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Ayoub Ghadfa (Marbella, 1998) ya tiene una medalla olímpica. Aún no sabe de qué color, eso se decidirá más adelante, pero al menos el bronce es suyo. En un combate muy bien llevado, en el que logró esquivar las andanadas de su rival, el armenio ... Chaloyan, Ayoub consiguió la clasificación para semifinales. El árbitro alzó el brazo del púgil andaluz tras una decisión unánime de los jueces. En todos los asaltos fue superior el español, que conectó en varias ocasiones certeros golpes al rostro de su oponente, que nunca se encontró cómodo en el combate. Al finalizar el duelo, Ayoub se abrazaba con sus amigos y familiares, con banderas españolas y gritos de «a por el oro, oé».
Corona de esta manera Ayoub una trayectoria curiosa, ya que llegó al boxeo de casualidad y aprendió el oficio a golpes. De niño sufrió acoso escolar y, para librarse de los matones, aprendió kick-boxing. Entrenaba mucho y se le daba bien. Incluso fantaseó con la idea de hacerse profesional, aunque sus padres le conminaron a seguir estudiando. Lo hizo. Aprobó el Bachillerato, se sacó la EBAU y se matriculó en Ciencias de la Actividad Física. Para entonces ya era un mocetón de abrigo, aunque ni se le había pasado por la cabeza cambiar de deporte. Cuando llegó a la Universidad Autónoma de Madrid se apuntó al gimnasio de José Valenciano, veterano entrenador, que le propuso pasarse al boxeo.
Ghadfa, admirador de Mike Tyson y de Mohammed Ali, aceptó. Lo probaría. Rafa Lozano, el seleccionador, le echó pronto el guante: necesitaba un tiarrón de casi dos metros para ocupar el histórico hueco que España tenía en la categoría de los superpesados (más de 92 kilos). Lozano lo fue puliendo, pero Ayoub tuvo que recuperar el tiempo perdido. Aprendió combate tras combate; derrota tras derrota. Ese camino de espinas le ha conducido a París, aunque antes ya tuvo gratificaciones: fue bronce en el Mundial de 2023.
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