con diciembre han vuelto los bombardeos. Más masivos. El ejército ha estrechado el cerco. «Ya podemos llegar a cualquier lugar de la Franja», asegura Netanyahu. La lista de bajas de sus tropas suma 83 soldados. La otra lista, la de víctimas palestinas, crece hasta los 16.000.
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El eco de la guerra ha elevado la ola del antisemitismo en el mundo. Y mientras, el conflicto continúa. Netanyahu insiste en que no parará hasta la «destrucción» de Hamás. Los islamistas excarcelados, por su parte, son recibidos como héroes. El conflicto le gana a la paz en esta tierra de exterminio donde las religiones parecen armas mortíferas. La ONU, que ha descrito la situación como «apocalíptica», y la UE defienden como solución crear dos Estados. Los palestinos aspiran a tener Gaza, Cisjordania y el este de Jerusalén. Israel se niega. Defiende su derecho a disponer de su actual territorio más Palestina. No se atisba una salida de este bucle sangriento que parece condenado a volver una y otra vez a la casilla de salida, donde la violencia y el odio se retroalimentan.
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