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carlos benito
Martes, 23 de febrero 2016, 00:37
Esta semana, poco después de lanzar su séptimo álbum, Kanye West escribió lo siguiente en Twitter, una red que bien podría considerarse su ocupación principal. «A Pitchfork, Rolling Stone, New York Times y cualquier otra publicación blanca. Por favor, no comentéis más la música negra». Y después, según su costumbre, continuó en otro mensaje, porque Kanye West es el rey de la argumentación a ráfagas impuesta por el límite de 140 caracteres. Y, a menudo, tiene tanto peligro como si esas ráfagas fueran de metralleta. «Yo amo, amo, amo a la gente blanca, pero no entendéis lo que significa ser el biznieto de exesclavos y llegar hasta aquí». Lo curioso es que Pitchfork, el primero de los medios aludidos, había puntuado el disco con un nueve sobre diez, en una crítica que empezaba con la frase «Pablo Picasso y Kanye West comparten muchas cualidades». Pero al rapero le pareció poco, porque todo le parece siempre poco: a su juicio, su nueva obra «merece un treinta sobre diez».
En nuestro país, muchos solo identifican a Kanye West como un miembro secundario del clan Kardashian: es el marido de Kim, la pieza principal en ese desconcertante juego de ajedrez social, y aquí podríamos recordar que alquiló el estadio de los San Francisco Giants para entregarle un anillo de compromiso diseñado por él mismo y valorado en más de un millón de euros. Pero, ante todo, West es un músico innovador que ha ensanchado los horizontes del hip hop: lo liberó de la obsesión caricaturesca por la violencia, aquella fantasía cosida a tiros que tantas veces se trasladaba a la realidad, y le ha aportado sonoridades inesperadas y ajenas a su tradición, que en lo más anecdótico van del tañido de las campanas chinas a los samples de Mike Oldfield.
A Kanye lo han comparado con David Bowie, por esa inquietud que le lleva a constantes mutaciones creativas y a empaparse de influencias como una esponja. ¿El problema? Quizá sea uno de los músicos más influyentes del siglo XXI, aunque esas afirmaciones siempre resultan discutibles, pero no cabe duda de que es el mayor ególatra de nuestra época, un tipo que se ve compitiendo en logros artísticos con Miguel Ángel y con las pirámides, y que encima va y lo dice. El renacentista Kanye, con su gesto reconcentrado y adusto y sin tiempo para el humor, lo mismo crea sucesivas versiones del «mejor álbum de la historia» que se proclama inventor de los pantalones de chándal de cuero.
«Tiene una personalidad ensimismada. Parece tener un alto concepto de su persona, aunque podría tratarse simplemente de una manera de disimular su sentimiento de no encajar. Últimamente ha estado actuando erráticamente, como si estuviese perdiendo el juicio, quizá como resultado del declive de su carrera y de haber pasado mucho tiempo alrededor de los Kardashian», comenta a este periódico el corrosivo columnista de hip hop Byron Crawford, autor del libro Kanye West Superstar, un análisis sarcástico y brutal de su figura. Parodiarlo, lo que se dice parodiarlo, sería un reto muy difícil, ya que la broma podría sonar más mansa y prudente que el original. Espiguemos cuatro citas de Kanye West. «Mi mayor pena en la vida es que nunca podré verme a mí mismo actuar en directo». «Como hombre tengo defectos, pero mi música es perfecta». «Soy Shakespeare encarnado, Walt Disney, Nike, Google». «Estoy demasiado ocupado escribiendo la historia como para leerla». Las revistas de psicología han encontrado una mina en el personaje, que les ha brindado material para artículos como El Kanye West que hay en todos nosotros o ¿Qué personalidad de Kanye West es la tuya?.
«Bill Cosby inocente»
A Kanye se le considera simultáneamente un genio y un botarate, y a menudo los dos juicios parten de las mismas personas, escindidas entre la admiración por su música y el repelús ante su comportamiento. Su afición a despotricar a través de Twitter, en andanadas que demasiadas veces escoran hacia lo grotesco, le ha convertido en una especie de entretenimiento nacional para los estadounidenses. Esta semana pasada, por ejemplo, ha publicado que debe 47 millones de euros, un lamento llamativo en un tipo que ha vendido 32 millones de álbumes y cien millones de descargas digitales, casado además con la reina de las celebrities.
También ha pedido a Mark Zuckerberg que invierta mil millones de dólares «en las ideas de Kanye West», lo que no deja de ser una desfachatez en uno de los pocos artistas sin perfil oficial en Facebook. Los expertos en interpretar sus procesos mentales han vinculado esta ocurrencia con DONDA, su firma de «contenido creativo», con la que aspira a «retomar las cosas donde Steve Jobs las dejó» y «simplificar y mejorar estéticamente todo lo que vemos, oímos, tocamos, degustamos y sentimos», una ambición loable pero con poco eco entre los posibles socios capitalistas. Y, en fin, estos últimos días no han faltado sus clásicos tuits injustificados y abstrusos, entre los que destaca uno: «BILL COSBY INNOCENT!!!!!!!!!!». Así, de sopetón, gritando en mayúsculas y con diez exclamaciones.
En la vida real, su carácter impulsivo y bocazas le ha puesto en unos cuantos aprietos. Su especialidad es montar bronca en entregas de premios: ha tenido varias actuaciones inolvidables, pero resulta obligado evocar aquel episodio de 2009 con Taylor Swift. La pobre y aún tierna Taylor, de 19 añitos, estaba agradeciendo el Grammy al mejor vídeo de una artista femenina cuando un alterado Kanye irrumpió en el escenario, le arrebató el micrófono y explicó a millones de espectadores que ese premio lo debería haber ganado Beyoncé. El duelo entre estos dos titanes de la industria amenaza con eternizarse. El pasado lunes, de nuevo en un discurso de los Grammy, Taylor Swift aludió a esa gente que «trata de socavar» el éxito de las mujeres jóvenes, y en la mente de todos se dibujó un mismo rostro, ceñudo y enfadado con el mundo. Días antes, en el Madison Square Garden, el cantante había rapeado los siguientes versos: «Tengo la sensación de que Taylor y yo todavía podríamos tener sexo. / ¿Por qué? ¡Hice famosa a esa perra!».
Aquel arranque suyo de 2009, por cierto, le valió su segundo enfrentamieto con un ocupante de la Casa Blanca, ya que Barack Obama no se pudo contener y se refirió a él como «un gilipollas». Años antes, cuando el desastre del Katrina, el rapero soltó en televisión que a George W. Bush no le importaban los negros, en lo que el presidente considera uno de los momentos más desagradables de sus dos mandatos. Quizá sean esas enemistades al más alto nivel lo que ha hecho brotar en él la vocación política: Kanye ha anunciado su intención de presentarse a las elecciones de 2020.
Un año en China
El autor de I Am a God (sí, soy un dios) es narcisista, obstinado, excesivo e impertinente. «La gente dice que Kanye y la humildad no se pueden juntar en la misma frase, pero ya mostraba esa misma determinación a los 3 años», aseguró su madre al Chicago Tribune. Kanye West es hijo de un exmiembro de las Panteras Negras y una catedrática universitaria de Lengua, que fue quien lo crió. En su biografía no se puede buscar ese pedigrí pandillero y suburbial de tantos otros artistas de hip hop: incluso vivió un año en China, cuando su madre fue invitada a dar clase en Nankín. No está muy claro si la profesora West contribuyó a inflar su ego o si, simplemente, no pudo hacer nada para frenar la desmesura que el hijo traía de serie, pero el caso es que ella misma lo comparó alguna vez con Walt Whitman, el gran poeta americano.
Otra posibilidad, que no carece de partidarios, es que Kanye West sea solo el diseño más logrado de Kanye West, una versión demencial de sí mismo especialmente concebida para perpetuarse en el candelero. La verdad es que hace falta cierto empeño para dar más titulares en un rato de Twitter que otras estrellas en toda su trayectoria. «Él ha comprendido que, al final, no es solo su trabajo artístico lo que forma parte del negocio, sino también Kanye West como personalidad reflexiona Davey D, historiador del hip hop. Kanye, con esa imagen pública tan deslenguada, tan altanera y tan descarada, se ha convertido en la herramienta de márketing definitiva».
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