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íñigo gurruchaga
Martes, 11 de agosto 2015, 00:07
Senait no volverá a la verja. De sus intentos de saltarla le quedan una pequeña cicatriz en la mano derecha y el recuerdo del dolor en un tobillo. Han pasado ocho meses desde que salió de Asmara, tres desde que llegó a la frontera de su ensueño, vivir en Inglaterra. Pero esta última barrera no la puede superar. Y se queja: «Si Inglaterra va a Eritrea, verá que decimos la verdad».
Según Human Rights Watch, en las fechas en las que ella cruzó la frontera con Etiopía, donde los soldados tienen órdenes de disparar a matar a quienes huyen, unos 5.000 habitantes de un país de unos seis millones partían cada mes. Es la Corea del Norte de África, el delirio totalitario del presidente Isaias Afwerki y sus secuaces. El servicio militar obligatorio es de 18 meses, pero pueden llamarte desde los 18 a los 60 años, según el capricho de los militares. Es habitual pasar una década entre déspotas con un sueldo de hambre. Empleados públicos, como los maestros, no cobran. El Gobierno persigue la disensión, los cultos religiosos que no tolera. Encarcela a hijas de 15 años de los disidentes.
Senait dice que tiene 18. Habla un inglés básico y correcto, que aprendió en la escuela. Cuenta que estudiaba ingeniería pero ahora quiere ser médico. Y que se unió al 5% de los eritreos que han huido de su país porque en Asmara decían que muchos lograban llegar a Europa. «Lo que me gusta de Europa es que eres libre», dice. Si la dejasen vivir aquí, quizás se abriría un camino.
Se fue a Etiopía, esperó el transporte a Sudán, de donde proceden, junto a los nacidos en Siria y Eritrea, la gran mayoría de los cerca de 3.000 inmigrantes ilegales agrupados ante el canal de la Mancha. En Jartum se subió a una camioneta Toyota en cuya zona de carga unos cinco metros cuadrados iban 24. «El Sahara fue muy peligroso; si alguien caía del coche, seguían, no les importaba», cuenta Senait en el anochecer plácido de Calais.
Quienes les llevaban se detuvieron en un lugar y comunicaron a sus familias que los matarían si no pagaban 1.800 euros. «Mis padres se asustaron, ¡van a matar a nuestra hijita!, y consiguieron el dinero», recuerda. En Libia, donde continuamente se oían disparos, pasaron mucho miedo. Un mes en una casa sin hacer ruido para no llamar la atención. Allí le pidieron 1.400 euros.
«El barco fue también muy peligroso», dice Senait, y con las manos ilustra el balanceo del bote. Creyó que iba a morir en el Mediterráneo, pero los avistó un barco italiano, que los llevó a tierra. Ella quería ir a Inglaterra, por su educación, el idioma, por la música y el cine. ¿El cine? «Sí. Encantada: Spiderman, X-Men, Catwoman, El señor de los anillos... ¡Me gustan todas!». Y la música, que resulta no ser inglesa sino americana. Beyoncé, I knew you were trouble, de Taylor Swift. ¿Cómo? «¿No conoces I knew you were trouble?», pregunta sorprendida. Su estribillo: «Sabía que eras un problema en cuanto te vi, la culpa es mía, me llevaste volando a lugares en los que nunca había estado, hasta que me dejaste caer, y ahora yazco en un duro y frío suelo, oh, oh, problema, problema, problema».
Verjas, policías, camiones
Esos habrían sido los retos superados por Senait para alcanzar su ambición de ser doctora y sumarse al mundo libre de habla inglesa que produce tales fantasías, pero su problema de ahora no es una melodía juvenil sobre desengaños amorosos sino una verja inexpugnable. Desde que cundió la alarma sobre las incursiones de los sin papeles de Calais, el sueño se ha congelado.
Penetrar por el norte de la terminal de Coquelles del Eurotúnel es difícil. La autopista A16 la bordea entre parterres y estanques. Si se logra pasar desapercibido, espera un tramo despejado de cuatro vías de reciclaje de trenes entre los andenes y la zona de mantenimiento. Y el Gobierno británico ha enviado guardias privados de seguridad para reforzar los controles visuales.
Los indocumentados del campamento de Calais caminan por eso diez kilómetros para entrar por la carretera D304, que desde la autopista conduce al este de la terminal y a la zona de mantenimiento. El despliegue de las Compañías Republicanas de Seguridad (CRS), antidisturbios, bloquea ahora el acceso en esa carretera, impide que los sin papeles intenten detener camiones o subirse a ellos en ese tramo final.
Intentaban también avanzar hacia la verja por el flanco sudeste, caminando hasta Fréthun, donde las vallas metálicas son visibles en las lindes de la villa. La alcaldesa se ha quejado del olvido de los pueblos colindantes a la terminal mientras se habla tanto de la jungla de Calais. En el café Tabac no dan de comer ni un bocadillo. «No hay clientela», se disculpa su dueño. «Mejor vaya a la Cité Europe». Pero ofrece el balance de lo que ocurría aquí cada noche y del cambio. «Les impiden ahora el paso por el puente y ya no pueden llegar. Lo comprobará de camino a la Cité. Causan pena. Son humanos, como usted y como yo».
El paisaje de Cité Europe, en el este de la terminal, podría ser también de Canadá. Supermercados, gastronomías apresuradas, boutiques indistinguibles, aparcamientos, hoteles de una noche. Clientes comarcales y viajeros del Eurotúnel, reyes consumidores de la economía endeudada, se van tras el cierre vespertino y en la noche avanza la diligente procesión de africanos. Buscan en el final del complejo una senda descendente hacia la verja, un camino inventado por ellos donde sólo había un prado. Les lleva a un tramo ahora más vigilado desde las torres de control y por policías.
«Es la impunidad total», dice un guardia nocturno de la zona administrativa. «En otros lugares, se crea un recinto cerrado para los que piden asilo, pero aquí, en nombre de la libre circulación de personas, se les permite andar por todas partes, destruirlo todo».
La manera más sensata de cumplir el objetivo es meterse en camiones antes de llegar a Calais. «Todas las estaciones de servicio están cerradas a sesenta kilómetros de aquí para evitar que se metan», cuenta Pedro Reis, un portugués de 42 años que ha llevado una carga de embalajes de cartón desde Atxondo hasta las afueras de Londres y pasará la noche, a la espera d que le digan el lugar en que ha de recoger la carga de regreso, en un aparcamiento de pago sin seguridad alguna pero en compañía de otros camioneros, en torno a una gasolinera, cerca del campamento de refugiados.
Reis no había conocido medidas de vigilancia como las que ha visto en este viaje. «En la ida nos pararon a todos los camiones españoles cuando llegamos en el ferry a Dover, no sé por qué. Y aquí nos marcaron con conos el camino hacia una zona especial, con muchos policías», explica. Solía pasar la noche en alguna avenida de esta zona industrial, cerca de la terminal del ferry, pero ahora no se atreve. Ha tenido experiencias desagradables. Le entraron en el remolque una vez a las cuatro de la mañana. Oyó ruidos pero prefirió no hacer nada. A las cinco se levantó y vio las puertas abiertas. Habían entrado policías para llevarse a los sin papeles. Está convencido de que hay mafias que meten a los inmigrantes en camiones y de que las incursiones se dan en otros puertos de la costa atlántica, también en los españoles.
Una procesión que causa temor o tristeza recorre cada día la trama urbana de Calais desde la jungla un campamento de tiendas improvisadas entre árboles y dunas al final de la carretera de la terminal del ferry, que no tiene las condiciones higiénicas y de seguridad mínimas que establece la ONU hasta el paisaje de la terminal del Eurotúnel. Esperar al anochecer el paso de los que van y de los que vienen permitiría retratar ese ciclo diario. Pero los hombres de Siria, con sus mujeres rezagadas, o los de Sudán no hablan inglés o francés. «Sí, hablo Francia, sí», dice al fin el más locuaz de cuatro sudaneses. Su entusiasta apretón de manos ha de servir como paliativo para una conversación en la que a cualquier pregunta la respuesta es: «Oui, todo el mundo. Sudán, todo el mundo».
«¿Crees que habrá solución?»
Por la senda del regreso, la de la rendición, llegaban con unas bolsas Senait y su abatida y muda amiga, con una desolación milenaria en su cuerpo grueso, en su silencio y su mirada. Pero Senait es bonita. Un rostro redondo y fino, el pelo enredado en rulos cortos, ojos vivos. Botas con correajes dorados y gastados, vaqueros, cazadora negra, camiseta con algún adorno estampado y el lujo de una cadena plateada en el cuello. ¿Qué hará ahora que ha decidido que no irá más a la verja, que ha visto que su amiga se ha quedado en el campamento con un bebé de siete meses después de que su marido lograse pasar? ¿Pedir asilo? No puede, no tiene parientes en Europa. ¿Qué hará? «Esperar». ¿A qué? «A una solución. ¿Tú crees que habrá una solución?».
La isla griega de Kos, que junto a las de Lesbos y Quíos recibe un flujo incesante de inmigrantes desde el Mediterráneo, ofrece imágenes para la reflexión de los ciudadanos de la UE y sus dirigentes. Los turistas asisten desde las playas al último esfuerzo de africanos y asiáticos por alcanzar suelo europeo.
La Comisión Europea aprobó en junio seis medidas para paliar la desunión que provoca que dos países, Grecia e Italia quizás pronto haya que añadir a Malta tengan que procesar a todos los que llegan a sus costas. La más práctica es la sugerencia de que otros estados entre los que no se incluye Reino Unido acepten en dos años al 40% de los que llegan de Eritrea y Siria, porque el 75% de sus solicitudes de asilo son justificadas, según las estadísticas.
Alemania se angustia por el número de peticionarios. Otros países, como España, se abstienen en nombre de su crisis. Y Reino Unido decidirá, quizás en la primavera de 2016, si se va de la UE tras abandonar su política de inmigración. La diplomacia entre Londres y París sobre lo que ocurre en Calais se da en ese contexto. Ministros que declaraban euroescepticismo antes de las elecciones subrayan ahora la excelente cooperación. La prensa eurófoba bufa, pero el pacto francobritánico de seguridad y dinero ha estrangulado su serpiente de verano.
A Senait la llevaron sueños alados a lugares en los que nunca había estado hasta que acabó durmiendo en un duro y frío suelo. Pero se despide jovial y amistosa. Y, cuando advierte que el entrevistador ha olvidado su botellita de agua en el banco en el que hablaban, corre hacia allí, le alcanza para dársela y le dice: «Soy joven, puedo llegar antes que tú».
A esta chica eritrea que hablaba con aparente vergüenza de sus peticiones a Dios para que la ayude quizás le suene la historia de la esposa de Lot, convertida en estatua de sal por desobedecer el mandato divino de no mirar atrás, hacia el fuego que destruía las decadentes Sodoma y Gomorra. El entrevistador también miró hacia atrás. Vio a la amiga abatida de Senait hablando con el conductor de un coche aparcado. Era el tipo de aire bronco que merodeó incesante en torno a la conversación. En un momento se acercó más y preguntó algo y, como tenía rasgos árabes, quizás los prejuicios cegaron el entendimiento. «No hablo árabe». «No repuso él, quizás enojado, soy de aquí, francés». «Perdón, no le he entendido». «¿Sabe dónde está la calle tal y cual?». «No, lo siento, no soy de aquí». Se fue, cambió de acera, merodeó.
El hombre del coche. El merodeador. La amiga abatida le hablaba a través de la ventanilla. Senait se acercó tras recoger la botella de agua. Hablaron las dos amigas. Senait habló con el conductor. Las dos montaron en el coche y partieron. La calle quedó despejada para que los furtivos africanos de la libertad, casi todos hombres, avanzasen en la noche impune de Calais hacia una posible grieta entre ingenierías limpias, andenes, vías y luz de la terminal de carga.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Ignacio Lillo | Málaga
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