Rafael M. Mañueco
Moscú
Domingo, 30 de agosto 2020, 00:28
Lo suyo no era la política y ella misma lo ha reconocido siempre. Svetlana Tijanóvskaya, la candidata que probablemente ganó las elecciones presidenciales del pasado 9 de agosto en Bielorrusia (ella al menos está segura de ello y se considera ya la presidenta), es ... el rostro visible de la revuelta en curso contra Alexánder Lukashenko, el último dictador de Europa.
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En realidad, tenía otros planes: entregarse por entero a sus dos hijos. El mayor, de diez años, padece problemas auditivos y para dedicarse más a él tuvo que dejar de impartir clases de inglés, la que fue su principal ocupación, junto con las traducciones. La hija pequeña tiene solamente cuatro años.
Su marido, Serguéi Tijanovski, de 42 años, al que conoció hace 16 siendo ella estudiante, tuvo varios negocios, entre ellos una discoteca. Su última actividad empresarial fue el estudio audiovisual Kompas, dedicado a la edición de vídeos con clientes en Bielorrusia, Rusia y Ucrania, entre ellos intérpretes y grupos musicales. Pero, a partir de marzo de 2019, compaginó tales tareas con la crítica a las autoridades a través de un canal que creó en YouTube y otro en la red social Telegram, igual que ha venido haciendo en Rusia hasta que envenenaron a Alexéi Navalni.
Tijanóvskaya, que tiene 37 años, ha repetido muchas veces en las últimas semanas que a su familia nunca le faltó de nada, salvo «libertad». «Estamos hartos de la situación en el país, del caciquismo, de la corrupción, de tener que callarme y tener miedo, de aguantar a Lukashenko», que llegó al poder cuando ella tenía 11 años, declaró durante la pasada campaña electoral.
El ambiente de indignación reinante desde hacía tiempo en la familia por los abusos del régimen animaron a Serguéi a intensificar sus ataques contra Lukashenko en sus publicaciones. Pero en una dictadura las críticas no pasan desapercibidas. Su primer arresto se produjo en diciembre del año pasado y el último en mayo, después de presentar su candidatura para concurrir a las elecciones del 9 agosto. Fue mientras participaba en un acción de protesta. Desde entonces sigue encarcelado.
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Así que Tijanóvskaya, desconsolada, decidió tomar la difícil decisión de relevar a su marido, de presentarse ella a los comicios. Contra todo pronóstico y tras reunir las firmas necesarias, fue inscrita como candidata, tras lo cual denunció haber recibido una llamada telefónica anónima con múltiples amenazas, entre ellas la de que, si no retiraba su candidatura, se iniciaría un proceso para arrebatarle la patria potestad de sus dos hijos al estar el marido en prisión y ella dedicada todo el tiempo a la campaña electoral.
Y cedió a las presiones. Publicó un vídeo anunciando que abandonaba la lucha por la presidencia, que renunciaba a la candidatura. Sus seguidores la convencieron de que no lo hiciera y consiguieron que continuara en liza. Pero tuvo que afrontar otra espeluznante decisión, separarse de los niños. Los envío a Lituania con la abuela.
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Más adelante, tras una exitosa aunque extenuante campaña electoral, plagada de concentraciones multitudinarias por todo el país, se confirmaron sus sospechas y las de sus colaboradores. Nunca habían sido ingenuos y temían que el dictador volviera a recurrir al fraude electoral para seguir aferrado al poder. Y así fue. En la misma noche tras el final de las votaciones, la Comisión Electoral avanzó una estimación que daba la victoria a Lukashenko con el 80% de los votos mientras la candidata de la oposición unificada se quedaba en el 10% de los sufragios, resultado que luego se hizo oficial.
«Me considero vencedora de las elecciones (...) no he obtenido el 10% sino eso varias veces más», aseguró Tijanóvskaya al día siguiente y añadió que «un sistema alternativo de recuento de votos me da a mí la victoria». Exigió a Lukashenko que entregara el poder. Esa misma tarde fue citada en el edificio de la Comisión Electoral en donde fue conminada, probablemente por parte de agentes de las fuerzas de seguridad, a grabar un vídeo. Ella no ha revelado hasta ahora las circunstancias de aquel incidente.
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«He tenido que tomar una difícil decisión -la de refugiarse en Lituania- (...) ni una sola vida vale el precio de lo que está ocurriendo ahora», dijo en tono pesaroso. Según afirmó entonces, «he vuelto a ser la mujer débil que fui al principio (...) los niños son lo más importante que tenemos en esta vida». Mientras, en Minsk se producían los primeros muertos en choques con la Policía, los heridos se contaban por decenas y el número de detenidos aumentaba cada día.
En una segunda grabación, filmada bajo fuertes presiones, aparentemente antes de entrar en territorio lituano, Tijanóvskaya comparece sin mirar a la cámara y, visiblemente abatida, lee un texto instando a la población a cesar las protestas, a no enfrentarse con la Policía y a «no poner sus vidas en peligro». Una vez en Lituania, en donde sigue hoy día, cambió el discurso y llamó a continuar las movilizaciones.
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Svetlana Pilipchuk, éste era su apellido, de origen ucraniano, antes de contraer matrimonio con Tijanovski, nació el 11 de septiembre de 1982 en Mikashévichi, pequeña localidad situada en el sur de Bielorrusia, en el extremo oriental de la región de Brest, cerca de la frontera con Ucrania. Una zona que sufrió de lleno el impacto de la nube radiactiva tras el accidente nuclear en la central de Chernóbil, el 26 de abril de 1986. Ella no había cumplido todavía los cuatro años.
Tras finalizar con «medalla de oro» la escuela secundaria en Mikashévichi, se trasladó a Mozir, a medio camino entre su población y la ciudad de Gómel, para ingresar en la facultad de filología de la Universidad Pedagógica local, en donde se graduó en inglés y alemán. Allí en Mozir conoció a su futuro marido y con él se trasladó más tarde a Gómel, en donde dio clases de inglés y trabajó como traductora para varias organizaciones, entre ellas la irlandesa Chernobyl Life Line, dedicada a ayudar a las víctimas del desastre nuclear. Gracias a ellos pudo pasar una temporada en Irlanda perfeccionando el inglés. Ahora, desde Lituania, Tijanóvskaya sigue siendo el símbolo de la revuelta, mantiene viva la llama de las protestas y desarrolla una incansable labor diplomática para recabar apoyos a nivel internacional y explicar al mundo que el pueblo bielorruso es pacífico y sólo aspira a librarse del tirano y vivir en libertad.
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