Tiempos no tan modernos
Alberto Gómez
Domingo, 24 de abril 2016, 01:32
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Alberto Gómez
Domingo, 24 de abril 2016, 01:32
Pese a la combatividad del gremio fuera de las pantallas, pocas veces el cine español baja al barro para retratar las miserias de la actualidad nacional. Y es una lástima, porque las excepciones, algunas de ellas proyectadas en ediciones anteriores del Festival de Málaga, como Techo y comida o Cinco metros cuadrados, suelen ser honrosas. La punta del iceberg, del debutante David Cánovas, puso ayer el foco de la sección oficial en la enfermiza y creciente explotación laboral, esa burbuja que dicta que los trabajadores han de ser abnegados, proactivos, eficientes, dóciles y agradecidos. Robots. La película se apoya en un interesante punto de partida la investigación interna de una oleada de suicidios en una multinacional que ha sacrificado la salud mental de sus empleados por el aumento de la productividad para retratar con precisión de bisturí las draconianas condiciones laborales de algunas empresas.
«Ningún trabajo merece que te dejes la piel», sentencia el personaje de Carmelo Gómez, genial en su papel de peculiar sindicalista, y disculpen la redundancia. Su careo con Maribel Verdú, solvente pese a su omnipresencia en el metraje, trae los minutos más potentes de esta película notable aunque no brillante, por momentos capaz de sacudir la conciencia con terremotos de pequeña escala, al estilo malagueño. El final, dolorosamente mal resuelto, acaba por eclipsar las bondades de un debut prometedor y recomendable que impone el sano ejercicio, a la vez paródico y cruel, de imaginarnos como Chaplin, atrapados en la cadena de montaje casi ochenta años después de Tiempos modernos.
La otra película presentada ayer, La noche que mi madre mató a mi padre, de Inés París, acaba funcionando como loca comedia de enredos únicamente en su último tramo. La cinta, con alma teatral, no sale ilesa del contagio por sobreactuación de su reparto y queda lastrada por un comienzo tedioso, impropio de un producto que aspira al difícil arte de divertir. París, que en largometrajes anteriores, como A mi madre le gustan las mujeres, ha demostrado dotes sobradas para escribir y dirigir comedia, pincha aquí en hueso hasta que la historia se ve abocada al desmadre absoluto, cuando la hipérbole interpretativa cobra al fin sentido y el guión abandona las medias tintas para ofrecer momentos realmente hilarantes, sobre todo de la mano de Eduard Fernández y María Pujalte. Con todo, la película se sitúa un escalón por encima de otras comedias estrenadas en ediciones anteriores del certamen, como Fuga de cerebros o Cómo sobrevivir a una despedida, y se postula como una de las candidatas predilectas al premio del público, sin rozar, como pretende, el universo woodyalleniano del que bebe.
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