antonio corbillón
Martes, 23 de septiembre 2014, 01:21
En el mundo de las grandes marcas, las campañas y los sellos de calidad, nadie adivinaría que las morcillas que llegan al plato del Rey Juan Carlos y a varios restaurantes exclusivos se fabrican en una discreta casa de lo localidad burgalesa de Los Balbases. Allí no hay anuncios ni reclamos. Solo el boca a oído y la apuesta por la calidad han dado cierta relevancia a las morcillas que elabora Inés Zamorano. Pero el domingo 7 de septiembre, Juan Carlos I se presentó a la hora del aperitivo en el comedor del hotel-restaurante Landa, en las afueras de Burgos, y se zampó un plato de huevos fritos acompañado de este tradicional embutido burgalés, sin olvidar la guindilla. Debieron gustarle mucho: antes de marcharse se acercó a la tienda de este exclusivo hotel de cinco estrellas para llevarse otra partida para casa.
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«Yo no me enteré hasta el día siguiente, cuando salió en algún periódico y me llamaron diciendo mira Inés, tus morcillas se las come hasta el Rey». En su escondido taller de fabricación, ubicado en un extremo de esta villa de 350 habitantes, no hay la más mínima señal de lo que se cuece dentro. Las morcillas de Inés es una delicatessen que no necesita publicitarse. Y más ahora que es la marca blanca de un clásico como el Landa. No siempre fue así. «Cuando empezamos pasamos penurias. Nos íbamos a los mercados o por las carnicerías con 20 o 30 kilos y a veces volvíamos en blanco», recuerda Esteban Martínez, hijo de Inés y alcalde de Los Balbases.
Hija de panaderos, ella siempre fue una mujer de madrugones. La elaboración de morcillas no tenía secretos para Inés gracias a la tradicional matanza casera del cerdo. Recuerda de aquellos tiempos ristras enteras secándose en la chimenea. Pero esta costumbre hogareña acabó hace doce años, cuando la familia apostó por invertir en las herramientas básicas para hacerlas en casa y para encargos. «Maquinaria utilizamos la justa. Tenía claro que lo importante es el toque casero que les damos», insiste Inés desde sus muy energéticos 59 años.
Un toque propio del que presumen los numerosos maestros morcilleros, que han llevado este producto a congresos tan importantes como MadridFusion. Desde 2013 existe incluso en la Oficina Española de Patentes y Marcas el copyright Morcilla de Burgos. Pero la de Los Balbases no está dispuesta a regalar su toque mágico. Cebolla horcal del pueblo vecino de Pampliega, «que es mejor que la valenciana»; pimentón de la Vera, «siempre de primera calidad»; arroz de un pueblo de Castellón; sangre de cerdo de la factoría burgalesa de Campofrío; manteca de cerdo, «siempre la más pura y sin sebo alguno», y sal. Además, las embuten en tripa natural de vacuno procedente de Uruguay para evitar la de colágeno, que es incomestible.
Hasta ahí todo de libro, pero, ¿y el truco particular?
También le pongo especias... ¡pero de ahí no voy a pasar!
El alcalde, junto a otro hermano y el padre de familia, suele echar una mano cuando las labores agrícolas y municipales le dejan sitio. «Pero, si algún día no puede encargarse mi madre de la mezcla, tenemos claro que nunca saldrán iguales», elogia Esteban, mientras Inés asiente con ganas con la cabeza.
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Lagrimones de madrugada
Los duros comienzos, que coincidieron con el boom del sector, cambiaron bien pronto y de golpe cuando el veterinario que sella la calidad sanitaria de sus productos se presentó un día con el dueño del Landa, Santiago Alameda. La anterior suministradora de su hotel se había jubilado y buscaba relevo. Cató de todo, incluidas algunas de las que elaboran los chefs morcilleros de renombre. «Cuando vio las instalaciones y probó nuestra morcilla lo tuvo claro», cuenta orgullosa. El tirón de un cliente de este pedigrí les ha permitido a lo largo de los años establecer sus propios techos productivos. No más de 2.500 kilos de embutido los meses álgidos y unos 1.500 el resto. «Nos insisten en ampliar y hacer más, pero no queremos. No nos hace falta y la cantidad siempre pone en riesgo la calidad», comentan robándose la palabra madre e hijo. Aparte de las peticiones que atienden en casa, restaurantes de Valencia, Buitrago (Madrid), Valladolid y el centro de Burgos son más que suficientes para colocar todo el género. Eso y alguna solicitud sorpresa. El presidente de Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, se sentó un día en una mesa como la del Rey y pidió lo mismo. «Por la tarde, apareció un coche enorme en Los Balbases, de esos con banderitas y conductor oficial, para que le llenáramos el maletero de morcillas», ríe Inés. Sánchez Galán debió pasarse una buena temporada invitando a morcillas.
Preparar todas las ristras de este marisco burgalés le llevan a Inés entre dos y tres madrugones de panadero a la semana. Se levanta a las tres de la mañana y empieza por pegarse una tremenda llorera, no por los horarios, sino por los kilos de cebolla que hay que picar. Después llegará la mezcla de ingredientes, el embuchado con la maquina, la grapadora pieza a pieza y la cocción en la caldera: una hora para que queden en su punto. Finalmente, el secado y una gran nevera en la que sus morcillas pasarán muy pocas horas. «Aquí de nevera, lo justo. Todo fresco y a punto para el reparto», presume.
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¿Diga al menos qué hace de sus morcillas un plato de mesa real?
Que no repiten nunca. Como todo embutido, es un sabor fuerte y tiende a repetir después. Nos dicen que eso nunca pasa con las nuestras.
Tan poco deben repetir que la propia autora las prueba a diario. «Además, siempre que se rompe alguna, me la llevo para casa».
Frescos como esas morcillas son los huevos que las acompañan en el Landa. Piezas de la clase L (se miden como las tallas de ropa), entre 63 y 73 gramos, que la granja burgalesa Martínez sirve a diario. Al igual que las morcillas, nada de sofisticación ni grandes despliegues de marketing. Son gallinas convencionales, pero después de probar los huevos camperos «no se notaba la diferencia y apostaron por los nuestros», explica Agustín Martínez. Junto a su hermano Diego explota una granja que produce 2,5 millones de docenas al año. Como no podía ser de otra forma, la clave es que «alimentamos a nuestras gallinas con buen cereal: un 25% de maíz, otro tanto de trigo y un 30% de cebada», aclara. En su granja se encargan de todo el ciclo. «Compramos los pollos de un día y así cerramos todo el circuito», resume. El 70% se los comen en el País Vasco, su principal cliente. El resto acabarán en mesas de Santander y de la propia Burgos.
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¿Y cuál es la clave para que sus huevos fritos salgan con puntillas?
Aparte del aceite, muy caliente claro, no hay más asunto que una total frescura. Son todos del día.
En la despedida, a la puerta de la casa de Inés, suena el teléfono. Contesta y asiente. «Es del Landa para que les suba unos kilos más», confiesa. Se acerca el fin de semana y, después de la visita real, una campaña de imagen que ni el propio resaurante ni su morcillera han buscado nunca, es más que previsible que la demanda siga aumentando. Tocará pegarse otro madrugón de panadero para que los clientes de este clásico restaurante burgalés se sientan como un rey. Sin olvidar la guindilla, claro.
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