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El parking de una gasolinera de Cártama aparenta normalidad. Un hombre sale de un coche de alquiler y vuelve con un helado para la niña pequeña que permanece en el asiento trasero. En el horizonte, la autovía que conecta con Málaga está copada de coches. Es el ir y venir en un día laboral a las tres de la tarde. El sol acaricia la mejilla y genera un agradable recuerdo a primavera. El compás intacto de la cotidianidad. No lo es.
Primero, desde lejos, es una figura difusa que camina demasiado pegada al quitamiedos. Éste separa un estrecho sendero de la A-357. A continuación, es la sensación angustiosa de ver a alguien tan cerca de los coches y camiones que pasan zumbando. Luego es Clotilde de Luque, malagueña de 44 años, cubierta en barro de los pies a la cabeza, madre soltera, mirada ausente y pelos desgreñados.
Por último, es una historia que se mete en la boca del estómago y corta la respiración. La de una vida que se ha vuelto imposible de un día para otro. Es la historia de un grito de auxilio mudo de alguien que repite una y otra vez la siguiente frase: «No quiero parecer débil».
El encuentro con Cloti, como la llamarían todos, es el resultado de la casualidad del momento. Realidades distintas que de repente se tocan y conectan. Dos personas que están a punto de volver a Málaga. Otra que se dirige a su coche para recoger a su hija del colegio. En un recorrido para conocer los efectos que ha dejado la DANA en el Guadalhorce, ver a alguien lleno de barro no llama la atención. Sí, cuando la costra marrón tapa todo el cuerpo como salido de una cura de lodo extravagante.
Un saludo después, sin necesidad de preguntar mucho, Cloti ya apunta con el dedo a una casa que se encuentra justo debajo de la autovía. «Vengo de ahí, esa era mi casa. No queda nada», dice. «Nada». Sus labios empiezan a temblar.
La magnitud del desastre se intuye desde lejos. El tejado se mantiene pero la estructura parece como partida en dos, resultado de las masas de agua que irrumpieron el pasado martes. «No pegué ojo en toda la noche. Con tantos rayos parecía de día. Por la mañana vinieron de Protección Oficial para darme media hora», recuerda. Lo justo para poner a salvo sus seis perros. «Amo los animales desde pequeña y colaboro con las protectores desde siempre. Como tenía sitio ayudaba con las acogidas temporales», explica. Daniela estaba en el colegio. «Gracias a Dios».
Se sube al coche para recoger a su hija de diez años. Vuelve dos horas después.
Apunta otra vez a la casa que ya no es. Los últimos cinco años de Cloti están invertidos aquí, en lo que eran dos plantas, un salón, dos cuartos y un espacio exterior decorado a modo de «chill-out». No era solo un hogar. Era también el resurgir tras un divorcio. Es la lucha de una madre soltera por darle un hogar a su hija, aunque no contara con muchos recursos.
Cloti está nerviosa. No quiere dar pena. Es otra frase que repite varias veces. Se lleva las manos a una cajetilla de Lucky Strike. Ésta asoma de un pequeño bolso que le cruza el torso. Dice que es su «único vicio» y amaga con sacar un cigarro. Desiste. Trata de hablar. Las palabras no salen. Traga. Ahora parece que sí. «Mi vida cambió cuando me divorcié de mi marido. Él es Policía Nacional. Vivíamos en Añoreta y yo trabajaba con jornada reducida. Al separarnos, mi realidad cambió. Tuve que buscar una vivienda y en Málaga era imposible. Ganaba 1.000 euros. Aquí encontré esta posibilidad. En su día, esto fue parte de una cuadra de caballos. Invertí todo lo que tenía para poder tener un sitio para mi hija y optar a la custodia compartida», señala.
Acceder al terreno donde está la casa de Cloti es peligroso. Exige caminar al filo de la autovía. La entrada natural está cortada por unas piedras de gran tamaño arrastradas por la riada. Son las mismas que impiden que entre maquinaria pesada. Hay que descender un balate empinado. Cuando se logra acceder a la parcela, el contraste con todo lo que recuerda a vida es abismal. Si uno no supiera lo que ha pasado, parecería el decorado de una película retorcida. Ramaje, electrodomésticos inservibles y barro, infinitamente mucho barro, conforman un escenario grotesco.
Cloti se considera una guerrera. Antes del divorcio, afirma, ya saboreó el abandono: «Mi madre nos dejó a mi hermana y a mí. Yo tenía 15 años». Hace poco, se habría quedado sin trabajo después de 16 años en una gran superficie. Los 700 euros de paro los complementa limpiando aquí y allá. «Donde sea». Pero esto es otra dimensión. Cloti se sienta en el sofá que estaba en el salón. El lodo es una masa pringosa que le llega hasta los tobillos.
Por primera vez, siente que no tiene salida. Las noches las pasa en lo de su hermana pero sin casa propia teme perder la custodia de su hija. «Llevo una semana sin dormir. He pedido que me ayuden pero me dicen que no pueden meter máquinas aquí. Lo tengo que conseguir por mi hija», asegura. De repente, como una olla a presión que pide liberación, empieza a llorar. Es el llanto de una persona que se rompe, que nace del alma y se alimenta de desesperación. «¿Dónde voy ahora?», se pregunta.
Los dramas personales se diluyen en una catástrofe. La desgracia siempre se iguala por una desgracia mayor. Pero este reportaje puede ayudar se le dice. Cloti solloza y sonríe leve. Ojalá no haya sido un exceso de ingenuidad.
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