El niño de las monjas: así es el novillero criado por una rondeña

Jordi Pérez tiene 19 años y debutó como novillero profesional no hace ni un mes. Él y dos de sus tres hermanos se han criado con la madre Elisa Mateos en la Congregación Madres de Desamparados. Ella le anima y le pide que se arrime al toro

txema rodríguez

Lunes, 4 de noviembre 2019, 00:33

Jordi es tímido. De ese tipo de personas que miran al suelo o a una mosca que pase. La madre Elisa es malagueña de Ronda y un huracán con toca, para criar a tanto chiquillo desamparado has de poseer la energía de una ... gran pasión. La religiosa y el aspirante a torero no son novedad como pareja vital y artística, porque abandonar bebés en las puertas de un convento fue un remedio clásico para la miseria y los embarazos no deseados. Una película de finales de los cincuenta, hubo otras anteriores, dirigida por Ignacio F. Iquino y una canción, cantada por la mítica Libertad Lamarque a finales de los treinta, ayudaron a consolidar el cliché del matador de toros criado entre hábitos: «Yo quiero ser torero, torero quiero ser, torero de gran tronío como Gallito dicen que fue...», eso dice el tango, cuya letra culmina en tragedia. En la película, en cambio, el chaval logra triunfar. Dos finales posibles a los que se añade un tercero, la posibilidad de una vida anónima. Tal vez triste, tal vez feliz. Eso nunca se sabe por adelantado.

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El niño que nos ocupa no tiene todavía quién le cante, pero el sesgo dramático de su vida de Jordi se materializó de nuevo el pasado mes de septiembre. El día 26 debutó con picadores en la plaza valenciana de Algemesí y salió a hombros. El público enloqueció con su valor, eso dicen las crónicas. El día 27, en Alcalà de Xivert, un camión cargado de chatarra chocaba contra otros dos, contra un todoterreno y contra una moto. Murió una mujer, Natalia, su madre. Entre tanto hierro retorcido resultó ser la única víctima. Y toda la alegría del triunfo se evaporó, pero no el semblante tranquilo del joven, «ella hacía una vida distinta, era así, se preocupaba por nosotros pero no al cien por cien (...) digamos que había horas en las que no la pillabas en casa». Habla también por sus hermanos, tres, Ruth (23), María (20) y David (15), «no nos gusta juzgar, lo ha hecho lo mejor que ha sabido, hubiera podido no tenernos y nos tuvo», sentencia en el periódico Las Provincias.

En el pasado, Carlet. Una pareja formada por dos personas con gran diferencia de edad, más de treinta. El marido trabajaba en el campo y la esposa en ninguna parte conocida. Luego la separación, y la edad avanzada de un hombre que comenzó a ser padre cuando otros se jubilan, la falta de recursos y las ausencias de Natalia marcaron la vida de todos. No hay rencor, pero sí evidencias, «hemos pasado hambre -dice Jordi-, es duro, porque abrías las nevera y no había ni un triste huevo para hacer». Un día el padre acudió al párroco de Carlet y éste a los servicios sociales. Hace siete años llegaron aquí y la madre Elisa se hizo cargo de ellos. Primero los dos chicos y luego la más pequeña de las hermanas. Como de tantos otros, hasta completar el aforo.

Jordi se acuerda del primer día, de la sorpresa de ver a una monja y del cambio hacia una vida distinta en la que «no nos ha faltado de nada, un horario para todo, orden...veníamos de vivir en la calle, siempre en la calle». Se estira en el sofá, cambia constantemente de postura. Hablar no es lo suyo, aunque es afable. La madre Elisa anda por ahí haciendo cosas mientras conversamos y a veces el novillero mira a Fran, el educador y ahora amigo al que confía todo. Incluso cuando no sabe cómo expresar los sentimientos busca su mirada o un signo de aprobación al acabar una frase, «salir de la miseria y poder formarte como persona, en eso estamos, intentando hacer eso…». Suspira. Se ríe. Tiene una risa hermosa. Se contagia. Cuenta, a modo de presagio, que de crío pasaba a diario por la casa de un tío suyo al que abría un grifo de agua del patio y aquel, como reprimenda, le gritaba «a tí te tengo que hacer torero». No fue él, pero ocurrió. Y que otro día, un finde que Fran se lo llevó a su casa, puso la tele para ver una corrida de los sanfermines. Y en ese momento germinaron la idea y la obsesión por vestir un traje de luces. Cuando se lo dijo a Elisa «la madre flipó…». La monja intentó cambiar de tercio y lo apuntó, con poco éxito, a rugby. No hubo manera. Ella lo cuenta así: «Me puse a buscar por internet a ver eso cómo se hacía y vi que había una escuela, aunque me paraba el miedo porque ese es un mundo muy difícil y él no lo va a tener fácil para llegar (...) pero viendo su insistencia llamé y me cogió el teléfono un señor mayor y me dijo que lo apuntara. Así que me planté en la plaza de toros y lo hice».

Hábitos en el tendido. La Madre Elisa y algunas monjas de la congregación durante una novillada en la Maestranza de Sevilla. Juan Flores. ABC de Sevilla

No es la primera vez que un torero se cría entre monjas pero es probable que sí lo sea que una apoye una vocación taurina con tanto fervor

No fue tan sencillo porque el estar tutelado tenía que contar con la autorización de la directora territorial de la conselleria, que tenía que ir al juzgado a firmar y tardó tres meses. Bajo su capa de sonrisa permanente la madre Elisa esconde un espíritu firme. Contempla a Jordi con una mezcla de orgullo y una gota de preocupación. Él sabe del respeto que le impone porque no perdona una cama sin hacer ni una prenda tirada de cualquier manera. Dice ella que desde crío le amenaza «con escribir un libro contándolo todo». Y se parte de la risa al ver la cara de susto del chaval.

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En el jardín el joven está dando muletazos a un toro imaginario que viene y va en una embestida invisible para los demás. Se pasa así todo el día, aunque estudia un módulo de tornero y fresador. Elisa y algunas de sus compañeras han ido a verlo a Sevilla, a Málaga, a Ronda. Monjas en un tendido. No piensa en percances ni dolores, «me encanta verlo torear, si es feliz hará feliz a todos lo que estén a su alrededor, le puede pasar algo como a todo el mundo, el que es carpintero se puede pillar un dedo», dice. Religiosas en la plaza, escenas para un nuevo Berlanga si lo hubiera. En Algemesí el público pedía con insistencia otro trofeo para el chaval y ante la frialdad del presidente «todos comenzaron a gritar ¡fill de puta!, ¡fill de puta! y claro...yo no sabía para dónde mirar, igual que cuando mata mal, que me quiero morir, la gente nos mira y hasta nos han sacado en la tele, pero no me gusta llamar la atención». Es una madre, a fin de cuentas, que lo mismo no deja ir a María al festival Medusa que se pone a remendar el traje de luces de Jordi. Y que se hace cargo porque, aunque ambos son mayores de edad, como tantos otros a los que ha acogido a lo largo de los años, no los deja tirados, «procuramos que no se queden en la calle, ningún chaval hoy en día al cumplir los 18 años es autónomo, como tenemos una residencia a las chicas las tenemos allí y a los chicos en un piso que es de la comunidad...mientras estén estudiando están con nosotras, no puede ser que al ser mayores de edad vuelvan al mismo agujero del que vinieron», explica.

La monja primero apuntó al chaval a rugby pero, al ver que iba en serio, acudió a la Escuela de Tauromaquia de Valencia. Asegura que le «encanta verlo torear porque si al hacerlo es feliz hará felices a todos»

Jordi cuenta que al principio era un zoquete y cogía la muleta del revés. Que torerar es una «droga sana, que una vez te pones te da felicidad, esa subida de adrenalina (...) no puedes dominar esas sensaciones». Que piensa en ello cada día y en parecerse a Talavante desde la humildad de sus trajes y muletas prestados, sedas y franelas que la madre Elisa remienda con pericia. Hasta eso hace. Y si es preciso, negociar. Como el pasado 9 de marzo en la plaza de toros de Valencia. Resultó que el presidente le concedió una oreja y el chaval quería las dos, así que cuando el alguacilillo le entregó el trofeo lo arrojó al suelo con desprecio. Al joven, que ese día se anunciaba como «Jordi San José», le querían poner una multa de 6.000 euros pero la madre rogó a la policía primero y al presidente después. Eso sí, apoyó a la autoridad en su intención de echarle una reprimenda. Que fue de aúpa, «porque tiene que aprender».

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