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José Jiménez siempre ha sido un hombre de raíces firmes, tanto en el campo como en la docencia. Nacido en Málaga pero criado en el pequeño pueblo de Guaro, el malagueño aprendió desde niño el valor del esfuerzo entre los olivos que su familia cultivaba ... con dedicación. Sin embargo, aunque sus manos estaban acostumbradas a la tierra, su mente siempre buscó el horizonte del conocimiento. Ahora, tras más de 40 años de entrega absoluta a la enseñanza, el docente cuelga el bolígrafo, dejando atrás aulas repletas de vivencias, palabras, y una huella indeleble en quienes tuvieron el privilegio de ser sus alumnos.
«Enseñar no es solo impartir conocimientos, es guiar y acompañar a las personas en su camino hacia la vida», reflexiona Jiménez con esa mezcla de serenidad y pasión que caracteriza a quienes saben que han cumplido su propósito. Su vida profesional prácticamente la vivió en los Maristas, donde encontró un hogar académico que lo acompañaría durante décadas. Fue en las aulas de bachillerato donde desplegó toda su maestría, enseñando lengua y literatura a jóvenes que, como él en su infancia, buscaban su lugar en el mundo.
José Jiménez recuerda con cariño los momentos en los que veía a sus estudiantes crecer. «Lo más bonito es que muchos de esos jóvenes regresaron al colegio como profesores. Hoy en día, más de 30 docentes que trabajan en Maristas fueron alumnos míos. Es un orgullo indescriptible», comenta con emoción. Pero su influencia no se quedó allí. En sus últimos 20 años de carrera, compartió su sabiduría con los estudiantes de la Universidad de Málaga, donde impartió asignaturas de lengua española en las facultades de Filosofía y Periodismo.
Para él, la enseñanza siempre fue mucho más que cumplir con un programa académico. Su objetivo era formar ciudadanos críticos, capaces de entender el mundo y participar en él con una voz clara y reflexiva. Según Jiménez, la lengua no era solo una asignatura, sino una herramienta para conectar ideas, personas y mundos. «Cuando enseñas a alguien a expresarse bien, le das la llave para ser libre», afirma con convicción. Cada ejercicio de escritura, corrección y lectura compartida era, para él, una forma de construir esa libertad.
Además, veía la educación como un acto de equilibrio entre disciplina y empatía. Aunque era exigente con sus alumnos, siempre dejó claro que detrás de cada corrección estaba su deseo de verlos crecer. «El respeto es esencial. Si un profesor no se respeta a sí mismo y no respeta a sus alumnos, pierde el verdadero sentido de su labor. Enseñar es una relación mutua, donde ambas partes aprenden y se transforman», explica. Sus clases eran, en esencia, una invitación a pensar, a cuestionar y a descubrir el poder de las palabras.
Cuando reflexiona sobre la educación actual y el futuro, José adopta un tono crítico pero reflexivo. En sus años de experiencia, ha observado cómo la enseñanza ha cambiado para adaptarse a nuevas demandas y contextos, aunque no siempre con resultados positivos. Considera que, a veces, la escuela se desvía de su propósito principal, formando alumnos que no comprenden el valor del esfuerzo ni el trabajo necesario para alcanzar sus metas. «Hay niños que salen al mundo con la paradoja de pensar que, como en la escuela, las cosas les serán dadas sin esfuerzo, sin la necesidad de construir su propio camino. Eso es una estafa para ellos y para todos nosotros», afirma con firmeza.
José Jiménez
Docente
El malagueño también lamenta que, en ocasiones, el sistema educativo sustituya el conocimiento profundo por aspectos más superficiales, como impresiones o sentimientos, lo que puede desviar a los estudiantes del rigor y la disciplina necesarios para enfrentarse al mundo. «La educación debe ser un puente hacia la vida real, no una burbuja donde todo está garantizado», asegura.
A pesar de la diversidad de etapas, siempre mantuvo una filosofía clara: el respeto y la responsabilidad son el corazón de la enseñanza. «Cuando un alumno entra en el aula, trae consigo las expectativas de su familia. Nosotros, como docentes, debemos honrar esa confianza, no solo transmitiendo conocimiento, sino formando personas», señala. Con esta visión, sus clases se convirtieron en espacios donde el rigor académico se combinaba con un profundo respeto por la individualidad de cada estudiante.
Pero a pesar de su amor por la docencia, él nunca dejó de lado su conexión con el campo. Los olivos de su familia, a los que cuidó siempre que el tiempo se lo permitió, fueron su refugio y su ancla. Para él, el campo le enseñó tanto como las aulas. Allí encontró una lección de paciencia y humildad que trasladó a su trabajo en la educación. «El campo me ha enseñado tanto como las aulas. Hay algo profundamente educativo en la naturaleza, en su paciencia y en su manera de recordarnos lo esencial», comparte con una sonrisa.
Ahora, al cerrar este capítulo de su vida, José Jiménez mira hacia atrás con gratitud. No hay nostalgia, sino satisfacción. Su legado no se mide solo en los años de servicio, sino en las vidas que ha tocado, en los estudiantes que aprendieron no solo a amar la lengua, sino también a encontrar su voz. José Jiménez se despide de las aulas, pero las palabras que sembró seguirán floreciendo, tanto en los campos de Guaro como en el corazón de sus alumnos.
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