El biznagueo de la 19 edición comenzó ayer. Toro fue un sabroso aperitivo inaugural, pero la competición arrancó con las dos cintas de sábado. Amables, pero desiguales. Por un lado, la cineasta Inés París volvió a demostrar que está especialmente dotada para la comedia con La noche que mi madre mató a mi padre, un título que parece una novela negra sueca, pero que solo tiene lo de negra. Lo demás es comedia y muy española. Más sueca parecía la otra cinta de la jornada, La punta del iceberg, debut en la dirección de David Cánovas que orquestó un thriller de intriga con trasfondo laboral. Y digo lo de sueca porque la película resultó más bien fría.
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En ambas películas ronda la muerte. Inés París ya avisa con ese título sueco que su comedia va de un homicidio. La madre asesina no es otra que Belén Rueda, una actriz separada de un actor y casada con un guionista que, a su vez, trabaja con su exmujer, productora de cine. Una singular familia de película que organiza una cena de trabajo para engatusar a un famoso intérprete argentino para un rodaje. Pero el ágape degenera en un enredo descomunal, con toques de investigación criminal a lo Agatha Christie y humor deudor de Woody Allen. De hecho, en muchos momentos La noche que mi madre mató a mi padre parece una versión a la española de Misterioso asesinato en Manhattan. Las referencias cinéfilas y literarias están ahí, pero la película es un auténtico vodevil cañí que, pese a atravesar algunos pasajes menores, se crece conforme avanza el disparate mortuorio hacia un climax de carcajada. Inés París busca divertir con su comedia. Que no es poca pretensión. Y lo consigue no sólo por el entretenido guión, sino también por un elenco de intérpretes en el que destaca una Belén Rueda revelando su vis cómica la escalera de la mansión en la que vive parece un guiño a la de El orfanato, arropada por unos descacharrantes Eduard Fernández, María Pujalte y Diego Peretti.
El otro muerto de la jornada fueron en realidad tres. Esos son los suicidios que dan origen a La punta del iceberg, una prometedora cinta sobre los objetivos de empresas y las cuentas de resultados convertidas en la versión moderna de la explotación esclavitud laboral. El primerizo David Cánovas convierte el enrarecido clima laboral de una multinacional en el trasfondo de un thriller de intriga en la que una alta ejecutiva, encarnada por una Maribel Verdú a lo jueza Alaya imprescindible el detalle de la trolley, investiga la relación de los suicidios con la empresa. Un relato que habría dado para un filme entretenido y crítico, pero que muere en una ambientación gélida y una narración impersonal que va revelando un final previsible, bienintencionado y lánguido. Una apatía de la que sólo se salva la Verdú y un chispeante y cínico Carmelo Gómez.
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