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Caminamos por la enorme plaza que forma parte del complejo del Memorial de la Guerra de Seúl con solo dos sonidos a nuestras espaldas: el de nuestros pasos, y el que provocamos al dejar caer el pico del paraguas contra el suelo gris del ... gigantesco monumento. No sé cómo de lleno suele estar este Memorial, pero a tenor de las fotos que no podemos evitar consultar en internet, se podría decir que somos algo así como unos 'afortunados'; dos personas que han conseguido la foto perfecta o que forman parte del rodaje de una distopía apocalíptica. Pero al continuar nuestra marcha y subir los escalones, descubrimos de nuevo lo que ya no nos sorprende tras casi quince días de viaje. No sabemos coreano -como tampoco sabíamos japonés- pero identificamos sin problema esos carteles rojos acompañados de portones cerrados y una cifra numérica: el 19. De nuevo, nos enfrentamos una nueva decepción de encontrar un museo clausurado, aunque si algo aprendemos en el día a día es que en Corea no han necesitado ponerse tan radicales, y que la próxima intentona puede ser la buena.
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Apenas pasan 24 horas cuando se cumplen las mejores expectativas. Las nubes se han retirado y la banda sonora ha cambiado de nuevo, aunque ahora se reduce solo al sonido de nuestros pasos. Hemos llegado a otra de las grandes plazas de la ciudad, la que da acceso al Palacio Gyeongbokgung, el principal monumento de la dinastía Joseon y uno de los lugares más visitados del país. «¡Está abierto!», exclamamos al unísono. Dentro, apenas cinco o seis personas interrumpen nuestra soledad en casi una hora de recorrido. No hay turismo, no hay locales. «Hace tres semanas esto era insoportable, estaba lleno de turistas chinos», nos dice una de estas personas, un coreano con una gorra de Ronald Reagan. «¿Y vosotros qué estáis haciendo aquí?», nos pregunta extrañado.
Esa pregunta la hemos tenido que responder varias veces durante casi un mes. Pero lo cierto es que cuando nuestro avión despegó de Málaga el problema se circunscribía a una región de China. La gravedad de la situación la palpamos en toda su crudeza al salir de Japón para llegar a Corea. La soledad del aeropuerto de Haneda, en Tokio, nos alertó de que nadie quería viajar, y mucho menos a Seúl, en cuyo vuelo apenas sumábamos ocho personas. Pero del susto inicial con la toma de la temperatura en el aeropuerto de la capital coreana pasamos a la comprensión por la situación. Y con la perspectiva de los días, entendemos que habían sido unos visionarios. Cada nuevo contagiado en la ciudad implicaba una alerta a móvil que geolocalizaba el brote.
Los restaurantes abrían pero pocos querían disfrutar de comer fuera de sus casas. Mientras, la imagen deprimente de la zona más comercial de la ciudad, Myeong-dong, contrastaba con el bullicio de la 'city' local, en cuyos bajos se seguían juntando los fumadores para expulsar el humo de sus cigarros tras haberse quitado de forma temporal sus mascarillas. Aún a medio gas, la capital daba muestras día a día de ir recuperándose. Cada mañana había más colillas en el suelo, menos asientos en el metro y algo más de alegría en los centros comerciales.
A nosotros nos seguían mirando con cara de extrañeza; casi evitando el contacto visual. En los primeros momentos creíamos que era para no contagiarnos, pero ya de camino al aeropuerto nos dimos cuenta de que todo había cambiado: los que dábamos miedo éramos nosotros. Entre cigarro y cigarro conseguí que una chica me diera las claves: «Cuando pasó lo del contagio masivo de Daegu nos dijeron que no saliéramos. De casa al trabajo. Así hemos hecho, a pesar de que trabajo en una agencia de viajes y llevo días sin vender nada», admitió con una sonrisa, para luego preguntar. «¿En España las cosas se están poniendo mal, no? Es mejor que cuando llegues no salgas mucho de casa».
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