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Lorena Codes
Lunes, 4 de abril 2016, 01:00
Cuando Annabella Marcos comenzó a trabajar en el sector de la medicina estética, estas dos palabras, medicina y estética, ni siquiera podían ir juntas. Se podría decir que sus primeros pasos en la profesión los dio a la par que la propia disciplina, hace ya más de cuarenta años. De hecho, en sus comienzos la llamaban la enfermera de la belleza, un sobrenombre con el que ella encajó bien desde el principio, tal y como relata desde su casa en el número 51 del paseo de Sancha plagada de títulos, reconocimientos y diplomas.
Ya desde pequeña su inclinación hacia los cosméticos y el mundo de la belleza era, como poco, llamativa. Mientras las demás niñas de su edad se limitaban a peinar a sus muñecas, ella les teñía el pelo y ahorraba para darle un dinero al chófer de la empresa de autobuses de su Alcorcón natal y que éste le trajese alguna cremita de Madrid. Por si fuera poco, su tía ya se dedicaba a la estética en Barcelona, junto a Cristina Sorli, la excusa perfecta para ver un futuro posible en su vocación. A sus padres, en cambio, no les hacía ninguna gracia. Les preocupaba la obsesión de Annabella, principalmente porque no le veían salida profesional y querían que estudiase «algo más serio». Entonces su familia se trasladó de Madrid a Marbella porque su padre fundó una fábrica de ladrillos en la Costa del Sol. Annabella había terminado el bachiller y pasó a estudiar Enfermería interna en el Hospital Civil. «A las monjas las traía locas, porque entraban en las habitaciones y decían ¡aquí huele a cera!, Annabella ya ha estado depilando a sus compañeras», recuerda.
Lo mismo le ocurría con las prácticas en el hospital, a los enfermos que podía les echaba una mano en estética, los «embellecía» y, según cuenta, aquello les levantaba el ánimo. Su faceta de enfermera le encantaba, pero no la llenaba del todo, así que durante las vacaciones se apresuraba a hacer cursos de estética. Siempre alternando una y otra cosa. También cuando comenzó a trabajar con la marquesa de Larios, Pilar Príes, encargada de sus tratamientos de belleza y asistiendo a su marido en cuestiones médicas. De esta forma continuó hasta que se le presentó la oportunidad de ser la esteticista en uno de los centros de belleza pioneros de la capital, el de Maruja Rueda en la calle Larios. Junto a ella se forjó una clientela que la ha seguido durante años, afirma.
En 1968 contrajo matrimonio con José Valderrama, que por aquel entonces dirigía el hotel Riviera, entre otros establecimientos hoteleros. Y como lo normal para la época era casarse y dedicarse al hogar, Annabella se resignó a desempeñar su papel de esposa. Le duró poco la resignación. Se trasladaron a un piso en la calle Tomás de Heredia y cuando sus antiguas clientas se enteraron de que andaba por allí comenzaron a presentarse en su vivienda en busca de sus tratamientos. «Un día mi marido llegó a casa y se encontró todas las habitaciones ocupadas, con mujeres en pleno tratamiento», explica Annabella entre risas. «No lo podía remediar, me encantaba lo que hacía», apostilla.
Así que volvió a trabajar en el centro de Maruja Rueda. Tuvo a su primera hija, a la que dio a luz justo una hora después de maquillar a decenas de mujeres para un acto social un sábado por la noche. El salto a su propio negocio se produjo cuando ella solicitó a Rueda la modernización de las instalaciones y no veía opciones: «Había que renovarse, llegaban nuevos tiempos». Así que su padre la ayudó a montar un salón modesto en la calle Santa Lucía. En poco tiempo tuvo que adquirir los locales aledaños porque se le quedó pequeño. Su segundo hijo nació en aquel establecimiento, mientras su marido, que por entonces había estudiado también Enfermería, se especializaba en Medicina Natural y Homeopatía.
La gran revolución de la Medicina Estética se estaba gestando a finales de los años setenta y ellos no querían perder el tren de la modernidad. Un cambio que no ha sido palpable hasta hace un par de décadas y que, según Annabella, «ha sido fundamentalmente de mentalidad, más que en tecnología».
Su familia aterrizó en este número 51 del paseo de Sancha hace justo tres décadas, primero sólo con la clínica estética y posteriormente con su hogar. Al igual que ahora, en la planta de arriba Annabella y su marido eran los padres de Anna y José Francisco, mientras que abajo se transformaban en dos expertos en estética que siempre han trabajado de la mano. «Para mí ha sido fundamental el impulso de mi marido, no habría podido llegar a donde estoy sin él», explica.
Clientes de renombre
Vinieron años muy importantes para la empresa en los que atendieron a personalidades de renombre tanto en Málaga como en Marbella. Entre su amplio anecdotario figuran los viajes a Abu Dabi que realizaron para tratar a la princesa Fátima, que había probado sus servicios en Marbella.
Pioneros en muchas técnicas y tratamientos sin los que hoy no se entendería el sector de la belleza, aseguran que cuando trajeron el primer láser a Málaga los tachaban de locos, «rayo de luz, lo llamaban», igual que con las primeras infiltraciones. Hoy siguen afanándose por incorporar la última tecnología a sus instalaciones y por actualizar continuamente su formación.
Además, dejan una herencia histórica pero también viva, puesto que sus dos hijos prolongan su camino en el mismo sector, su hija como médico de familia, máster en Medicina Estética, y su hijo como cirujano cardiovascular, un hito que enorgullece a la madrileña. Después de cuatro décadas dedicadas a una pasión que ha marcado su vida, Annabella se levanta cada día con la misma dosis de entusiasmo: «Sacar el máximo partido a cada persona, pero sin extravagancias».
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