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iñigo gurruchaga
Sábado, 27 de agosto 2022, 14:21
Todos en Reino Unido recuerdan qué hacían cuando murió Diana, no importa que lo intempestivo de la hora sorprendiese a la mayoría ya acostados. Pasada la medianoche llegó el flash de un accidente en París y le sucedió la oscuridad, porque en agosto de 1997 solo la CNN daba noticias las 24 horas del día. Hasta que la voz informativa y aséptica de la BBC anunció a las cinco de la mañana que la princesa había fallecido.
Tenía 36 años y era quizás la mujer más popular del mundo. En las últimas semanas los paparazzi la habían perseguido cuando navegaba en la Costa Azul con sus hijos en el yate de Mohamed Al Fayed, un magnate egipcio acusado por numerosas empleadas de los almacenes Harrods de acoso sexual. Su mujer, la finlandesa Heini Wathen, amiga de Diana, y sus cuatro hijos, les acompañaban.
Dodi, hijo de Al Fayed con su primera esposa, Samira Khashoggi, se unió al grupo y los fotógrafos cazaron entonces la imagen de un posible romance entre Diana y Dodi. Cuando quedaron solos, se fueron a Cerdeña y de allí a París. Al hotel Ritz, propiedad del magnate. Era sábado. Decidieron ir al apartamento de Dodi en los Campos Elíseos. Pero el coche se estrelló en un túnel junto al río Sena.
36 años tenía Diana cuando perdió la vida en el túnel del puente del Almá en París en un aparatoso accidente de automóvil. Su acompañante, Dodi AlFayed murió en el acto, mientras que ella lo hizo horas más tarde en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière como consecuenciade las lesiones internas.
700 millones de personas pudieron presenciar la boda de Carlos y Diana en julio de 1981, oficiada en la catedral de San Pablo. Los fastos se trasladaron después al palacio de Buckinham, con presencia de 170 jefes de estado y un millón de británicos congregados en las calles.
El príncipe Carlos voló a París. Acompañó el féretro de su exmujer en el vuelo de regreso al aeropuerto militar de Northolt, en el nordoeste de Londres; y lo depositó en la Capilla Real del Palacio de St. James, la más antigua sede y residencia de la monarquía inglesa. Partió luego a Balmoral, donde sus hijos, Guillermo y Enrique, pasaban con sus abuelos su habitual vacación estival escocesa.
Esa decisión que veinticinco años después no parece carente de lógica contribuyó al estallido de la mayor crisis de popularidad de la monarquía británica durante el reinado de Isabel II. La televisión estadounidense ABC encargó una encuesta que calculó, al final de la primera semana de septiembre, que el sentimiento favorable a Diana era de +90 puntos, a la reina de +57 y a Carlos de +40.
La misma encuesta daba un sentimiento desfavorable (-58), sobre la conducta de la familia real durante el divorcio de Carlos y Diana; una evaluación positiva (+79) de cómo Diana había desempeñado su rol desde el divorcio; y de nuevo el sentimiento de la mayoría de la población era negativo (-52) sobre cómo había respondido la monarquía a la muerte de la princesa de Gales.
Los británicos ya tenían por tanto la impresión de que la institución de la monarquía -la familia y sus asistentes- había actuado mal cuando «el ratón rugió», según el titular que acuñó Tina Brown en Vanity Fair para describir la gran conmoción en el matrimonio del heredero del trono de los Windsor. La aplastante mayoría de las simpatías se inclinaba hacia la joven princesa rebelde.
La débil Diana no solo había desafiado a la institución informando a un periodista, Andrew Morton, sobre la verdadera historia de su matrimonio. Tras la publicación del libro y el divorcio, había usado su relativa libertad, privada por la reina del título de alteza real, para marcar su impronta: abrazando a enfermos de sida o caminando por los campos de Angola para denunciar el uso de minas antipersona.
La popularidad de Diana se debía a su belleza y a su justa rebelión. Sus incoherencias y duplicidades no debilitaron el impacto de su súbita muerte. Tampoco que muriese en compañía de Dodi, un galán infantil y sin rumbo, sometido a su padre, Mohamed, al que el Gobierno le negaba la ciudadanía y el duque de Edimburgo su ambición de patrocinar una competición ecuestre en Windsor.
En las horas posteriores al anuncio de la muerte, gente muy variada se acercó hasta el palacio de Kensington y dejó junto a las vallas ramos de flores y mensajes de duelo. Lo mismo ocurrió en el de Buckingham. Mientras los congregados en el exterior de la residencia de Diana se desperdigaban por el parque, el asfalto rojo de The Mall, ruta ceremonial que lleva al Palacio Real, se fue llenando.
La primera causa de la crisis fue espacial. El féretro de Diana estaba en una capilla privada, en un palacio, St. James, cerrado y sin residentes en agosto. La familia estaba aislada en su mansión en las Tierras Altas de Escocia. Nadie podía confortar a la masa creciente de público, que consumía noticias y comentarios sobre lo sucedido y sentía la soledad del cadáver, el vacío dejado por su familia.
La expresión 'stiff upper lip', que popularizaría años más tarde AC/DC, define un rasgo de la personalidad británica. El diccionario Cambridge la define como: «Alguien que tiene un labio superior rígido no muestra sus sentimientos cuando está molesto». Para el diccionario Merriam-Webster, publicado en Estados Unidos, donde se registró por primera vez, es «una actitud o manera firme y determinada ante los problemas». Se achaca a la influencia de los estoicos griegos en la ética escolar de los internados en los que se forma la élite británica. Se consagró como virtud nacional en las películas de David Lean o los poemas de Rudyard Kipling.
Pocos acontecimientos ilustran mejor la sobriedad y contención descritas como la actitud desplegada en la villa galesa de Aberfan en 1966, cuando murieron casi todos sus niños en una avalancha, la de una montaña de residuos de carbón. Isabel II no visitó Aberfan hasta una semana después de la catástrofe, tras llegarle noticias del malestar porque no estaba cumpliendo su rol como figura totémica del duelo nacional. Pues bien , la situación se repitió treinta años después, cuando las críticas se dispararon también en la calle y en los medios por su ausencia en el duelo que había paralizado amplias áreas del centro de Londres en los días posteriores a la muerte de Diana.
La observación por la corresponsal de una televisión estadounidense de que no había bandera a media asta en Buckingham provocó un alud de demandas indignadas. La cola para firmar el Libro de Condolencias era de siete horas. Se exigía que la reina se dirigiese a la nación, pero la familia no regresó hasta la víspera del funeral. Solo entonces Isabel II habló. Diana era, según la reina, «excepcional y talentosa».
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El epílogo de aquellas jornadas fue la eulogía leída por el conde de Spencer en el funeral de su hermana. Afirmó que la «familia de sangre» cumpliría su deseo de que sus hijos «adquieran experiencia en tantos aspectos de la vida como sea posible, para que les armen espiritualmente y emocionalmente». El primer ministro, Tony Blair, la había calificado de «princesa del pueblo» y su hermano como alguien con «nobleza natural».
La reivindicación de sentimientos y emociones frente a la rigidez del deber y la tradición ha quedado como herencia de Diana, aunque aquellos días mostrasen algo diferente. Que la familia real obedeció a tradición y sentimientos, dando prioridad al bienestar de los dos huérfanos de 15 y 13 años. Y que la simple aparición de Guillermo y Enrique en Londres transformó a la turba quejosa en un mar de lágrimas y simpatía.
Los hermanos promocionaron hace cinco años una asociación benéfica para mitigar problemas de salud mental confesando, en el caso de Enrique, que había tenido que buscar asistencia profesional, «tras veinte años sin pensar en la muerte de mi madre y dos de caos en mi vida». Guillermo afirmó que «el tiempo del labio superior rígido debe acabar».
Para el profesor de Guerra e Historia, Martin Francis, escribiendo en 'The Conversation', esas tendencias confesionales acarrean también un peligro, el de ofrecer cobertura a «atributos poco saludables de nuestra era, como el narcisismo, la falta de civismo, la devaluación de la privacidad, y la constante promoción de lo inmediato y de la sensación sobre la contemplación y el pensamiento».
Un cuarto de siglo después de la muerte de Diana, sus dos hijos tienen una relación agrietada. Enrique vive con Meghan Markle y sus hijos en California, alejado de la monarquía pero buscando su fortuna mediante la explotación económica de su imagen. Parece un heredero fidedigno de su madre, que decía a sus amistades en los últimos meses de su vida que quería marcharse de Inglaterra.
La más popular de la familia real tras Isabel II es, sin embargo, Catalina, esposa de Guillermo. Su jubilosa boda, en 2011, fue también celebrada como una victoria póstuma de la madre ausente, pero otras monarquías ya habían abandonado los matrimonios entre casas reales. Carlos y Camilla, Guillermo y Catalina, y la pareja rebelde. El espectro de Diana seguirá iluminando el futuro de la monarquía británica.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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