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Jon Aguiriano
Sábado, 6 de agosto 2016, 22:32
Si algo les gusta a los dirigentes del COI -aparte de ciertas cuestiones oscuras que estos días debemos soslayar con benevolencia en señal de respeto a la tregua olímpica- son las iniciativas humanitarias. Les pirra todo lo que tenga que ver con la solidaridad entre los pueblos y la extensión universal de los buenos sentimientos a través del deporte. El cronista es un sentimental y siempre acoge con simpatía estas iniciativas. Su problema es que pronto le saltan las alarmas antidemagogia y, tras la primera sonrisa bondadosa, se le activa una especie de escepticismo burlón. El caso es que, al final, no termina de emocionarse como le gustaría.
Me ocurrió con Eric Moussambani; ya saben, aquel nadador guineano que se hizo famoso en Sidney 2000 tras protagonizar los peores 100 metros libres de la historia olímpica moderna: 1 minuto, 52,72 segundos. A muchos se les saltaron las lágrimas viéndole bracear a la desesperada en los metros finales. ¡Esto es el espíritu olímpico!, acertaban a balbucear, entre sollozos, desde su sillón preferido. ¡Qué bonito! Reconozco que no le encontré la gracia y que sólo desee que aquel chaval que no había visto en su vida una piscina olímpica hasta llegar a Sidney, que apenas sabía nadar y que participaba en los Juegos por una invitación cursada por el COI a países en vía de desarrollo aprovechara su repentina popularidad para hacer caja y pegarse la buena vida el mayor tiempo que pudiera.
También pensé entonces, ahora lo recuerdo, en los otros dos invitados que deberían haber nadado junto a Moussambani el día de autos pero no pudieron hacerlo porque fueron descalificados por salida falsa. Les imaginé desolados viendo la inmensa oportunidad que habían perdido para hacerse un nombre en todo el mundo. Aunque, bien mirado, lo más probable es que no la hubieran aprovechado. Y es que si un juez más estricto que un mayordomo victoriano viudo les descalificó por precipitarse en la salida tuvo que ser porque quisieron arañar unas centésimas al cronómetro. Dicho de otro modo: no habían entendido que su gloria pasaba por perder de la forma más cómica y lastimosa posible, como lo hizo el bueno de Moussambani sin pretenderlo.
Siempre al quite, el COI ha ideado para los Juegos de Río otra iniciativa directa al corazón de los espectadores: el equipo de refugiados. Lo forman diez jóvenes y lo capitanea Yusra Mardini, una joven siria residente en Alemania. Yusra se crió en Damasco y se convirtió en una de las mejores nadadoras de su país. En agosto de 2015, después de que su casa fuera destruida en un bombardeo, ella y su hermana Sara huyeron de Siria. Pasaron a Líbano y allí esperaron hasta encontrar una embarcación que les llevara a Turquía. La que encontraron sólo tenía capacidad para siete personas, pero se embarcaron en él 18. En un momento de la travesía, tras un fallo en el motor, el bote comenzó a hundirse en el Egeo. Yusra se lanzó al agua y, acompañada por otros dos refugiados que sabían nadar, consiguió detener el hundimiento empujando la embarcación desde el agua. Después de tres horas agónicas, lograron alcanzar las costas de Lesbos.
Yusra Mardini hizo ayer realidad su sueño de ser olímpica. Participó en la prueba de los 100 mariposa. Quedó la primera de su serie, en la que competían las nadadoras con peores tiempos, cuatro chicas procedentes de la isla de Granada, Yemen, Ruanda y Catar. En la piscina del estadio Acuático Olímpico la recibieron con una gran ovación. Y fue muy feliz. Sólo cabe alegrarse por ella de verdad, sin escepticismos burlones. El cronista prefiere no compararla con Moussambani. Aunque puedan parecerse, se le antojan dos casos diferentes.
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