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La mayoría de los hombres ha desaparecido de las calles de Lysynichy, Pidhirne, Miklashiv o Druzhkivk. Eso y los campos de cultivo devorados por la maleza señalan a los pueblos y ciudades de Ucrania donde se produjeron alistamientos masivos en 2022 para combatir a Rusia. «Ahora solo se ven niños, madres y abuelos. A los demás ya se los llevaron», explica una mujer en Lysynichy. Y los pocos que quedan desaparecen cuando ven aparcar los autobuses de la comisaría militar al final del pueblo. Cada vez hay más autocares, y son menos los que regresan con reclutas a los cuarteles.
El comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Oleksander Syrskyi, mostró esta semana, con motivo del Día del Patriota, su añoranza por aquellas enormes filas delante de las oficinas de reclutamiento, cuyo volumen de voluntarios impedía inscribirlos a todos en un solo día y muchos debían regresar a la mañana siguiente. «Al mirar esas colas, finalmente entendí que los rusos nunca podrán desfilar por Kiev. Nunca», exclamó Syrskyi, antes de dirigirse a la actual masa de resistentes a la movilización. «Haremos todo lo posible para encontrar un lugar para todos y cada uno de ustedes. Ucrania existirá mientras haya alguien que la proteja».
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Nadie sabe si sus palabras generaron más fervor o sudor frío. Syrskyi es un general que despierta recelos. Se le considera menos compasivo con sus tropas de lo que era su antecesor, Valeri Zaluzhnyi, nombrado embajador en el Reino Unido. Nació en la antigua URSS en 1965 y se formó en la academia del Ejército Rojo. Sus detractores afirman que utiliza las mismas técnicas de guerra que sus enemigos, la famosa 'picadora de carne' rusa. «Ha desarrollado una reputación como un hombre que valora más hacer las cosas que el número de vidas que sacrifica para lograrlas», apunta un artículo del 'Pravda' ucraniano.
Entre semana, los jóvenes de Kiev se quedan en casa. Los sábados salen a divertirse, pero evitan pasar delante de los puestos policiales y militares. «Sé que mi país necesita ser protegido y admiro a quienes están en el ejército. Pero tengo miedo de morir o perder un miembro, así que paso la mayor parte del tiempo en casa para evitar que me inviten a un centro de reclutamiento», dice Vitaliy, de 35 años, al 'Times'.
31.000 son los militares
que Ucrania reconoce como fallecidos en el campo de batalla. Sin embargo, EE UU eleva esa estimación hasta los 71.000 muertos y m´ de 120.000 soldados heridos.
Los restaurantes, clubes, centros comerciales y gimnasios se han convertido en lugares de alto riesgo debido a las rondas de las patrullas que buscan a quienes todavía no se han presentado en las cajas. «Cuando comenzó la guerra, nos decían que Rusia hacía cosas tan horrorosas como las levas en plena calle y poco a poco nos vamos pareciendo», lamenta Viktor Kapoisk, un politólogo residente en Europa, para quien el descenso de alistamientos es «perfectamente comprensible cuando has llegado a la conclusión de que, del frente, regresas muerto, sonado o con amputaciones crueles. Todo el mundo conoce historias terroríficas de la vida en el campo de batalla».
El presidente, Volodímir Zelenski, tiene un número sobre su mesa. Necesita entre 450.000 y 500.000 nuevos soldados si quiere plantearse contener y contraatacar a los rusos este año o el siguiente. Los servicios de Inteligencia sospechan, además, que Vladímir Putin, tras certificarse este fin de semana una vez más como presidente, ordenará una movilización forzosa en Rusia. Algunos opositores al Kremlin han alimentado esa idea al sugerir que Moscú aspira a dar un golpe definitivo a las tropas ucranianas en el Donbás aprovechando su debilidad por la falta de armas, y por lo tanto debe nutrir rápido al ejército. Putin estaría a la espera de pasar el trámite electoral para decretar tan impopular medida.
A Zelenski, por otra parte, le urge disponer de fuerzas extras si quiere enviar brigadas de refresco a primera línea y dejar descansar en sus casas a quienes llevan dos años hundidos en las trincheras. En febrero el Estado Mayor suspendió los permisos de miles de militares que debían comenzar su libranza este mes. El aplazamiento quema el ambiente como las bombas de fósforo.«La movilización debe ser justa. Y, sin embargo, los poderosos han escondido a sus hijos en el extranjero y no sienten lástima por los ajenos. Dejemos que envíen a los suyos a la guerra», dice la mujer de Lysynichy.
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La mayoría de los combatientes llevan dos años bajo las bombas o pertenecen a las generaciones anteriores que luchan desde 2014 en el Donbás. Acusan la fatiga de la guerra, Tienen de 40 a 60 años. Sufren más lesiones, mitigadas en parte por su capacidad de resistencia forjada en el campo o las fábricas. Se han mimetizado con la devastación, el drama y el fango. Abundan los padres que resisten lo indecible para que sus hijos no se vean obligados a ir al frente. Hay que examinar el drama. El quebranto emocional.
A los más jóvenes les queda un punto crítico. Claman contra las «ratas» que se autolesionan o simulan una depresión para ser devueltos a la retaguardia. O contra los corruptos que han pagado sobornos a cambio de no alistarse. O contra los padres que han dejado Ucrania en coche con su bebé al lado, declarándose progenitores únicos para lograr una exención mientras sus mujeres salían en transporte público.
«Sacar a la gente de un restaurante o pararla en la calle para citarla y alistarla no es la mejor manera de lograr soldados concienciados ni una corriente a favor», explica un periodista de Kiev.
Los expertos creen que éste es el peor momento para incentivar los alistamientos, debido al mayor poderío ruso, la falta de municiones y la desorganización ucraniana a la hora de replegarse y construir defensas.
El Parlamento examina una ley de movilización que ha sido sometida ya a cuatro mil modificaciones, lo que ofrece una idea de las dificultades para sacarla adelante. Endurece los motivos de exención, reduce a 25 años la edad para tomar las armas por primera vez y trata de buscar soluciones a problemas que socialmente pueden explotarle a Zelenski en las manos. Por ejemplo, un total de 900.000 ucranianos ha fijado su residencia fuera del país desde el inicio de la invasión. De ellos, 700.000 están en edad de alistarse. El ministro de Defensa, Rustem Umerov, apuesta por «invitarles» a regresar e incorporarse a filas. Sin embargo, tanto él como el Gobierno en su conjunto saben que es complicado.
Aparte del conflicto por la vulneración de las libertades de unos ciudadanos que viven fuera de la exrepública por mucho que tengan su nacionalidad, la sociedad sabe que detrás de ese éxodo existe un «sistema corrupto» que ha permitido escapar a familiares de políticos, empresarios y cargos públicos. Según una auditoria interna, del millón de soldados que componen el ejército, 700.000 tampoco han ido nunca a primera línea. «Al final, una movilización que roza con cuestiones de justicia social acaba volviéndose problemática», dice Viktor.
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Mientras el Gobierno ha llegado a plantearse ya 'contratar' a presos, varias brigadas militares han decidido desplegar su propia propaganda en el ámbito nacional e internacional. En algunos casos, esta práctica ha dado lugar a denuncias puesto que algunos intermediarios se disfrazan como empleadores sin desvelar el 'puesto laboral' hasta el final.
«No repartimos citaciones ni nos movilizamos por la fuerza». El reclamo de la Tercera Brigada de Asalto es en sí mismo una clara muestra de su deseo de alejarse de las tácticas del Gobierno. Se anuncia en varios idiomas. Los formularios están al alcance de cualquier ciudadano del mundo entre 60 y 18 años. Solo es preciso rellenar los datos personales, cumplir unas condiciones físicas (carrera, sentadillas, abdominales) y no tener enfermedades como el VIH y la hepatitis.
A partir de ahí, un entrevistador llamará por teléfono al aspirante. Si supera el filtro, deberá presentarse en los centros de adiestramiento de Lyiv, Kiev o Ternopil. Y una vez allí, reza la publicidad, tendrá la oportunidad de «conocer tus lados más fuertes y más débiles», «sentir la atmósfera de la Tercera Brigada y despertar en ti el espíritu de luchador». Bienvenidos a la guerra.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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