No hay nada en el Hotel Málaga Palacio que no recuerde al Festival de Cine. Hasta los ascensores han sido tuneados con los círculos de colores engarzados en el vistoso cartel de esta edición, obra del venezolano Ramiro Guevara. Uno de esos ... ascensores se para en su bajada hacia la recepción y entran Miguel Ríos y su acompañante. No hay botones porque el número del piso se elige fuera, antes de entrar. «Se han pasado de modernos», bromea la mujer. «¿Y si te arrepientes y quieres cambiar de piso?», pregunto para evitar hablar del tiempo, por cierto extraño, impropio de junio. Y Ríos interviene con una frase lapidaria que parece sacada de una de sus canciones: «Siempre se llega al lugar del crimen». Pero el sentido del humor durará poco.
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A las puertas del hotel se agolpa una decena de curiosos dispuestos a pedir 'selfies' a quien se ponga por delante: todas las caras suenan estos días. «¿Ese no es el de 'Élite'?», pregunta una chica cuando ve salir a un trabajador de la organización. Lejos queda la masa de fans que se concentraba en los puntos calientes del certamen durante los años previos a la pandemia, cuando los chillidos desafiaban los límites de la acústica cada vez que pasaba alguien conocido, pero la búsqueda y captura resulta idéntica. La estrategia parece sencilla, pero consta de varios pasos. Primero ha de confirmarse el objetivo: «¿Es Miguel Ríos?». En cuanto se verifica la identidad del sujeto, con independencia del grado de admiración e incluso de desprecio que despierte, el manual fanático obliga a lanzarse a reclamar, si no exigir, que bastante han hecho con reconocerle, una fotografía. «No puedo, llego tarde a la estación», responde Ríos, educado, camino del taxi. Pero entonces comete un error de aficionado: pararse a saludar al taxista. Ese lapso de tres o cuatro segundos basta para que la resignación inicial de los curiosos se transforme en una persecución a lo de 'The walking dead'. El intérprete de 'Bienvenidos' cede: «Pero con la misma cámara, por favor». Ja.
¡Sin tiempo para elegir ropa, María Castro posa con su vestido de novia. La actriz confesó en Instagram que tiró de armario para posar en el photocall inaugural del Festival, aunque escogió un modelo peculiar: «No tenía tiempo de ir de showroom en showroom».
Nuevas (y poco recomendables) formas de llevar la mascarilla. Natalia de Molina, que ayer presentaba 'Operación Camarón', llegó al set de entrevistas con la mascarilla sujeta en las manos aunque tapando la boca, una protección que Fernando Simón no aprobaría.
El revuelo incorpora al grupo al menos a otra decena de integrantes, en principio ajenos al Festival: señoras que esperan el autobús en una parada cercana, otros taxistas, jóvenes que toman café en la terraza de enfrente. El carácter intergeneracional de Ríos, que acumula más de medio siglo en primera línea, contribuye a tanta heterogeneidad. El rockero da un segundo aviso mientras trata de vencer el muro humano que se interpone entre él y la puerta del taxi: «¡Que no llego, hostia!». La mayoría entiende el mensaje y despeja el camino, pero un grupúsculo testarudo termina por agotar la paciencia del cantante, que el jueves descorchó la gala inaugural con una cálida versión de 'Send in the clowns', el tema popularizado por Frank Sinatra. «¡¡Me cago en la puta hostia!!», insiste, ahora con un zapatazo (y calza botas) que ahuyenta por fin a los más resistentes.
En la azotea del hotel, más calmada, otra de las protagonistas de la inauguración, Anna Castillo, saborea un vermú mientras concede entrevistas. La vida le sonríe y ella devuelve el gesto: Goya a la mejor actriz revelación en 2017, casi medio de millón de seguidores en Instagram, musa de Los Javis en 'La llamada' y 'Paquita Salas' y protagonista de cinco películas aún por estrenar. Pero de lo que más se habló el jueves fue de su traje de americana corta y pantalón. «Llevo diez meses currando como una hija de la gran puta y de repente lo único de lo que hablan es de la ropa», confiesa a este periódico antes de recapacitar: «Pero estos festivales son una ventana a la moda y entiendo que forma parte de mi profesión, aunque no de mi trabajo. Ponerme ropa no es mi trabajo. Tengo compañeras para quienes sí lo es y lo respeto, pero no para mí. También es verdad que vengo a Málaga y me tiro dos días haciendo entrevistas interesantes, hablando de películas. Lo agradezco».
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En una mesa próxima, Goya Toledo también atiende a los medios. «¿Qué tal vas?», le pregunta Castillo. «Bien, ¿y tú?». «Aquí, comiendo algo con queso», responde. Alguien le interroga por el vermú al filo del mediodía: «Es que estoy estupenda, muy fresca. He dormido mazo. A la una ya estaba en la cama». Tampoco este año hay fiestas, aunque a Castillo, una de las actrices más talentosas de su generación, no es algo que le preocupe: lleva media vida en esto, casi quince años de carrera que la convierten en una veterana cuando aún no ha llegado a la treintena.
–Empecé a hacer castings con catorce años.
–¿Y cómo se digiere que te digan que no con esa edad?
–A veces sufría mucho cuando me decían que no. Otras no tanto, dependiendo del proyecto. Mi madre siempre me decía: «Cada no está más cerca del sí, no te preocupes». Luego te haces mayor y relativizas: esto no depende de nosotros, sino de mucha más gente.
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Se cruza Fernando Tejero: «¿Qué tal, guapo?». También María Blanco, cantante de Mäbu, anda por la azotea. Todos se saludan como si se conocieran, aunque en la industria del cine casi nada es lo que parece.
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