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Los franceses se miran de reojo. La clase media y trabajadora se siente cada vez más alejada de un Gobierno dirigido por una élite privilegiada. Los residentes de los 'banlieues', los barrios marginales, viven excluidos en una burbuja de pobreza y violencia donde no llega ... el estado de bienestar. Denuncian acoso y maltrato policial mientras desde fuera muchos ciudadanos reclaman la demolición de esos suburbios llenos de inmigrantes que no se integran y de redes de narcotráfico. Los partidos políticos tradicionales, socialistas y conservadores, se han hundido ante líderes como el actual presidente, Emmanuel Macron, que supo captar votos en la izquierda y la derecha. Planea, además, el miedo a atentados islamistas como el que dejó 86 muertos en Niza en 2016. Y en ese clima de fractura, desencanto, hartazgo y resentimiento, la extrema derecha se ha convertido en la gran favorita para las elecciones legislativas convocadas anticipadamente por Macron (se celebrarán el próximo domingo y el 7 de julio) tras su aplastante derrota en los recientes comicios europeos.
Es un órdago del presidente: 'O yo o los ultras'. Su apuesta es de riesgo. Cada vez más votantes ven a la extrema derecha como un mal menor en este clima creciente de conflictividad social. El partido de Marine Le Pen y Jordan Bardella obtuvo uno de cada tres sufragios en las europeas con un discurso moderado y hecho para no asustar a la mayoría de los ciudadanos, que antes huían de los postulados racistas de Agrupación Nacional. Esa estrategia ha funcionado gracias a otro miedo. «Un número cada vez mayor de franceses teme que su nación desaparezca», dice Manuel Valls, que fue primer ministro socialista entre 2014 y 2016.
En mitad de ese breve periodo, en 2015, el escritor Michel Houellebecq publicó 'Sumisión', una novela de ficción política enmarcada en Francia bajo un gobierno musulmán. Fue un bestseller. Su aparición coincidió con el atentado de Al Qaeda contra la revista satírica 'Charlie Hebdo' en el que fueron asesinadas trece personas.
El expresidente francés Nicolás Sarkozy abre su autobiografía con esa frase: «Siempre he desconfiado de la nostalgia». Evita pensar que cualquier pasado fue mejor. Pero esa idea ha calado entre la población gala. Tras la II Guerra Mundial (1939-1945), Francia estaba entre las cinco grandes potencias mundiales y entró a formar parte del Consejo de Seguridad de la ONU con su arsenal nuclear. La guerra de independencia de Argelia (1954-1962) aceleró su declive como país colonial. Poco a poco ha ido perdiendo presencia e influencia en Burkina Faso, Guinea, Chad, Malí, Níger, Gabón... Es el fin de una época y el inicio de otra, marcado por la demografía creciente, apabullante, de países asiáticos como China e India. El eje geopolítico del planeta se ha alejado de Europa.
Francia, que con el filo de la guillotina sacó adelante la Revolución de la Libertad, Igualdad y Fraternidad, es hoy un país de 68 millones de habitantes con casi un 20% de población de origen inmigrante. De ellos, 7 millones, el 10% de los ciudadanos galos, son musulmanes de primera, segunda o tercera generación, según datos del Instituto Nacional de Estudios Demográficos (INED). El 19% de los niños que nacen tienen apellido árabe o musulmán. El islam se ha consolidado como segunda religión y el uso del velo ha crecido un 55% en los últimos diez años. La inmigración magrebí y subsahariana ha sustituido a los emigrantes de otros territorios europeos. Francia, como define el sociólogo Jérome Fourquet, «se está convirtiendo en un archipiélago de comunidades que no siempre se entienden entre ellas».
En esta sociedad fracturada la extrema derecha ha encontrado la llave para abrir el camino al poder, algo impensable hasta hace bien poco. En la década de los años setenta estaba compuesta por un reducido grupo de nostálgicos del régimen colaboracionista con los nazis de Vichy. Jean-Marie Le Pen, padre de Marine, reunió a un racimo de personas decepcionadas con la derrota en Argelia. Creó el Frente Nacional con un catón de postulados racistas, antisemitas y contrarios a ceder soberanía a la Unión Europea. No atrajeron a casi ningún votante. Hasta que hace 40 años, como recuerda el escritor Christophe Guilluy, el socialista François Mitterrand quiso debilitar a la derecha tradicional resucitando a los ultras. Le Pen, que sólo tenía el 0,7% de los votos, participó en 1984 en un programa televisivo de máxima audiencia. Millones de franceses escucharon por primera vez sus ideas. Ese mismo año obtuvo el 10,9% de los sufragios en las elecciones europeas.
Francia, entonces en plena reconversión industrial, perdía puestos de trabajo. Aumentaban el descontento y el número de personas que se sentían excluidas. Hasta entonces, ese voto era para los comunistas. En 1995, Le Pen convenció al 15% del electorado. Y en 2002, en un hito histórico para su formación, alcanzó la segunda vuelta en los comicios presidenciales. El resto de los partidos hilaron un cordón sanitario contra la extrema derecha y salió elegido presidente el conservador Jacques Chirac.
Parecía que el Frente Nacional había tocado techo. Pero no. Marine Le Pen asumió la dirección. El clima político favoreció su crecimiento. La pertenencia de Francia a la Unión Europea comenzó a ser cada vez más cuestionada. La crisis migratoria de 2015, con millones de refugiados de Oriente Medio y África repartidos por Europa, aumentó el rechazo al inmigrante entre parte de la población autóctona. Así, en 2017, Marine Le Pen y Emmanuel Macron se disputaron la presidencia. Ganó Macron, que para enfrentarse al partido ultra sedujo a votantes de la izquierda, divididos en luchas tribales, y la derecha, debilitada por una sucesión de escándalos y corrupción. Eso redujo a la irrelevancia a socialistas y conservadores, dos pilares de la República.
Cinco años después, en 2022, se repitió el duelo. Volvió a vencer Macron, aunque su ventaja se redujo. Le Pen consiguió el 42% de los sufragios; trece millones de votos. Ya no era un partido de nostálgicos, como ha ratificado hace unos días la cita electoral europea. La formación ultra recibe hoy apoyos de empresarios y obreros, de jóvenes y jubilados. Es mayoritaria en ciudades pequeñas y en el mundo rural. En las europeas se impuso en el 93% de los municipios. Sólo se le resisten las grandes urbes y la población con mayor nivel educativo.
Jordan Bardella, el joven (28 años) candidato a primer ministro, dice que su partido, rebautizado como Agrupación Nacional, es el del «sentido común». Hijo de inmigrantes italianos, reivindica su origen en la 'banlieue' parisina de la Seine Saint-Denis, llena de «violencia e inseguridad». «Llegaba a fin de mes -asegura- con diez euros en el bolsillo. Soy de una generación que no ha conocido la Francia que va bien». Dice sentirse uno de esos 'olvidados' y atrae el voto de la ira, un combustible que se ha acumulado durante décadas. La red social TikTok es su mejor embajador para sumar adeptos.
Hay franceses que se sienten menos franceses que otros. Los extrarradios de las grandes urbes se han convertido en un polvorín. Allí viven en su mundo hijos y nietos de emigrantes magrebíes y africanos que denuncian constantemente abusos policiales. Ellos se sienten fuera de juego, con menos medios que el resto para salir adelante. «Hay un aparheid territorial, social y étnico», constata Manuel Valls. Al otro lado de ese muro, muchos franceses temen a los vecinos de los suburbios y les rechazan convencidos de que se quedan con la mayor parte de las ayudas sociales, algo incierto, según los datos oficiales. De hecho, el Instituto Montaigne asegura que el 43% renuncia a su derecho a la ayuda universal a la renta.
La desigualdad no ha dejado de crecer. Es como si sólo el deporte, el fútbol como en el caso de Kylian Mbappé, fuera la salida de ese hoyo suburbial. En 2005, las calles del país se llenaron de barricadas y fuego durante tres semanas después de que dos adolescentes, Zyed y Bouna, perdieran la vida electrocutados mientras huían de la policía. Nadie fue condenado. El sociólogo Éric Fassin, profesor de la Universidad París-Saint-Denis, defiende que más que por la desigualdad económica, los barrios marginales reaccionan con violencia por «las humillaciones» que reciben por parte de las fuerzas de seguridad. Como si el color de la piel determinara si eres sospechoso o no.
En 2022 se produjo otro estallido social, el de los chalecos amarillos, contra el alza en el precio de los combustibles, la injusticia fiscal y la pérdida del poder adquisitivo. Las zonas rurales se sentían abandonadas, arruinadas por las restricciones europeas y las exigencias ecologistas. Sus reivindicaciones fueron asumidas por otros sectores y paralizaron el país. Eran la prueba del hartazgo popular contra la élite política francesa y de la UE.
En junio del año pasado, un joven de 17 años, Nahel, murió durante una intervención policial. Recibió un disparo a quemarropa tras intentar sortear un control. La explosión de rabia fue inmediata, acelerada por las redes sociales: saqueo de comercios, asalto de instituciones, vehículos incendiados... Hasta estrellaron un coche en llamas contra la casa del alcalde de Hay-Les-Roses.
La extrema derecha se ha encontrado así subida en una ola de indignación general que le beneficia. Ha sabido adaptarse a las demandas de distintos sectores de la ciudadanía. Y, con un tono cada vez más conciliador, ha sabido esperar a que el Gobierno de Macron caiga por su propio peso. El presidente prolongó la edad de jubilación de 62 a 64 años para proteger el sistema de pensiones. Los sindicatos, muy poderosos en Francia, se le echaron encima. En diciembre de 2023 tuvo que pactar la nueva ley de inmigración, más restrictiva, con los conservadores ante la negativa de la izquierda. Le Pen dio su apoyo a la normativa y calificó el paso como una «victoria ideológica». Esa puñalada dialéctica generó una crisis en el Ejecutivo. El presidente, cuestionado en su propio partido, sustituyó a la primera ministra, Élizabeth Borne, por el joven Gabriel Attal. Quería así «rearmar» su proyecto.
Las recientes elecciones europeas han tumbado ese plan. Le Pen y Bardella alcanzaron el 31,37% de los votos, frente al 14,6% de Renacimiento, el partido de Macron. Los socialistas se quedaron en el 13,8%, por el 9,8% de Francia insumisa (extrema izquierda) y el 7,25% de Los Republicanos, el PP francés. A todos les esperan ahora los comicios legislativos, casi sin pausa. La extrema derecha, que no deja de crecer, llega reforzada a esa cita. La fractura social de Francia le acerca más que nunca al poder. Le Pen y Bardella se miran, además, en el espejo de Giorgia Meloni, la primera ministra de Italia y con la que comparten idelogía. Europa, en decadencia, le está perdiendo miedo a los ultras.
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J. Gómez Peña
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