La crítica: Apología del silencio

Alberto Gómez

Martes, 21 de marzo 2017, 00:42

Lo normal es no encontrar palabras cuando arrecian la enfermedad y su vocación de tornado, poniendo la vida patas arriba. Ahora que la obligación de aparentar optimismo ante cualquier circunstancia, por dura que sea, se ha instalado como un mantra tramposo que convierte el sufrimiento sin adornos en una derrota, se hace necesario reivindicar el silencio, la rabia enmudecida, como un volantazo igual de válido ante la autoayuda y las citas de Paulo Coelho. No sé decir adiós aborda la incapacidad de despedirse, la montaña de torpezas que sus personajes construyen justo cuando la teoría dicta que deberían estar a la altura, tener siempre a mano la palabra precisa, el gesto oportuno. Lino Escalera, debutante en el largometraje, levanta una historia despojada de cualquier atisbo sentimentalista pese a retratar los últimos días de vida de un hombre enfermo de cáncer. No hay moraleja ni heroicidades, tampoco golpes de efecto en este viaje protagonizado por un padre que se muere y dos hijas perdidas, atrapadas por el miedo. El guión, firmado por Escalera y Pablo Remón, evita los lugares comunes de este tipo de dramas y bucea a pulmón entre la complejidad de los lazos familiares, sin concesiones a la sensiblería.

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La cinta transpira verdad desde el inicio, con una soberbia Nathalie Poza en su papel de agente inmobiliaria presa de las adicciones y de una crónica falta de pericia emocional. Juan Diego y Lola Dueñas completan el trío protagonista y ofrecen, junto a una Poza que huele a premio, una exhibición interpretativa que da alas a esta película modesta que por momentos camina en círculos pero que acaba imponiéndose como un retrato descarnado e íntimo, honesto sobre todo, de la inminencia de la muerte. Pese a tratarse de un drama con final predecible y eso es lo de menos, la historia sortea los juicios de valor y resulta extrañamente reconfortante. Merece que le ocurran cosas buenas.

Como contrapunto, la sección oficial completó su cuarta jornada con dos comedias. Me estás matando, Susana, una producción mexicana dirigida por Roberto Sneider y protagonizada por Gael García Bernal y Verónica Echegui, fue presentada como una película que denuncia, en clave de humor, la agresiva política estadounidense contra la inmigración. La trama origina momentos realmente hilarantes, casi todos de la mano de García Bernal, pero si Sneider pretendía revestir la cinta de alegato social, más le habría valido aniquilar el tufo machista que desprende la benevolencia con que trata a su personaje principal, un actor carismático que intenta recuperar a su pareja sacándole declaraciones de amor a base de cachetazos. El eslogan de la película («Si la amas, no la dejes ir») termina de agriar las risas que despierta la primera mitad del metraje, tristemente extraviado en su empeño de alargarse.

Tampoco la argentina Me casé con un boludo, dirigida por Juan Taratuto con guión de Pablo Solarz y programada fuera de concurso, trasciende el mero producto con pretensiones comerciales, aunque en esta ocasión presenta el agravante de que las secuencias cómicas resultan menos efectivas que en Me estás matando, Susana. La trama intenta dirigirse sin éxito hacia una reflexión sobre las relaciones de pareja, pero acaba dejando al aire sus costuras una y otra vez. Pese al profesionalismo técnico y actoral, e incluso a algunas secuencias divertidamente absurdas, esta prescindible historia de amor entre dos actores se olvida un minuto después de su visionado y pasa a engrosar la larga lista de comedias insustanciales que arrastra el festival. Puede que estemos ante una merecedora sucesora de El futuro ya no es lo que era, uno de los mayores fiascos inaugurados en Málaga.

No sé decir adiós ****

Me estás matando, Susana **

Me casé con un boludo 0

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