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Iván Gelibter
Martes, 6 de diciembre 2016, 00:48
Los vecinos de Doña Ana, en Cártama, jamás podrán olvidar el 4 de diciembre de 2016, como tampoco pudieron borrar de sus mentes aquel noviembre fatídico de 1989, o el mismo mes del año 2012. Entre antiguas pertenencias ahora reconvertidas en escombros, litros y más litros de lodo y una desesperanza que pesaba más que todo lo anterior junto, los habitantes de las 30 viviendas de esta barriada cartameña se afanaban ayer nada más llegó el amanecer en limpiar sus viviendas todo lo posible. La desesperación del día anterior, en aumento tras cada centímetro que las aguas del río Guadalhorce penetraban por puertas y ventanas, dio paso a un sentimiento de resignación desprendido de la cantidad de veces (hasta cinco en los últimos años) que han vivido una situación similar. Por eso, casi sin inmutarse, repetían una y otra vez que su única preocupación consistía en que las lluvias les dieran al menos unas semanas de tregua para poder hacerles frente de nuevo.
La primera imagen que ha cambiado del domingo al lunes en Doña Ana tiene mucho que ver con el color. Aunque la lluvia seguía cayendo de manera intermitente, el color pseudotransparente del agua había mutado al marrón del lodazal. El nivel de la inundación había bajado: del casi metro y medio que se podía observar en las primera horas después de la gran riada, ayer solo eran unos pocos centímetros. Pese a ello, el espeso barro que cubría calles, aceras, salones y garajes era tanto o más destructivo que las aguas del río. Los vecinos, ayudados por familiares, amigos y servicios operativos del Ayuntamiento de Cártama, retiraban a golpe de escoba y fregona este barro, mientras una enorme máquina cargada con 8.000 litros de agua intentaba preparar las calzadas para que éstas pudieran seguir tragando lodo.
Como si fuera una mudanza forzada, las puertas de las casas eran el escenario de las vidas de los que habitaban en esas viviendas. Toda clase de objetos que flotaban junto a la basura hacían entrever cómo era su realidad antes de que el agua acabara con su normalidad. Ropa de toda clase y condición; muebles de Ikea y algunos de las posguerra; neveras vacías y tostadoras inservibles. Un libro de Carlos Ruiz Zafón se pegaba con algunos DVD a los que era imposible verles el título, mientras que cuatro botellas sin marca aparente giraban sobre sí mismas frente a un puñado de cartuchos que se hicieron para residir en una escopeta a la que finalmente nunca conocerán.
Antonio Luque, que a la vista de cómo se desenvolvía es una referencia en el barrio, radiografiaba la situación en cada una de las calles: desde su querida peña flamenca de la que solo pudieron salvar su mesa de sonido, hasta la última esquina en la que residía uno de los vecinos que no quiso salir de su morada. Aunque ya era de día, muchos de los vecinos aún seguían contándose, en los pocos minutos que se paraban para descansar, cómo y dónde habían pasado la noche. Algunos de ellos, casi como si de una torre se tratara, habían subido a la plantas superiores, en las que el lodo y el agua no habían podido llegar. Otros, tras mucho pensarlo, habían cogido los cuatro bártulos que no se habían empapado y habían solicitado refugio en casas de familiares y amigos.
Las palabras y las frases, eso sí, eran las mismas para todos ellos: «Mi patio era una piscina»; «no recuerdo algo así desde el año 89, pero las inundaciones en Doña Ana son demasiado habituales»; «esperemos que no llueva en las próximas semanas porque la tierra está demasiado mojada»; «ahora nos tocan días de mucho limpiar». Para muchos de los que no vivieron la pesadilla del domingo, esto incluso puede sonar a lugar común. A una frase arquetípica disponible para cualquier catástrofe natural.
Pero Antonio, Paqui, Toñi, Nuria y otro centenar de personas no tienen, de momento, nada más que decir. Quizá solo puedan insistir en que el río se limpia, que prometen y luego no hacen nada. El agua de Doña Ana había desaparecido ayer para dar paso al lodo; y la deseseración había cambiado por la resignación más profunda.
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