![La mala de la película](https://s2.ppllstatics.com/diariosur/www/pre2017/multimedia/noticias/201611/10/media/105181516.jpg)
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JAVIER MUÑOZ
Jueves, 10 de noviembre 2016, 01:02
El problema de Hillary Clinton era de credibilidad. Es algo que quedó de manifiesto durante las primarias demócratas, en las que el 'socialista' Bernie Sanders la puso contra las cuerdas y complicó sobremanera su nominación para la carrera a la Casa Blanca. Aquellos malos augurios se han confirmado el día decisivo. La que podría haber sido primera mujer presidenta de Estados Unidos, después del primer presidente negro, ha sufrido una amarga derrota. Un fracaso contra todo pronóstico, pero un fracaso sin paliativos, que convierte a Hillary en la mala de la película, en ese personaje del que nadie se puede fiar, que se codea con banqueros y con el que sus adversarios martillean sin cesar.
Paradojas de la historia, el candidato que ha vencido a Hillary, el hasta el pasado lunes estrafalario Donald Trump, ha llegado a ser comparado con un viejo presidente estadounidense, Andrew Jackson, que los manuales consideran el fundador del partido demócrata; es decir, fundador del partido de los Clinton y de Obama. Fue un militar muy popular que ganó las elecciones presidenciales de 1828 enarbolando la bandera de la gente corriente y despotricando contra la élite de Washington, lo que no impidió que a él mismo lo tacharan de especulador. En resumen, se ha establecido cierto paralelismo con Trump y sus diatribas, y en general con la época actual de incertidumbre económica y política.
Jackson fue un político populista en un momento crucial de la historia de Estados Unidos. Los comicios que le dieron la victoria fueron los primeros que pueden calificarse de modernos. El censo de electores se ensanchó de forma significativa (si bien estaba lejos de alcanzar a las mujeres ni los negros). Ejercieron el derecho al sufragio 1,1 millones de personas, más del triple que en citas anteriores, y la política se profesionalizó. Surgieron las primeras estructuras alrededor de los candidatos -el gran rival de Jackson era John Quincy Adams-, y junto a esos partidos embrionarios se formaron cadenas nacionales de periódicos alineadas con ellos. Podría decirse que por primera vez hubo una campaña electoral, y fue de las más sucias que se recuerdan.
Bigamia y alcoholismo
Si a Hillary Clinton le han echado encima en las últimas semanas el escándalo de los correos electrónicos, y Trump ha llegado a decir de ella que es la mayor corrupta que ha habido nunca y que no fue capaz de satisfacer a su marido, en 1828 la prensa acusó a la esposa de Jackson, Rachel Donalson, nada menos que de adulterio y bigamia. Concretamente, de haberse casado con el político sin estar divorciada de un anterior marido, al cual ella culpaba de maltrato. El agravio produjo a Rachel tal impresión que quedó postrada en cama hasta que murió de un ataque al corazón. Jackson, que en el rifirrafe había tildado a su adversario Quincy Adams de alcohólico, responsabilizó a éste de la muerte de Rachel y entró en la Casa Blanca siendo un viudo entristecido.
No está de más recordar lo que hizo el flamante presidente tras la toma de posesión: abandonó la fiesta por una ventana y se fue a la habitación de su hotel, mientras sus partidarios, gente 'vulgar' llegada a Washington de los territorios de frontera, reían, bebían y ensuciaban las cortinas de la Casa Blanca. La población de la capital los miró por encima del hombro y pensó que llegaba el fin del mundo, lo mismo que piensan muchos lectores del 'New York Times' sobre Trump y sus partidarios.
Pero el fin del mundo no se produjo en 1828, aunque se fueron sucediendo las crisis financieras y los candidatos del pueblo. Casi dos siglos después del ascenso de Andrew Jackson, el partido demócrata que él creó asiste en silencio a la explosión de júbilo en el bando republicano; americanos de raza blanca del Medio Oeste cautivados por los trucos de 'reality show' que han permitido al nuevo presidente de EE UU ofrecer una historia diaria a los medios de comunicación. Trucos deplorables, pero que han pesado menos en el electorado que las vinculaciones de Hillary Clinton y de su marido con los banqueros de Wall Street, la casta a quienes todos achacan los últimos ocho años de penuria económica.
Esa inconfesable relación con el dinero ha perseguido a Hillary Clinton desde su batalla por la nominación demócrata. Quizá por eso, y por la imagen turbia que sus enemigos le han endosado hasta la saciedad, no ha podido arañar los votos republicanos que le hubieran venido bien. Y entre los apoyos que le han dado sus adeptos, buena parte fueron depositados con la nariz tapada.
Una sombra
El pasado todavía proyecta una sombra sobre el matrimonio Clinton, una pareja que ingresó conjuntamente 109 millones de dólares entre 2001 y 2007. En 2000, nada más dejar la presidencia de Estados Unidos, Bill Clinton cobró 650.000 por cuatro discursos para Goldman Sachs. Y Citigroup le pagó otros 250.000 por una conferencia en Francia. A su esposa se le reprocha haber dado esas charlas ante banqueros, y la prensa le ha preguntado qué puede mover a un financiero a pagar tanto por un discurso.
Para encontrar una respuesta, los detractores de Hillary se remontan a 1999, cuando Bill Clinton estampó su firma en la normativa desreguladora de la banca, una reforma que la mayoría republicana del Congreso le puso sobre la mesa.
Esa desregulación se la habían pedido unos banqueros a los que invitó a tomar un café en la Casa Blanca en 1996. Se trataba de charlas distendidas que el presidente organizaba entonces para recaudar fondos para la reelección. A la de los banqueros, celebrada el 15 de mayo, también acudieron el tesorero del partido demócrata, Martin Rosen; el secretario del Tesoro y exdirector de Goldman Sachs, Robert Rubin; el regulador del sector bancario, Eugen Ludwig, y el encargado de Asuntos Monetarios, John Hawke. Quizá en tornó a aquel café se gestó la derrota de Hillary Clinton diez años después.
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