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El reloj corre en contra de la vida en el sudeste asiático donde se multiplican los esfuerzos sobrehumanos y los actos heroicos para robarle a ... la muerte los miles de desaparecidos y atrapados por el terremoto de Myanmar y Tailandia. La cifra de víctimas acaba de ascender este domingo, en el que ha aumentado también la angustia de los supervivientes y de los rescatistas después de que, de madrugada (las 9.30 hora española), una nueva réplica de 5,1 grados sacudiera las entrañas de la tierra cerca de Mandalay, la ciudad peor parada del terremoto.
Según las autoridades birmanas, el número de fallecidos supera los 1.700 y hay contabilizados 3.400 heridos. También en la vecina Tailandia la tragedia sigue en ascenso. Hasta ahora se han notificado 17 fallecidos y se busca a 88 personas bajo un rascacielos colapsado.
Los augurios son pesimistas. Una nueva revisión del Servicio Geológico de Estados Unidos asegura que existe un 35% de posibilidades de que el peor terremoto registrado en los dos últimos siglos en esta región donde confluyen dos placas tectónicas puede saldarse con entre 10.000 y 100.000 muertes. En la antigua Birmania se tiene constancia ahora mismo de 3.408 desaparecidos, aunque este último dato es un eufemismo. Refleja únicamente a las personas que se sabe con certeza que fueron arrastradas por los derrumbes y los corrimientos de tierra, pero amplias zonas del país continúan incomunicadas y resulta imposible determinar a cuántos de sus habitantes se tragó la tierra.
No obstante, todavía se suceden los destellos de esperanza. Una mujer de 34 años ha sido rescatada viva después de pasar treinta horas enterrada viva entre cascotes. También un anciano se ha convertido en el principal ejemplo de supervivencia de la catástrofe tras cuarenta horas sepultado bajo toneladas de escombros de un hospital en Naipyidó. El temblor sorprendió a la víctima en el centro sanitario, cuyas tres plantas se vinieron abajo de manera repentina. Un equipo chino de emergencias detectó sus señales vitales cuando estaba atrapado en una estrecha cámara de aire entre los pliegues del hormigón.
Entre 1.800 y 2.600 edificios están completamente destrozados en las zonas de Myanmar que han podido ser evaluadas. Y casi 700 monasterios han quedado aplastados, al igual que la inmensa mayoría de las pagodas de la región de Mandalay, muchas de las cuales se hallaban llenas de fieles y visitantes cuando tembló la tierra. La propia magnitud del desastre impide hacer recuento de las denuncias por desaparición porque no hay teléfono, internet u oficina donde denunciar.
Myanmar es, además, un país fracturado tras cuatro años de guerra entre el régimen militar y las milicias opositoras que reclaman la vuelta a un gobierno democrático. El ejército y los rebeldes se reparten el control del territorio. La Administración, por lo tanto, resulta tremendamente endeble como para coordinar un registro de desaparecidos o afrontar de modo efectivo el rescate de miles de víctimas. Más todavía, cuando en el último año los militares están perdiendo el dominio regional. Esta circunstancia ha hecho que el régimen del general Min Aung Hlaing se haya empleado más a fondo en combatir la insurgencia que en extender sus servicios o crear infraestructuras.
El Gobierno de Unidad Nacional, fundado por exdiputados demócratas y que actúa como órgano opositor a la junta militar, ha anunciado un alto el fuego unilateral para facilitar las labores de ayuda y salvamento. La tregua ha empezado este domingo y se prolongará dos semanas, mientras el ejército todavía no se ha pronunciado sobre si cesará sus ataques.
Todo resulta atroz y hasta cierto punto surrealista en una nación en guerra. Mientras los birmanos hacen cola en los cementerios para enterrar a los suyos o retiran escombros con sus manos en busca de familiares atrapados, los militar han mantenido los bombardeos sobre los rebeldes como si el terremoto fuera ajeno a la contienda civil. Los cazas gubernamentales han atacado entre el viernes y el sábado cuatro feudos insurgentes en los Estados de Kayin y Shan, vecinos de la devastada región de Mandalay. Siete personas han muerto y una escuela ha sido reducida a cenizas por las explosiones.
En medio de esta olla a presión, los equipos de rescate tratan de asentar una repuesta ordenada a la tragedia. En el terreno trabajan ya varios grupos internacionales procedentes de Rusia, China, India, Singapur, Tailandia y Hong Kong. Los profesionales se reparten entre quienes buscan tenazmente a los atrapados, conscientes de que se acaba su tiempo natural de supervivencia, y los que multiplican los escasos recursos sanitarios a la espera de que entren masivamente los suministros de terceros países. Ya se ha puesto en marcha toda una operación internacional que esta semana debería dejar miles de toneladas de ayuda. La Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja ha hecho un llamamiento urgente para recaudar 106 millones de euros con destino a las víctimas.
La destrucción de aeropuertos, puentes y carreteras supone una «gran dificultad» para el abastecimiento de los hospitales y clínicas que han resistido los efectos del terremoto, según Naciones Unidas. Los equipos desplegados tiran de las últimas reservas humanitarias existentes en la nación, restos de los paquetes de ayuda internacional enviados estos últimos años a los afectados por la guerra. «Existe una grave escasez de suministros médicos que está obstaculizando los esfuerzos de respuesta, incluidos los kits de trauma, las bolsas de sangre y los anestésicos», advierte la ONU.
Los dos grandes aeropuertos del país se encuentran inutilizados. El de Mandalay sufre grandes destrozos mientras la torre de control del aeródromo de Naypitaw, la capital del país, se desmoronó con el temblor. Sin embargo, la abnegación se ha convertido en una seña de identidad entre los rescatistas. Las tripulaciones de dos aviones de transporte militar C-17 indios lograron aterrizar el sábado en Naypitaw prácticamente a ciegas con un hospital de campaña y un contingente de 120 médicos y enfermeros a bordo. Los sanitarios han comenzado a instalar una clínica en Mandalay, donde dos hospitales asisten a más de 1.200 heridos en estos momentos.
También un convoy de 17 camiones procedente de China ha llegado hoy a la antigua capital del reino con suministros médicos y tiendas de campaña para los damnificados que se han quedado a la intemperie. Los vehículos han tardado catorce horas en recorrer un trayecto de 650 kilómetros jalonado por carreteras agrietadas y grandes atascos de tráfico.
Cara Bragg, directora de Catholic Relief Services, ha explicado que numerosas personas utilizan sus manos para retirar cascotes en Mandalay, donde el tiempo se agota para los ciudadanos aprisionados entre los escombros. En el centro de la ciudad se libra una batalla contra la montaña de ruinas en que ha quedado convertido un edificio de apartamentos tras determinarse que quedan noventa personas atrapadas. En la periferia otro rastreo de emergencia tiene lugar entre los restos de un monasterio donde 180 monjes realizaban una convivencia cuando las paredes se vinieron abajo. De momento, 21 religiosos han sido rescatados con vida mientras se han recuperado 13 cadáveres. El general Min Aung Hlaing, en una visita presidencial a la zona arrasada, ha presenciado esta mañana el operativo de búsqueda.
En Tailandia, mientras tanto, toda la angustia se concentra alrededor del rascacielos de 33 pisos en construcción que se vino abajo en Bangkok. A casi 900 kilómetros del epicentro del seísmo, el edificio «reventó como si hubiera explotado una bomba». Los socorristas han localizado diez cadáveres y buscan a noventa atrapados, cuyas posibilidades de sobrevivir descienden a cada hora. Utilizan perros de rastreo y drones equipados con cámaras térmicas, pero sus resultados han sido baldíos. Tampoco se escuchan gritos de socorro bajo la montaña de siete pisos de ruinas. Israel ha enviado un potente radar, especial para este tipo de desastres.
Las autoridades han dado un plazo de siete días para descubrir qué ha fallado en el edificio para que colapsara. Un contingente de 160 ingenieros revisa, mientras tanto, otros cientos de inmuebles e infraestructuras dañadas. En total, 17 personas perecieron en Bangkok por el terremoto, que ha dejado más de 160 réplicas en dos días. Aunque los temblores ya no inmutan a Naruemol Thonglek, de 44 años, quien llegó el viernes a la zona cero en busca de su marido, su hijo y cuatro compañeros de trabajo, todos ellos empleados en la construcción del rascacielos. Desde el colapso, no ha recibido mensajes ni ha podido contactar con su esposo ni su hijo. «Supongo que están en medio de ese montón de escombros. Quizás haya espacio para respirar, no lo sé. Solo puedo esperar milagros».
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