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ANTONIO CORBILLÓN
Lunes, 2 de junio 2014, 12:26
Ante la pérdida de un ser querido uno puede hundirse en la búsqueda de explicaciones a la desgracia, bloquearse en las preguntas existenciales o «no mirarse mucho al ombligo, sino mirar a los ojos de los necesitados y ponerse en marcha». Son las palabras con las que baliza su camino en el mundo de la solidaridad el expolítico y ahora abogado José María Michavila. Todo en la vida parecía sonreír a su familia hasta que su mujer, Irene Vázquez, falleció el pasado noviembre días después de dar a luz a su quinto hijo. Apenas tenía 40 años. Superado el mazazo inicial, el ministro de Justicia más joven de la democracia (lo fue con 42 años, ahora tiene 54) añadió un nuevo reto a su vida: entregarse a sus cinco hijos, con edades comprendidas entre los 19 y los seis meses del bebé, y dotarles de nuevas razones para vivir y hacerlo «con la máxima alegría».
José María e Irene se habían conocido a finales de los ochenta trabajando en el centro de la Madre Teresa de Calcuta en la ribera del Manzanares. Allí descubrieron que «no hay gente más alegre que la que se ocupa de los demás», rememora ahora Michavila. Aquel impulso todavía juvenil no perdió continuidad ni cuando llegaron las responsabilidades familiares, los hijos, o una rápida carrera política y profesional asentada sobre tres titulaciones universitarias y uno de los más brillantes currículos universitarios de su generación, no solo en España sino de toda la Europa.
Hay un cierto paralelismo entre su aventura vital y la de Ana Sendagorta. Esta retinóloga del hospital Ramón y Cajal de Madrid empezó a cooperar en 2003 en el oeste africano, en los aledaños del lago Turkana. «Un misionero me llamó la atención sobre el enorme índice de ceguera infantil», recuerda. Así se implicó junto a otros colegas en el combate contra las enormes carencias de amplias áreas de Etiopía y Kenia. La falta de las mínimas condiciones sanitarias ponía en peligro la salud ocular de la gente por pequeñas que fueran sus lesiones. Cuando en 2006, Ana sufrió la pérdida de su hijo Pablo, de 12 años, decidió dar un impulso aún mayor a esta labor. Así nació la Fundación Pablo Horstmann. «Entendí que las cosas hay que hacerlas con el corazón. Si no, no tienen sentido», reflexiona.
La amistad con los Horstmann-Sendagorta y el compromiso llevaron a Irene y José María a participar en el patronato, buscar fondos y colaborar en los proyectos de esta fundación. En verano, recibían en su casa de Madrid a familias africanas seleccionadas para ser operadas aquí porque allí no había medios. Apenas seis meses después de la muerte de Irene, el exministro cogió a sus tres hijos mayores (Irene, Beatriz y Pepe) y se marchó a buscar la estela de aquel compromiso hasta la ciudad de Lamu. Los Michavila acompañaron en abril a la Fundación Pablo Horstmann en su campaña médica, que se llamó esta vez Campaña Irene Vázquez.
Jornadas de 18 horas
Lamu, lo más parecido a una Venecia africana que se asoma al Índico, es la ciudad swahili más antigua del África Oriental. En sus casas y sus calles, mezcla de piedra de coral y madera de mangle, ni el pasado bantú, árabe, persa o indio, ni la colonización británica, dejaron un futuro despejado. Más allá de este exotismo, las emociones se sucedieron a lo largo de las dos semanas que la familia acompañó a los equipos médicos desplazados desde España.
Sensaciones que empezaron con un dulce reencuentro. Cuando llegaron a la capital de este pequeño archipiélago costero, todo era nuevo. Salvo la mirada agradecida del matrimonio Mwatela y la cómplice de su hijo mayor Mohammed. Ambos recordaban su estancia en Madrid en casa de los Michavila-Vázquez para que el niño fuera operado. Ahora es un hombrecillo espigado casi tan alto como su padre. «Para mis hijos fue una muy buena lección sobre el valor de lo mucho que tienen en España la mayoría de los niños y de lo difícil que es sobrevivir cada día en otras partes del mundo. En su educación no puede faltar el realizar una experiencia de solidaridad en familia», opina este exitoso letrado todavía con el regusto de aquel momento en la mente.
En aquellos días en Kenia entre el 5 y el 20 de abril en los aledaños del hospital pediátrico Pablo Hortsmann, hubo tiempo para otras emociones aún más intensas y algunas dramáticas. El equipo médico que encabezaba el jefe de Cirugía del hospital Ramón y Cajal, Eduardo Lobo, se entregó en jornadas extenuantes de hasta 18 horas y temperaturas de 43 grados para tratar de atender al máximo de pacientes. Una labor que culminó tras meses de rastreo para llegar a aquellos casos más necesitados, unos 500 en cada campaña. Los sanitarios locales se encargaron de los chequeos previos poblado a poblado. Gente que llega desde muy lejos sabiendo que no tendrá otra oportunidad de atención médica como ésta. Una labor que se coordina junto a la ONG local Anidan, gestora del hospital, del orfanato y de ayudar a las mujeres con microcréditos.
Lo que no impide casos desesperados como un bebé de dos meses que llegó al hospital al tiempo de empezar la campaña y que se impuso a todas las agendas. Los médicos no pudieron hacer nada contra un neumotórax. El pequeño murió.
En la Campaña de Cirugía Irene Vázquez, los profesionales se multiplican en intervenciones generales y ginecológicas. Hay días en los que operan hasta ocho niños consecutivos, como Salomón con una severa infección en un pie y a punto de requerir amputación. Ahora mejora con rapidez.
En su bitácora de campaña, Sendagorta habla de «la mezcla de dolor por el sufrimiento innecesario de tantas enfermedades que llegan en estado mucho más evolucionado y grave que en España». Unas sensaciones de las que son testigos de primera mano Irene, Beatriz, Pepe y José María Michavila, quien destaca el «ejemplo, liderazgo y trabajo incansable de su anfitriona que nos une a muchos en torno a una iniciativa que crece, que ayuda cada día a miles de niños en la parte del mundo más pobre de entre los pobres».
El apoyo del Papa Francisco
Las jornadas interminables, los ratos de descanso, los hijos de Michavila rodeados de sonrisas de ébano y marfil. Ni el brote de sarampión que asalta un día la última fase de la labor médica reduce el entusiasmo general. En su habitual recuento para remitir a sus patronos y colaboradores desde su web, Ana Sendagorta escribe: «Todos llevamos a Irene en el corazón cada vez que pasa un paciente a quirófano».
Hombre de profundas creencias religiosas, Michavila ha tratado de recomponer sus asideros vitales tras la pérdida de su mujer. A medio camino entre lo divino y lo humano. Entre «la vida que parece interpelarnos a través de la muerte, una muerte que no ocurre porque sí». Preguntas vitales que le han dado la oportunidad de «hacer algo concreto, eficaz, con cara y ojos, por los más necesitados entre los más necesitados». Y que se apoya en su admirado Papa Francisco al que toma prestada una cita: «La ayuda a los más necesitados es un camino directo para el encuentro con Dios, y Dios es, sobre todo, alegría».
Dicen que de los muchos males que sufre África hay uno benigno. Es el mal de África, el deseo de volver que ataca a quienes se acercan a la esencia de sus castigados habitantes. «Lo repetiremos el año que viene y espero que los años sucesivos», se despide Michavila, inoculado ya del virus del amor al continente negro.
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